El asesinato de Robert Henry por Natalia Gómez
Fotografía: Bruce Kellman Staff File 2001
11 de septiembre de 1995. Tacoma.
—Servicio de emergencias. ¿En qué puedo ayudarle?
—¡Han disparado a alguien en la calle de enfrente! ¡Delante de mí!
—Tranquila. Dígame qué ha pasado.
—He escuchado dos detonaciones muy fuertes. Un hombre ha disparado a otro.
—¿Puede describirme a la persona que llevaba el arma?
—No, creo que llevaba una máscara o algo que le tapaba la cara. ¡Dense prisa, por favor! Está en el suelo.
—Acabamos de enviar a un equipo de asistencia médica. ¿Ve al hombre que ha disparado?
—No. Ha salido corriendo.
—Espere a que lleguen los efectivos de la Policía.
Desde aquel día no he podido volver a probar las fajitas de pollo. Las estaba preparando para la cena cuando escuché la noticia en la televisión. Se había producido un tiroteo. Hablaban de una ejecución. Incluso con el cuerpo tapado con una manta supe que era él.
Su padre vino a recogerme. Durante el trayecto en el coche no dejaba de repetir que Bob estaba herido, pero que se pondría bien.
Al llegar al aparcamiento de su trabajo me di cuenta de que estaba muerto. Reconocí sus zapatos.
12 de septiembre de 1995. Departamento de policía de Tacoma.
—Señora Henry. Soy el detective Yerbury. —Se presentó tendiéndome la mano y ofreciéndome un asiento libre frente a su mesa —. Llevo el caso de su marido. Quisiera hacerle unas preguntas.
—Responderé a lo que necesiten.
—¿Tenía Robert una aventura?
—No. —Recuerdo que en aquel momento me indigné. Nuestro matrimonio era perfecto. Nos conocimos en el instituto. Un amor de juventud que terminó en boda al acabar los estudios universitarios.
—¿Y usted? ¿Mantiene una relación con otra persona?
Negué con la cabeza.
—¿Tenía su marido problemas de drogas o juego?
Me parecía inaudito que el asesino de Bob estuviera en las calles y que la policía intentara escarbar en su vida privada de aquella manera.
—¿Por qué interroga a la señora Henry como si fuera sospechosa?
Le había pedido a nuestro abogado civil que me acompañara.
—Es el procedimiento habitual —respondió el detective —. No podemos excluir a nadie de la investigación. La muerte de su marido no fue un simple robo. Por lo que hemos encontrado hasta ahora, fue planificada. ¿Sabe quién querría hacerle daño?
—Sé quién lo ha asesinado. Larry Shandola.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Fue socio de Bob. Al casarnos, comenzamos un negocio de construcción. Fue antes de que se pusiera de moda. Comprábamos una casa antigua, la reformábamos y la vendíamos. Sacábamos algo de beneficio. En 1992 Larry entró en el negocio. Al principio, Shandola nos pareció un hombre carismático, pero poco a poco comenzó a mostrar su verdadera identidad. Bob cuestionaba la manera de trabajar de Larry, demasiados gastos que encarecían los proyectos y se comían los beneficios.
»Al cabo de un año, Bob le propuso a Larry que comprara nuestra parte del negocio. Larry siempre ha creído que tenemos mucho dinero. La envidia terminó por mostrar al demonio que lleva dentro.
Septiembre de 1995
—¿Larry Shandola? Soy Bob Yerbury. Estamos investigando el asesinato de Robert Henry —le informó el detective a la puerta de su casa.
—¿Quién?
—¿No conocía al señor Henry? Tengo entendido que eran socios.
—Oh, Robert. Sí. ¿Y dice que lo han asesinado?
—Es extraño que no se haya enterado de la noticia. ¿Me podría decir dónde estuvo el pasado once de septiembre entre las cinco y las siete de la tarde?
—Con una mujer —respondió Larry guiñando el ojo derecho.
—¿Y su nombre? Necesitamos que corrobore su coartada.
—Rita Peck. Aquí tiene su dirección. Seguro que contestará encantada a sus preguntas. Ahora, detective, si me lo permite —añadió Shandola girándose hacia la entrada de su vivienda—. No tengo nada más que decirle. Que tenga un buen día.
Los meses pasaban. El arma no aparecía y el caso se enfriaba. Mantuve el contacto con el detective Yerbury. El caso seguía abierto. Sobre su mesa, una foto de Bob le recordaba que le había arrebatado la vida y que el asesino continuaba suelto. No es como en las películas. En ellas, en cuestión de hora y media todo se resuelve. En la vida real, una investigación lleva su tiempo. En ocasiones llegué a pensar que nunca lo cogerían.
Primavera de 1998
Me habían ascendido en el trabajo. Estábamos construyendo vías de tren y ubicando estaciones entre Seattle y Tacoma.
El terreno en el que estábamos trabajando se hallaba junto al estacionamiento en el que murió Bob. En aquel momento pensé que estaba caminando sobre las huellas del asesino.
Debíamos eliminar unas zarzas que crecían sobre las vías y contratamos a una empresa para que desbrozase el terreno.
A los cinco días recibí una llamada.
