Disuelto en agua

ERIC LARA| México

 

Cuando Cabrito lee, parece que está rezando. En la silla de su escritorio de la comandancia de la Policía Judicial de Nuevo León, se acomoda el libro entre las piernas y baja por completo la cabeza, la mete entre sus hombros, todo su panorama desaparece y se concentra en las letras y las imágenes de sus lecturas. Así estaba, cuando llegó aquella mujer.
– ¿A quién le reza con tanto fervor? – le preguntó la dama.
Cabrito levantó la cabeza y de inmediato contestó, enojado, casi gritando.
– ¡Qué quieres! ¡Vete de aquí! ¡Largo de aquí! – y apuntó hacia la puerta que daba a la calle Melchor Ocampo.
– ¿Qué le pasa? – contestó la mujer bastante contrariada – No pensé en ofenderlo, ¿Por qué me habla así?
– Por favor, por favor, pase a otro escritorio – dijo Cabrito sin responderle la pregunta.
– Pero por qué a otro escritorio, ¿Qué no es usted detective? – le cuestionó la mujer.
– Si claro que lo soy – respondió Cabrito, aún con la mirada desorbitada.
– Entonces – continuó la mujer – Vengo a poner una denuncia ¿Por qué no puede ayudarme?
– Es qué, es qué, es qué usted no es una mujer, ¡usted es media mujer! – alcanzó a balbucear Cabrito ahora más inquieto.
– ¡Qué haz dicho pendejo! – le recriminó la enana al detective – ¡Pero ¿qué te pasa, pedazo de pendejo! – siguió insultando la dama al policía hasta que, una de las compañeras de Cabrito, que rápido detectó la situación al escuchar gritar a quien había llegado a las oficinas para poner una denuncia, la tomó del brazo y amablemente la invitó a pasar con ella a su escritorio.
Cabrito nunca había superado su miedo a las personas enanas, hombres, mujeres o niños con esa condición, le aterraban como nada más en su vida.
A la ciudad de Monterrey, había llegado a vivir toda una colonia de enanos que se establecieron al sur del túnel de la loma larga, en San Pedro Garza García. No era raro encontrárselos en la calle.
En el expediente del detective figuraba esa fobia, como resultado de que cuando era niño y después de una función en un circo de barrio, en la que uno de los bomberos enanos fue devorado por el león, batalló mucho para conciliar el sueño.
Sus padres le decían que contara ovejas, para así poder atraer el sueño. Cada que lo intentaba, lo que aparecía en su mente saltando una hermosa cerca campirana entre nubes blancas, eran enanos ataviados en finos abrigos de todos los colores del arco iris. De inmediato abría los ojos y sudaba como un maratonista llegando a la meta, hasta que su madre, entraba a su cuarto para abrazarlo y cantarle una canción de cuna.
Sonó el teléfono y el detective Carlos Brito, mejor conocido como Cabrito, contestó. Era su comandante, quien le pedía pasara a verlo a su oficina para asignarle un nuevo caso.
La ficha de la Interpol hablaba de una banda de asaltantes de joyerías que venía funcionando en países de habla hispana en los que se había llevado a cabo, como una coincidencia, una reunión masiva de una nueva religión surgida precisamente en Nuevo León: La Iglesia Fidencista de los Castos de los Penúltimos Días.

