El caso del perro tuerto

El caso del perro tuerto – Relato negro esencial

Cristina Amanda Tur, desde su querida Ibiza nos invita a leer este relato negro esencial


Raro es el día que no me depara alguna sorpresa, aunque habitualmente llegan en formatos más peligrosos. En aquella ocasión, lo que me aguardaba en el despacho era bastante más amable que cualquiera de los tipos con problemas que suelen recurrir a mis servicios. Tan amable que, al verme, se encaramó a mis piernas y, cuando me arrodillé a acariciarle la cabeza entre las orejas, me lamió la cara y las manos con una familiaridad inaudita para alguien que no me conocía de nada. Y mucho menos aún para alguien que me hubiera conocido bien. Estaba atado al pomo de la puerta con una correa de cuero marrón, no levantaba treinta centímetros del suelo y era blanco con manchas negras.

–¿De dónde has salido tú, Pirata? –el perro llevaba un parche sobre el ojo izquierdo y yo imaginé que ocultaría la cicatriz provocada por algún desgraciado que no sabría cómo encauzar sus frustraciones, aunque podría haberse herido de otras mil formas menos brutales a las que yo sospechara, desde luego.

Lo desaté y entré con él a la oficina. Revisé un par de papeles que había sobre la mesa de la entrada y me adentré en mi despacho, confiando en que, cuando por fin se dignara a aparecer, mi ayudante me explicaría qué hacía un perro pirata atado a mi puerta. Quizás era suyo y lo había dejado allí mientras bajaba a desayunar, aunque eso, en realidad, no tenía mucho sentido, porque, en tal caso, lo habría dejado dentro de la oficina y no en el rellano.  Aunque, con Rafa, nunca se sabe.

Sonó el teléfono.

–¿Dannyboy?

–Buenos días, Rafa, ¿sabes algo del perro que nos han dejado…?

–¿De qué me estás hablando? Oye, hay un tipo muerto en el callejón del Búho. Los policías acaban de llegar… y quieren que vengas.

–Está bien. Voy para allá.

El callejón del Búho estaba al otro lado del edificio, pero, aparte de la cercanía, no se me ocurría por qué otro motivo podría interesar a la Policía mi presencia. Me pregunté si era alguien que yo conocía. Fantástico. Todavía no eran las diez de la mañana y yo ya tenía un perro y un cadáver. Preveía un día interesante.

–Vamos, Pirata.

El mestizo tuerto me siguió, alegre, meneando su medio rabo.

–¿Qué demonios voy a hacer contigo?

Un par de agentes uniformados había acordonado la calle. Y el inspector Esteban, al verme, se acercó para que me dejaran pasar por debajo de la cinta.

–¿Y ese?

–Ese es Pirata.

–No sabía que tenías un perro como colaborador.

–Es nuevo en el oficio… Lo tengo en prácticas.

Nos acercamos al cadáver. Estaba tumbado boca arriba, con los ojos abiertos. Enseguida me di cuenta de que lo habían movido; le habían disparado por la espalda y tenía las ropas descolocadas.

–¿Lo habéis movido vosotros?

–No. Su asesino debía buscar algo. Le han registrado la gabardina, los bolsillos… e incluso los calcetines. Nosotros no hemos encontrado nada en ellos.

Entonces me di cuenta de que el perro gemía a mi lado, haciendo ademán indeciso de acercarse al cuerpo.

–¿Qué le pasa al perro? –preguntó Esteban.

–Nada. Es un sentimental.

–Pues no lo va a pasar muy bien contigo.

Cuando me percaté de que el animal había decidido ya acercarse al cuerpo, le puse la correa y tiré de ella para evitarlo.

–Como te decía –continuó Esteban–, no hemos encontrado nada en los bolsillos, a excepción de esto –y me mostró, en un sobre de plástico, una tarjeta que yo reconocí sin necesidad de leerla; era  una de las mías. ‘Dannyboy. Detective privado. Con licencia de armas y garantía de discreción’.

–¿Puedes explicar qué hacía tu tarjeta en el bolsillo de este tipo?

–No, no puedo… Pero habrá tarjetas como esa en todos los tugurios y antros de Soul City, desde el distrito 28 al 59. No tienes nada, no te emociones.

Sin embargo, yo no me quedé tranquilo. Mi psicología canina –herencia de un padre con gran afición a los animales y a los huesos duros de roer– me decía que Pirata había reconocido al hombre muerto. Pirata estaba atado en la puerta de mi oficina. El hombre había muerto en el callejón trasero. Y el hombre llevaba una de mis tarjetas. Estas cuatro premisas me llevaban a una conclusión más o menos lógica: ese tipo había dejado al perro en mi puerta y había muerto por algún motivo que me moría de ganas de averiguar, probablemente el mismo que le llevara a llamar a mi puerta.

Las huellas del muerto condujeron a Esteban hasta una ficha policial casi tan extensa como el inventario de detenidos del inspector, que no era corta. Se trataba de Toni Verzotto, contrabandista de drogas, de armas y de lo que hiciera falta traficar, recién llegado de Florencia haciendo escala en Johanesburgo y probablemente dispuesto a hacer negocios con alguno de nuestros villanos locales, que los tenemos tanto de armas como de drogas como de lo que haga falta traficar.