—¿Paula?
—Dime, Yerbury.
—Hemos encontrado el arma. Balística ha comparado los cartuchos que encontramos en la escena del crimen con uno que hemos hallado en su interior. Hay correspondencia.
Fue nauseabundo. Descubrir el arma que había acabado con la vida de mi marido. Sostuvieron el rifle con las manos y observé el cañón. Quería saber qué había sentido Bob durante los últimos instantes. Debe ser terrible que alguien te apunte con un arma a escasos centímetros y saber que vas a morir.
Nochevieja de 1993
Bob y yo cumplíamos años seguidos. El 31 de diciembre y el 1 de enero. Cada año invitábamos a nuestros amigos a una cena para celebrarlos.
Aquella noche Larry Shandola estaba invitado.
—Paula me ha regalado una clases de aviación.—Pilotar su propia avioneta era una de los sueños de mi marido—. Si el tiempo lo permite, mi primera clase será el jueves. En nada, Paula y yo viajaremos surcando el cielo.
Todos nuestros invitados felicitaron a Bob. Todos, salvo Larry.
—¡Paula! ¿Cómo has podido comprarlas? —gritó indignado —. Tenéis demasiado dinero.
Shandola se levantó de la mesa enfadado y Bob lo siguió para hablar con él.
—Perdón. Os pido disculpas. Iré a ver qué pasa.
»Larry. ¿Qué diablos te ocurre? Estás estropeando la cena.
—¿Qué me pasa? La estúpida de tu mujer se está gastando nuestro dinero. Me pides a todas horas que reduzca gastos y ella lo dilapida.
—¡Oh! Venga, ya.
La discusión fue en aumento. Los dos subieron el tono.
Larry lo miró y lo golpeó en la boca. Fue un puñetazo tan violento que le saltó varios dientes.
Bob comenzó a sangrar.
—Esto es culpa tuya, Paula.
Aquella noche descubrí a una persona totalmente enloquecida.
Terminamos en urgencias y a Bob le dieron puntos en la cara y en la boca.
Las facturas médicas ascendieron a algo más de siete mil dólares. Larry dejó muy claro que no iba a pagarnos nada. Fuimos a juicio, lo ganamos y se suponía que debía extendernos un cheque. Eso fue la primera semana de septiembre. El once, Bob fue asesinado.
Eugene, Oregón- abril 1998
—Tenemos una pista.
—¿Qué pretendes encontrar en una exhibición de armas?
—Hemos dado con la persona que compró el rifle.
El hombre había solicitado el diseño de camuflaje con el que estaba pintada.
Al llegar nos comentó que había vendido el arma en una exhibición en Washington.
Una vez allí, otro hombre se acercó a Yerbury y aseguró que era el rifle que había vendido. Había modificado la culata. Con la descripción que nos proporcionó del comprador vi la figura de Larry Shandola.
—Para poder acceder a una exhibición de armas tienes que ser miembro de una asociación —me informó el detective.
—¿Y Larry lo es?
—Pertenece a Washington arms collector.
—Entonces, lo tenemos.
—Es solo circunstancial. Recuerda que tiene una coartada. Necesitamos reunir pruebas concluyentes para la oficina del fiscal. Sería un desastre que hubiera un juicio y que un jurado lo absolviera.
Aparecieron testigos que aseguraron que Shandola les había ofrecido dinero por dar una paliza o herir a Robert. Compañeros de trabajo se presentaron para informar de declaraciones que había hecho sobre el odio que le profesaba.
«Despotricaba y deliraba sobre el señor Henry y su situación. Le dije: Larry, debes a ese hombre dinero. Le pegaste. Paga y acaba con esto. Lo último que dijo fue: No. Voy a matarlo.»
Yerbury volvió a interrogar a Rita Peck. Al final, la mujer reconoció que Shandola no había estado con ella el once de septiembre. Rita era mayor, y Larry la confundió con las fechas para que le proporcionara la coartada que necesitaba.
Por fin, en enero de 2001 recibí la llamada que llevaba años esperando.
—Paula, lo tenemos. Tenemos pruebas para la fiscalía. Hemos encontrado el casco con la visera opaca que llevaba en el momento del crimen y partes de la moto que usó para huir del escenario.
Quise gritar.
Sabía que había sido él. Lo supe desde el principio y no me rendí.
El camino fue largo, pero Larry Shandola fue condenado el 7 de septiembre de 2001 a treinta y un años de cárcel.
En 2013, Larry Shandola intentó que lo trasladasen a Canadá. Saliendo de esta manera del sistema judicial estadounidense. Escribí una carta al sistema penitenciario oponiéndome. Los fiscales escribieron cartas, los agentes de policía también escribieron. Así que le denegaron la transferencia. Como consecuencia, Larry se enfadó mucho y decidió demandarme por difamación.
Shandola se convirtió en precedente. Se aprobó una ley que protege a las víctimas de cualquier demanda frívola que pudieran presentar los presos. Ya que debe ser un juez el que dictamine si hay pruebas sustanciales o no para continuar con la demanda.
—Bob, espero que no dudaras que lo cogeríamos. Lo logramos.
© True Crime: Natalia Gómez, 2020.
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