Depredadores- Graziella Moreno
Agazapado entre las líneas de ‘Depredadores’, la escritora Graziella Moreno presenta un peligroso ecosistema veraniego
DEPREDADORES
Miré a la izquierda y la vi. Sentada sobre una toalla azul, bajo la sombrilla, un poco apartada de quienes debían ser sus padres, tendidos al sol. Jugueteando con una muñeca de trapo. De vez en cuando, cogía palomitas de una bolsa y las dejaba sobre su lengua sonrosada, unos instantes nada más, paladeándolas, hasta que las introducía en su boca. Tras los cristales de mis gafas de sol, cerré los ojos y apreté los párpados con fuerza. No. No iba a mirarla de nuevo. En mi cabeza resonaban las palabras de Juanjo, mi terapeuta:
-Si no te sientes preparado, quédate en casa. Será mejor que arriesgarte a una recaída. Has trabajado mucho para llegar hasta aquí.
Le aseguré que lo estaba. Que no iba a defraudarle. Que seguía tomando la medicación prescrita para toda la vida. Que después de meses (años) de terapia, era capaz de pasar un par de días en la playa, disfrutar del sol y darme un baño. Que todo eso era suficiente para no volver a sentir el ansia de tocar la piel dorada de esa niña. Para no volver a desear deslizar la mano por su vientre liso, despacio, para juguetear con la braguita de su bikini de color rosa. Y quitársela.
Era preciosa.
No. No. No. Esos pensamientos no podían existir. Eran repugnantes, sucios, monstruosos. Me habían llevado a hacer lo que hice. Y ya pagué por ello.
Abrí los ojos y alcé la vista al cielo. Nubes deshilachadas corrían impulsadas por el viento. El mismo que despeinaba los cabellos de la niña, casi blancos de tan rubios, que ella apartaba de su rostro con ese gesto coqueto e inocente. Todavía no era consciente de su belleza. Ni del efecto que provocaba en individuos como yo.
No debería haber venido, me dije con rabia, mientras escarbaba con las manos en la arena, cada vez más rápido. Llevaba meses de tranquilidad, en los que incluso había llegado a pensar que estaba curado. Que imbécil. Como si eso fuese posible.
Cogí la gorra, me la calé hasta los ojos y salí huyendo hacia la seguridad del hotel.
Pasé la tarde en mi habitación, con la mochila preparada, consultando los horarios de los autobuses, diciéndome que el experimento había terminado. Seguía siendo el mismo. Sin embargo, una voz en mi cabeza, apenas audible, no paraba de repetir que había una diferencia. Ahora era capaz de distinguir el bien y el mal, de darme cuenta de que a estas alturas, no podía permitirme desandar el camino.
Así que me quedé. Estuve toda la noche dando vueltas en la cama a pesar de la ración extra de somníferos, y por la mañana me levanté cuando estaba saliendo el sol. Iría a pasear por la playa y luego volvería a casa. Le contaría a Juanjo cómo me había sentido y cómo fui capaz de contenerme. Necesitaba oírle decir que estaba orgulloso de mí.
En la playa solo estaban el tractor que limpiaba la arena y una señora de edad, sentada en una silla plegable, casi en la orilla. Con los ojos cerrados y los brazos caídos a lo largo del cuerpo embutido en un bañador negro, se ofrecía al sacrificio del dios sol.
Era un regalo estar ahí a esa hora, el mar en calma, el aire limpio y fresco. Podía sentirme parte de todo eso. En paz. Iba a ser un buen paseo de despedida. Caminé hasta cansarme y volví hasta donde estaba la mujer. Me senté en la arena con las piernas cruzadas, mirando al horizonte, vaciando la mente.
Un grito me sacó de mi ensoñación. Era ella. Lo supe antes de verla, antes incluso de que pasara corriendo delante de mí, persiguiendo una pelota que el viento empujaba en dirección a la mujer que tomaba el sol. Hoy llevaba un vestido blanco y el pelo recogido en una coleta. No lejos de donde yo estaba, su madre no la perdía de vista y le gritaba algo en un idioma que no entendí. Parecía ruso. La mujer mayor se había levantado y cogió la pelota a menos de un metro de donde yo estaba sentado.
Tragué saliva y me obligué a no mirar a la niña. No sabía si sería capaz de hacerlo sin perder el control. Si extendía el brazo casi podía tocarla. Esa piel dorada.
-Esta pelota no pesa nada, se la lleva el viento. Y si te vas solita, puedes perderte, cariño.
Algo en la voz cascada de la mujer me hizo volver la cabeza hacia ellas. La niña le escuchaba, con la pelota en una mano y haciendo visera con la otra, mientras la miraba, sonriendo sin comprender. La mujer extendió una mano de largas uñas pintadas de rojo sangre, cargadas de anillos y le acarició la coleta.
-Eres muy guapa, ¿cómo te llamas?- se volvió hacia donde estaba la madre y le hizo un gesto de saludo, al que la madre respondió y se sentó en la toalla. Confiada en que su niña no corría ningún peligro, y más cuando estaba junto a esa señora tan amable y tan simpática.
Se equivocaba. En los ojos de la mujer había un brillo que yo conocía. El mismo que mis víctimas habían visto en los míos. El ansia de tocar. El deseo de poseer. De mancillar.
La mujer le tendió una mano y le dijo:
-¿Vienes conmigo? Tengo un juguete que te gustará, ya verás.
-Déjala en paz, hija de puta- grité.
La niña se sobresaltó al oírme y corrió hasta su madre. La mujer me miró con odio y abrió la boca, pero la interrumpí:
– Márchate antes de que te saque los ojos- vaciló y retrocedió hasta su silla sin dejar de observarme.
Esbocé una sonrisa amarga. Los depredadores tenemos la virtud de reconocernos entre nosotros.
Texto: ©Graziella Moreno, 2018.
Visitas: 35
Excelente este corto relato de Graciela. Le da ese suspense al que nos tiene acostumbrados en sus novelas.