Cabrito toma la carpeta con la información mientras su comandante le explica, que la semana entrante, está programada para desarrollarse en el Estadio de Béisbol de Monterrey, la cumbre de las cumbres de dicha iglesia.
Le pide que analice los datos otorgados por la policía mundial y trate de evitar que en la ciudad se lleve a cabo un asalto masivo, como los que se han cometido en ciudades como Madrid, España, Santiago de Chile y Buenos Aires, en Argentina.
Antes de que Cabrito abandone el lugar, su jefe le recuerda que es importante que se detenga a los delincuentes, pues están en campañas electorales y un caso de tales magnitudes resuelto, le caería muy bien al candidato oficial para la gubernatura.
Ya en su casa y después de destapar una Joya de ponche, bien fría, Cabrito se dispone a analizar el expediente llegado directamente de las oficinas de la Interpol en la Ciudad de México. Él sabe que resolver un caso así, le abriría muchas puertas en su corta carrera como detective.
Una vez leído el expediente, destapó otro refresco de ponche y se dirigió a su pequeña biblioteca. De ella extrajo el Compendio de Mostrología y Mitología Mexicana y se sentó a seguir leyendo desde la página en la que lo había dejado. Quien no lo conociera, pensaría que oraba con la Biblia en sus manos.
Llegó a la joyería Le Carré alrededor de diez minutos después de que el asaltante abandonará el lugar. Tuvo que apagar su smartphone, pues le llegaban mensajes con información de los otros catorce asaltos desarrollados también, hacía apenas seiscientos segundos.
No había duda, la banda había atacado de nuevo el mismo día en que se desarrollaba la cumbre de las cumbres de la Iglesia Fidencista de los Castos de los Penúltimos Días en un Estadio de Béisbol, atiborrado de feligreses.
Se dirigió al cuarto del sistema de circuito cerrado con el que contaba la joyería mientras pensaba que, a diferencia de los atracos en otras ciudades, estos habían sido quince y no diez, seguramente por ser un día tan especial en esa religión.
No fue difícil identificar al líder de los Castos de los Penúltimos Días cometer el asalto con las mismas características que consignaba el expediente de la Interpol: Sujeto de alrededor de los 35 años, de complexión como de fisicoculturista, en playera de tirantes, pants Adidas y un escapulario colgando del cuello, se presenta ante el dependiente de la joyería y de una Biblia que abre sobre la vitrina, saca una pistola Parabellum, tradicionalmente conocida como Luger y amaga al dependiente mientras recita algo en voz alta y los empleados vacían los mostradores y llenan bolsas de lona con las joyas.
Mientras se dirige al Estadio de Béisbol, para pedir al líder de la iglesia que lo acompañe a la delegación y hacerle un interrogatorio, la curiosidad le hace detener su patrulla para observar los videos que le han mandado a su smartphone. Son de los circuitos cerrados de las otras catorce joyerías atracadas. Lo que ve en ellos, lo hace sudar tanto como su temor a los enanos.
Pide a uno de sus subalternos que vaya por el líder religioso, Cabrito debe de pasar a su casa antes de verlo en la delegación y realizar el interrogatorio.
Cuando regresa a la comandancia, una horda de hombres, con aspecto de fisicoculturistas, playeras de tirantes y pants Adidas, ataviados con pelucas femeninas en todos los estilos de cabello y también multicolores, esperan afuera – Han de ser los Castos de los Penúltimos Días- piensa Cabrito y entra con su patrulla al estacionamiento.
Se dirige Cabrito a la sala de interrogatorio y su comandante, Bisancio Estrada, se le acerca para ponerle sobre aviso.
– Este cabrón no nos quiere dar el nombre de sus cómplices. Los otros catorce asaltantes.
– Descuide comandante, este boludo ya se jodió- responde Cabrito con acento argentino.
– Otra vez ese pinche acento Cabrito- le recrimina Bisancio.
– Perdón comandante, vos sabés que no lo puedo controlar- responde Cabrito. Y es verdad, es un tic nervioso que no puede controlar y se le manifiesta con un acento argentino bastante cagante.
– Anda entra- le apura su comandante con algo de fastidio.
Se sienta Cabrito frente al líder religioso, quien viste igual que en el video que vio el detective y comienza a hablar.
– No es necesario que nos digas quienes son tus cómplices. Estamos seguros de que trabajas sólo, que los otros catorce asaltantes de hoy y los otros nueve de los atracos en las otras ciudades del mundo, eres tú mismo- termina de decir Cabrito y pone sobre la mesa el libro Compendio de Mostrología y Mitología Mexicana. Lo abre y lee: Los Diableros son aquellos seres que se desdoblan en ellos mismos y pueden aparecer al mismo tiempo en todos los lugares que así lo designen.
– Vos sos un Diablero- dice Cabrito con su cagante acento argentino pero determinante.
– ¿Eres argentino? – pregunta el líder de los Castos de los Penúltimos Días.
– No, no, para nada, es un tic- responde Cabrito algo avergonzado.
– Puedo ir al baño- pide permiso el recién descubierto Diablero.
Cabrito accede y le indica con la mirada una puerta que está ahí mismo en la sala de interrogatorio. El líder se levanta, camina al baño y frente al espejo se retira su escapulario, el cual, disuelto en agua, se transforma en cianuro. De un trago lo bebe y cae muerto.
Afuera de la comandancia de la Policía Judicial de Nuevo León, yacen muertos cuerpos con complexión de fisicoculturista ataviados con pelucas multicolores. De no ser aquello una mortandad, la escena fuera muy festiva, piensa Cabrito antes de abandonar el lugar.


Texto © Eric Lara. Todos los derechos reservados.

Publicación © Solo Novela Negra. Todos los derechos reservados.

 

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