COMIENZA LA CACERÍA
El inspector Paul Kramer apartó la cinta amarilla y penetró con cuidado en la escena del crimen. Se trataba de una casa vieja y destartalada, con manchas de mugre por todos los rincones y en donde el imperio de la suciedad parecía haber establecido su sede. Nada más entrar observó un rebaño de colillas en el suelo, junto a varias latas de cerveza vacías y algo que tenía cierto parecido con un guante de látex y que tal vez fuera un condón usado. Papeles desparramados, ventanas polvorientas, restos de comida por ahí tirados… el lugar era casi un vertedero.
«Es preferible que la pobreza sea sórdida y no mediocre», pensó mientras paseaba su inteligente mirada por aquella habitación.
Avanzó por un mugriento pasillo iluminado a duras penas por la raquítica luz de una bombilla y llegó a otra habitación igual de sucia, guiado por los flashes de los chicos del departamento de Científica y también por un evidente hedor a descomposición. Allí encontró el motivo de su visita.
Kramer tenía cincuenta y cuatro años y llevaba más de treinta en el Cuerpo de Policía, pero por muchos asesinatos que hubiera presenciado en su carrera policial –y habían sido muchos, demasiados–, un desagradable escalofrío le recorría la espalda siempre que contemplaba el cuerpo de una nueva víctima. Así le sucedió esta vez, cuando vio los cadáveres. Se trataba de una pareja de mediana edad que yacía sobre un raído sofá que alguna vez fue de color negro y que ahora era de una tonalidad oscura indefinible. Se fijó en los cuerpos desnudos, en sus posturas, en su estado de descomposición, en sus terribles heridas. Pero sobre todo se fijó en la sangre. Había sangre, ya seca, esparcida por toda la habitación. No se trataba simplemente de salpicaduras naturales producidas por el ataque del asesino, sino que era más bien como si este hubiera mojado sus dedos en el líquido vital para luego esparcir gotas por aquí y por allá hasta que le hubiera parecido suficiente. Paredes, suelo y techo se hallaban jalonados con un sinfín de motas de diferentes tamaños y de color granate oscuro, de manera tal que le otorgaban una cierta cualidad pictórica a ojos de cualquiera que pudiese contemplarlo.
Aunque Kramer lo desconocía todavía, acababa de presenciar la firma personal de un psicópata al que se le adjudicarían por lo menos catorce asesinatos y al cual la prensa bautizaría casi de inmediato con el sobrenombre de «El Pintor Sanguinario».
El inspector contempló en silencio aquellas manchas sanguinolentas esparcidas por todas partes y llegó a la conclusión que era como estar viendo un cuadro abstracto espeluznante. Y también pensó que tenía ante sí la obra de arte de un puto desquiciado.
–Un solo individuo; casi con toda seguridad, un hombre –dijo una voz profunda a su lado, y Kramer reconoció enseguida a Jeff Donaldson, el forense–. Los mató desde detrás, eso sí es seguro. Sabré más cuando realice la autopsia, pero apostaría mi sueldo de un mes a que los dos murieron casi al mismo tiempo, de sendas puñaladas en sus corazones. Supongo que primero apuñalaría al hombre y luego, aprovechando la sorpresa y la conmoción, atacaría a la mujer. Por lo menos, es lo que yo habría hecho si fuera el asesino.
Kramer asintió con la cabeza. También él lo pensaba así.
–Una vez muertos –continuó el forense– los desnudó y se ensañó con los cuerpos, como puede usted observar por su estado. Creo poder contar así por encima unas treinta puñaladas como mínimo en cada uno, pero seguramente serán más. Después de eso se dedicó a esparcir su sangre por ahí y se marchó, sin dejar ninguna huella ni nada que nos pueda servir, por lo menos, en un vistazo preliminar.
Guardó silencio un instante y luego, al ver que el inspector no comentaba nada, añadió:
–No hace falta que le diga que el que ha hecho esto es alguien muy peligroso y que no está muy bien de la cabeza, ¿verdad?
–No –contestó lacónico el inspector.
Tampoco hacía falta que le dijera que esos crímenes eran sin duda el comienzo de algo mayor y que dentro de poco el asesino volvería a actuar.
Como si Donaldson le hubiera leído la mente, dijo:
–Me temo que esto no es más que el principio, inspector. Creo, aunque me gustaría equivocarme, que hemos asistido al bautismo de sangre de un nuevo psicópata. Ahora que lo ha probado, ahora que ya sabe lo que siente al matar, volverá a repetir. Y no creo que tarde demasiado.
El inspector Kramer asintió con la cabeza, pensativo. Se preguntaba cuándo tardarían en tener noticias nuevas de ese cabrón.
***
Un mes. O para ser exactos, treinta y tres días. Ese fue el tiempo que tardó en notificarse otro crimen que parecía repetir el mismo modus operandi que el utilizado con la pareja asesinada en aquella casa cochambrosa. El escenario era casi idéntico. Una casa en un barrio marginal. Mierda y suciedad hasta en los buzones. Un cadáver acuchillado con tremenda saña. Gotas de sangre que poblaban las paredes, suelo y techo de la habitación donde ocurrieron los hechos. El mismo efecto pictórico producido al contemplarlas, como si su autor buscara de manera consciente dotarlas de cierta sensación de plasticidad al haberlas salpicado por ahí.
En ambos casos el asesino había actuado de noche. Nadie había oído nada, lo normal en estos barrios, donde cada uno va a la suya y lo que hace su vecino le da exactamente igual. El número de puñaladas en los tres cuerpos hallados hasta ahora era el mismo: cincuenta y siete. Demasiadas coincidencias para considerarlo algo casual, sabiendo además que este último dato no se había hecho público. De momento la Policía no tenía ni idea del porqué de esa cifra, pero se daba por hecho que debía ser un detalle importante para el hombre que había cometido los crímenes. Porque esa era una de las escasas pistas que se manejaban: el asesino era del sexo masculino. Según el forense esto era así casi con total seguridad, y muy probablemente se trataba de un psicópata. En ocasiones excepcionales había habido alguna mujer psicópata en la historia de la Criminología, pero Donaldson aseguró que era muy poco probable que eso hubiera ocurrido en esta ocasión.
Kramer contemplaba el cuerpo cosido a puñaladas y cubierto de sangre que se encontraba tumbado de espaldas sobre la cama y desnudo. El familiar escalofrío le había recorrido de pies a cabeza al verlo, pero esta vez había sido más intenso. Había algo es la escena que encontraba perturbador, aunque no lograba distinguir qué era. Tal vez algo en la postura del cuerpo o en cómo se había distribuido la sangre. O tal vez en la forma en que estaba dispuesta toda la basura que rodeaba la cama, que no parecía casual. No estaba seguro, pero algo le decía que era un detalle importante.
La voz de Donaldson interrumpió sus cavilaciones.
–Inspector Kramer –dijo–, tras examinar el cuerpo de la víctima, la escena del crimen y las circunstancias en las que ha sido asesinado, me atrevo a afirmar, casi con el cien por cien de seguridad, que se trata del mismo autor. Creo que, como nos temíamos, tenemos un asesino en serie entre manos.
Kramer escuchó las conclusiones de Donaldson, que confirmaban la peor de las noticias y también lo que él ya sospechaba, y lanzó un largo suspiro. Ahora tendrían que empezar a trabajar a contrarreloj para atrapar al asesino cuanto antes y evitar que ocurrieran más muertes.
Ahora empezaba la cacería.
Texto: © José Martínez Moreno, 2019.
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