Dubrovnik- Relato corto

Eugenia Kléber nos lleva hasta la perla del Adriático con su relato corto ‘Dubrovnik’.

Era nuestra primera noche en Dubrovnik y estábamos los cuatro tomando unas copas en el bar del hotel: Isaac, Carlos, Amira y yo. Todo se desarrollaba de lo más normal hasta que empezó a notarse aquel extraño olor. No recuerdo quién fue el primero en mencionarlo.

     Sonaba Going To A Town, de Rufus Wainwright, un tema precioso. En la barra tres chicas adolescentes tonteaban con dos hombres maduros que no parecían turistas. Una de ellas llevaba un llamativo y corto vestido rojo. Me dije que no había llamado a Rachel, se sentiría feliz de haberse quedado sola sin sus padres.

     —Confiad en mí, tengo trece años, ¿qué locura creéis que voy a hacer? —nos había soltado ajustándose un horrible top.

     Otra de las chicas empezó a reír, parecía que no pudiera parar. La tercera se apartó para hablar con el camarero. Llevaba zapatos de cristal.

     Estábamos de vacaciones, los cócteles eran de primera y todos deseábamos subir a la habitación y follar como locos. Iba a ser nuestra primera vez. Empezó como una broma a la salida del cine luego de ver Stefan Zweig, adiós a Europa. Dábamos vueltas buscando una mesa libre en una cafetería cuando Carlos dijo:

     —El final de los principios y valores. La hecatombe de todo un continente.

     —Lo habíamos pillado —dijo Isaac—. Además tú no has leído a Zweig.

     Hacía mucho que no salíamos juntos los cuatro, Amira y yo hablábamos a menudo por teléfono de nuestras cosas privadas pero nunca de nuestras parejas. La improvisada propuesta se gestó alrededor de la mesa de un café con fotos de actrices italianas. A Carlos le gustaba Sophia Loren y se sentó bajo su imagen. Puede que eso le ayudara a desinhibirse. Probar una noche loca lejos de casa el siguiente fin de semana no supondría cargarnos nuestra amistad ni convertirnos en amantes, convinimos.

     Esa noche en Dubrovnik, durante los cócteles, echamos a suertes cuál iba a ser la habitación donde tendría lugar el encuentro, y salió la nuestra. Puede que creáramos un ambiente de euforia exagerada y nos mostrásemos anhelantes. Yo miraba a Carlos de reojo, había adelgazado y llevaba perilla. Tenía una sonrisa contagiosa y dientes perfectos. Pensé que llevaba ropa cara que estrenaba para la ocasión. No dejaba de ser un comportamiento femenino.

     Al incorporarnos para abandonar el bar del hotel aquel olor inclasificable se intensificó. Era dulce y marino a la vez, mentolado y ácido… No me recordaba a nada conocido: fruta, hierbas, especias. Entonces vi que en el asiento de Amira había una forma enroscada, parecía un insecto sin alas, un gusano, una pequeña culebra. Grité. Amira estaba delante de mí y al ver lo que le señalaba se inclinó y cogió el bicho con delicadeza, se lo enroscó en el dedo índice de la mano izquierda y se dirigió hacia los ascensores. Los otros tres la siguieron. Yo subí por las escaleras contando los peldaños hasta la segunda planta.

     Isaac había pedido tres botellas de champán. Vi la bandeja con cuatro copas de borde dorado, una caja de bombones belgas y un cuenco de fresas. Antes de empezar el juego me serví un par de copas, y luego simplemente sucedió. La boca de Amira, su pecho desnudo y tibio, el cuerpo de Carlos sobre mí, el pene de Isaac en mi interior. Un mosaico sin sensaciones. Si me había acostado con tres personas, una de ellas mi marido, ¿por qué lo recordaba todo tan vagamente?

     Al entrar en el baño Amira estaba allí, desnuda contra la pared de azulejos. Hacía escasos minutos nos habíamos despedido, yo había cerrado la puerta de la habitación mientras ella y Carlos se alejaban con prisa por el pasillo. Le pregunté qué hacía allí, no me contestó. Cuando salí de la ducha ya se había marchado.

     A la mañana siguiente Isaac pidió que nos subieran el desayuno, respondió que no cuando le preguntaron si quería los periódicos. También comimos en la habitación y cenamos viendo un interesante documental acerca de Japón y sus tradiciones. Cada vez que he entrado en el baño he visto a Amira con los labios muy rojos, aunque se me va pasando. Hoy, por ejemplo, no había nadie. Las camareras son muy amables y discretas. Isaac y yo salimos al balcón mientras limpian, cambian las ropas y sacan las bandejas. Desde allí contemplamos el cielo, las calles y los tejados de Dubrovnik. Tan hermosa como nos pareció en el catálogo, tan atrayente.

     Llevamos instalados dieciocho días, Isaac dice que son diecinueve. No tenemos planes para mañana.

Texto: © Eugenia Kléber, 2018.

Imagen de cabecera: ©Thomas de Marsay.

 

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