Bienvenido a casa, inglés- Relato esencial

Juan Pablo Goñi nos deleita con ‘Bienvenido a casa, inglés’, una nueva aventura del inspector Hughman.

Bienvenido a casa, inglés

La primera reacción es la negación; esto no me puede estar pasando. Primer día reincorporado a Blanca, es absurdo.

La segunda acción es llevar la mano a la espalda, pero la pistola no está. El inspector Hughman, aún bajo la somnolencia de un verano playero con costado amoroso incluido, no ha recobrado las costumbres de la ciudad. La pistola reglamentaria está en su casa, en la mesa de luz, con el celular y la placa.

Los que han irrumpido en la charcutería son dos, juegan con un 22 y una faca, las caras cubiertas con pasamontañas. La mujer de la caja no puede moverse, su cuerpo se ha vuelto una gelatina, un flan, con el equilibrio de una casa construida con barajas.

—Todos contra la pared, dale, no se hagan los giles.

Habla el de la faca, más nervioso, flaco, un muñequito de alambre. El otro apunta de empleado en empleado; la cajera, el pibe de la fiambrería y el carnicero. Hughman nota que el morocho de delantal sangriento mira de reojo sus propias armas de trabajo. Intenta decirle que no; el de la 22 no controla su pulso, puede disparar en cualquier instante, sobre ellos o los clientes. Como estos, Hughman obedece y retrocede. Una señora de buen ver intenta disimularse entre los exhibidores de snacks.

—Dale nena, abrí la caja o sos boleta.

El de la faca, al mismo tiempo, les pide las billeteras. Hughman podría desarmarlo, pero ¿cómo hacerlo sin que el del revólver se vuelva? La otra mujer, una señora jubilada, bolso tejido a mano, pide clemencia, distrayendo al de la faca. Es el momento. El inglés se mueve con ligereza, detrás de dos hombres que están buscando en sus bolsillos. Tiene al del revólver a un paso, el de la faca hace arabescos en el aire.

—Acá me dan lo que les pido o se arma quilombo.

Hughman necesita que se aleje un paso de la anciana, para no ponerla en riesgo. Un cuarentón disfrazado de deportista le concede la distracción; estira la mano, sosteniendo una billetera plástica.

—Te lo doy, pero no nos hagas nada.

La cajera ha reaccionado, está sacando billetes, poniéndolos sobre el mostrador. El chico del revólver queda absorto en el dinero —ni siquiera es mucho.

—Dejala ahí, en el piso, no te acerqués —dice el de la faca, concentrado en el deportista.

Justo lo que esperaba; Hughman se adelanta y toma la muñeca del pistolero, se la retuerce antes que el otro se entere de lo que pasa. Un segundo y tiene el 22 apuntando al cómplice; con la izquierda da un empujón que termina con el pistolero en el piso.

—Soltá la faca.

—Hijo de puta —grita el cuchillero, y se lanza contra el deportista.

Hughman dispara. No; no dispara, ha apretado el gatillo pero no hay disparo.  El pibe se pone a espaldas del cliente y le coloca la faca en el cuello; el cliente es más alto, el pibe lo obliga a forzar una pose ridícula.

—Te quedás ahí o lo corto. Manoteá la plata, pelado.

—¡Sin nombres, pelotudo!

Un acero pasa por delante de la escena. Hughman captura en el aire la cuchilla. Atrapa al pistolero en plena incorporación y lo  alza tomándolo de sus cabellos. Imitando la pose del asaltante, coloca la filosa hoja contra su garganta. Lanza el revólver inútil hacia el mostrador, el carnicero lo atrapa como un cátcher de softbol.

Las mujeres y dos hombres mayores pasan al fondo, colocándose detrás del inspector y su presa. El inglés pone neutros sus ojos azules, como si los apagara, mientras intenta leer en los del delincuente. Están enfrentados como en un duelo; en vez de pistolas, tienen rehenes sujetados a punta de cuchillos.

—Soltá la faca, te lo repito.

—Soltá al pelado o lo corto.

Hughman asume que el diálogo no los sacará del aprieto. Los empleados no aprovechan para meterse en la trastienda y pedir auxilio. La nuez de Adán del deportista gotea sangre, gime cuando el asaltante lo fuerza a doblar más el cuerpo. El inglés necesita calmarlo. Su propio rehén intenta zafarse, el inglés le retuerce el brazo. La situación se torna insostenible, las mujeres se han abrazado, la cajera ha recuperado el desequilibrio, los otros señores están blancos como las bolsas que cargan.

—No tiene sentido, flaco, soltalo y corré, es tu única chance. Acá va a seguir viniendo gente, alguno va a llamar a la policía y se te acaba todo.