–¿Dónde se alojaba?

–En un apartamento del Corazón Salvaje Hard Rock.

–Entonces, seguro que hacía negocios con Fat Torres.

–Y ya estoy en ello –me respondió Esteban.

Le pedí ver los efectos personales que el ahora cadáver hubiera dejado en el apartamento y no me puso pegas. Yo esperaba encontrar algo que me dijera si había llegado acompañado de un perro: un pasaje de avión, comida para animales o un tazón de agua en el suelo del baño, por ejemplo, pero no encontré nada de eso. Además, alguien había buscado a fondo antes que yo, y supuse que lo había hecho después de matar a Toni Verzotto y tras abrir la puerta con llave, ya que la cerradura no estaba forzada. Habían cogido la llave que portara el cadáver en algún bolsillo y habían ido a su apartamento. Todas las llaves del Corazón Salvaje van acompañadas de un llavero en forma de corazón metálico y con el número de apartamento grabado en uno de sus lados. El muerto no llevaba encima lo que los asesinos querían. Asesinos o asesino. Tengo la manía de hablar de estas cosas en plural.

Los ocupantes de los apartamentos vecinos tampoco recordaban el perro. A decir verdad, ni siquiera recordaban al tipo que llevaba dos días ocupando la habitación 506. Curiosamente, los inquilinos del Corazón Salvaje Hard Rock, una quincena de apartamentos individuales junto al bar que da nombre al complejo, suelen ser gente muy desmemoriada. Estadísticamente, debe tener la mayor tasa de olvido de todo Soul City.

Me llevé a Pirata a mi casa y en dos días se convirtió en la mascota de la oficina, mientras aprendía el oficio. Todavía no me había atrevido a quitarle el parche. Y el animal debía estar muy acostumbrado a portar ese trozo de piel negra, porque en ningún momento vi que se rascara o que intentara sacárselo. No le molestaba, así que llegué a la conclusión de que debía ocultar una cicatriz antigua. Pero algún día tendría que quitárselo y lavar al perro, porque, debido en gran parte a su costumbre de frotarse en todas las esquinas, empezaba a oler a rayos.

Estaba en el despacho, vertiendo agua en el cuenco de cerámica de Pirata, cuando entró Rafa, anunciándome que acababa de llegar el correo del día.

–¿Algo interesante? –pregunté, por preguntar.

–Puede.

Me alcanzó siete cartas. En cuatro de ellas mi nombre estaba escrito con letra de mujer, otras dos no me decían nada apasionante en sus sobres y la séptima me llamó la atención porque no era un sobre, exactamente, sino un papel doblado y sin sello por el que Rafa había tenido que pagar al cartero. Esa, a todas luces, era la primera que debía leer.

“Cuide bien al perro. Un amigo lo recogerá y le pagará bien por haberlo cuidado. Dígale que Fat Torres y sus hombres nos han traicionado. Toni Verzotto”

–Hay un buzón de correos en esta manzana, ¿verdad? –pregunté a Rafa al tiempo que le pasaba la nota.

–Sí. En la misma esquina del callejón del Búho.

–¿Por qué echaría esta carta rudimentaria al buzón si podía dejármela debajo de la puerta cuando dejó el perro?

–Pensaría que podía regresar más tarde para explicar qué quería de nosotros, pero vio que le seguían, se dio cuenta de que no habría un ‘más tarde’ y encontró tiempo para dejar un último mensaje.

–Sí. Tiene algún sentido. Poco, pero lo tiene. Le dio tiempo a darnos el nombre de su asesino… –yo me preguntaba por qué no me habría esperado en la puerta con el perro.

Llamé a Pirata, que vino hasta mí con su acostumbrada expresión complaciente. Lo levanté en brazos y lo subí a la mesa. Los delincuentes no suelen contratar a detectives privados como niñeras de sus mascotas, y si Verzotto se había visto obligado a dejar al perro atado en una escalera comunitaria y salir a la calle era porque ya temía que podía estar en peligro, aunque sólo se decidiera a dejar un mensaje posiblemente cuando se percatara de que lo seguían de cerca. Ese perro escondía un misterio que era hora de desvelar.

Levanté el parche. Detrás de él surgió un ojo izquierdo que me miraba con el mismo brillo alegre que el derecho. Era un ojo completamente sano que parpadeó varias veces para acostumbrarse a ver la luz de nuevo. No había ninguna cicatriz. Ninguna herida.

Miré el parche y le di la vuelta. En la parte posterior era de tela roja y tenía algún relleno que le daba un aspecto acolchado. Cogí las tijeras que había sobre mi mesa y corte, siguiendo el hilo que unía la piel a la tela. Volqué el contenido sobre mi mano izquierda y algunos trozos de algodón se separaron sobre ella para dejar al descubierto diez pequeños cristales transparentes que descomponían en los colores del arco iris la luz que entraba por la ventana. Recordé que Esteban me había dicho que Verzotto acababa de llegar de Sudáfrica.

–Diamantes, claro.

Texto © Cristina Amanda Tur (CAT)

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