Seguro que el pelado va a cantar quién es su cómplice; que se escape el otro, caerá pronto sin lastimar a nadie en el proceso. Pero el muchacho ha sacado la misma cuenta, no da un solo paso hacia la puerta. De reojo, Hughman nota que el de la fiambrería está apoyado contra una columna, llorando como el Flaco Stan Laurel. ¿Cómo puede ser que a ninguno se le ocurra sacar un celular?; ni que hablar tienen, pueden escribir un mensaje sin que el de la faca se entere.

—Cuento hasta cinco, ortiva, si no soltás a mi amigo, lo limpio.

Hughman pone más fuerza sobre el brazo doblado de su presa. El chico grita. Hughman lo suelta y le da un empujón hacia adelante. El hombre del buzo cierra los ojos, su captor tira de él hacia atrás.

—Vamos pelado, rajemos.

—Dijiste que lo soltabas.

Hughman avanza, la cuchilla en la derecha, baja, como los sicópatas del cine.  El segundo asaltante se tambalea, se toma el cuello, se vuelve hacia el inglés. Amaga escupir; basta que Hughman alce el brazo armado para que se trague la saliva. En cambio, le apunta con un dedo. El inglés se esfuerza por tener a los dos dentro del campo visual, el primero está junto a la puerta.

—¡Dale pelado, no jodás!, ya nos vamos a cargar al gil este.

El pelado retrocede, su cómplice abre la puerta, sin soltar su rehén. Hughman da pasos en simultáneo con el retroceso del pelado.

—Jona, me sigue.

—Sin nombres, pelotudo. Y vos, ortiva, te quedás ahí quietito hasta que vea salir a mi amigo.

Por segunda vez la escena queda suspendida; espectadores y protagonistas inmóviles, más de una docena de ojos concentrada en la mano nudosa que aprieta la faca contra el cuello del cliente. En realidad hay alguien cambiando su posición,  pero ninguno lo percibe.

El pelado camina de costado hasta quedar junto a la hoja de la puerta abierta; de golpe, ve la billetera en el piso. Algo es algo, se dice, sin notar que su compañero arroja al deportista hacia el suelo y sale corriendo.

—Quietito, no te muevas —exclama al agacharse por el dinero, ignorando que está solo. Hughman lo mide pero no llega a actuar.

Un disparo da en la nuca del pelado, aún inclinado hacia el plástico negro. Dos gritos, uno es de mujer. Hughman, como el resto, ve al carnicero con la 22, serio, apuntando todavía al asaltante caído.

La puerta se abre con brusquedad, pegando sobre el deportista que intentaba recuperarse.

—¡Hijo de puta! —grita el Jona, al lanzarse faca en punta contra el inglés.

Hughman intenta alzar las manos para avisarle pero el carnicero es más rápido. Un nuevo disparo acompaña la corrida del joven, conduciéndolo al piso, del que no podrá levantarse.

El inglés se agacha, no hay pulso. Le quita el pasamontañas, el Jona no tiene veinte años.

La cajera se desmaya, el pibe del fiambre da un alarido y se pierde de vista tras el mostrador, presumiblemente socorre a su compañera. El carnicero continúa con las manos firmes sobre el vidrio, sosteniendo el revólver que parece de juguete entre sus manos grandes.

Hughman se acerca al otro cuerpo. Muerto, certifica. Descubre su cabeza; no es pelado, lleva el pelo al ras, y es más chico que el otro. Al inglés se le forma un nudo en la garganta.

El hombre del buzo se pasa la mano por el cuello.

Uno de los señores escondidos hasta recién tras los hombros del inspector, se adelanta y saca pecho.

—Para que aprendan, eso les pasa por meterse con gente como nosotros. Esta basura no merece vivir.

El hombre escupe sobre el pelado, luego encara la puerta de salida, con su nutrida bolsa de carne. Hughman se lo impide con un raudo movimiento. Llega a su lado y empuja la puerta que el otro abría. Le gustaría escupirle pero no puede darse esos lujos.

—De aquí no se va nadie hasta que no venga la policía y tome todos los datos.

El pibe de la fiambrería, de nuevo en pie, recobra la actividad neuronal y saca su celular. El hombre, de fina chomba Lacoste, intenta protestar. La cajera, recobrada, apoya la postura del inglés.

—No, no puede irse Jiménez, todavía no me pagó la carne.

El inglés alza la vista, se topa con ojos negros del carnicero; ambos se están preguntando qué hemos hecho.

La cajera recita los importes de los tickets mientras acomoda los billetes aún dispersos sobre el mostrador.

Texto: © Juan Pablo Goñi Capurro, 2018.

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