BERENJENAS PICANTES

Carmen I. llegó a la estación del pueblo con ligero cansancio. En sus manos, el móvil, una bolsa de viaje con ruedas, a modo de maleta, y una mochila con motivos de leopardo. Llegó de día. Por las redes se informó que era una estación medio fantasma, sin factor ni silbato de que el tren viene o va; posiblemente sin revisor, sin cafetería, sin calefacción en invierno ni frescor de aire acondicionado en verano, sin bancos para esperar acompañantes, una especie de estación del oeste americano más desértico.

            Y no, Carmen no estaba en el Oeste americano, sino en el centro de España, en una población, para más inri, turística. Después de comprobar con la mirada que todos los habitáculos de la estación estaban cerrados, siguió a otros viajeros que cruzaban la vía de modo peligroso, esperando, antes que todos ellos bajaran del tren y sortearan las puertecitas cerradas de la estación fantasma, cruzando por detrás del edificio.

            Carmen esperó en el lugar de Taxis, junto a la escalinata, bajo un cartel azul que los anunciaba, pero un chiquillo de unos doce años, se acercó a ella y le avisó de forma compasiva:

—¡No, no se quede ahí, que el taxi no viene! —La convenció el muchacho, negando con la cabeza y con la mano.

—¿Por qué? ¿Hay que llamarlo?

            El niño se encogió de hombros, corrió a refugiarse en una mujer que observaba la escena, toda ojos y oídos, mirando a la chica pelirroja que seguía con cara de interrogación de seguido. Insistió:

—¿Tienen el número de teléfono de algún taxi?

—Aquí no hay distancias, no hay taxi, no hay negocio para ellos, antes había uno, y ahí se quedó ese viejo cartel, pero no le haga caso, no vendrá nadie… Si me dice a dónde va, podemos…

—Voy a un hotel, tiene nombre de mujer, Petra, Casa Petra o algo así.

—Bueno, entonces tiene suerte, está cerca de aquí, en tres calles llega, además de bajar todo el Paseo de la Estación, claro.

            La mujer hizo ademán de extender la mano hacia adelante señalizando y allá que fue Carmen con ella. El chico sonrió, venía de la capital de compras con su madre, miró a la muchacha pelirroja con curiosidad y con algunas hormonas adolescentes disparadas directamente al escote, a la melena roja y a sus ojos claros.

            Sonó el móvil de la chica con musiquilla clásica que ningún viajero adivinó, quizá por el escaso tiempo que sonó. Posiblemente sería Bach, duró apenas un instante, Carmen respondió enseguida, parándose en seco, sus acompañantes siguieron caminando.

—¿Sí?

—…

—Ya he llegado, voy derecha al hotel, esta tarde lo busco y te comento.

—…

­—¡A menudo lugar me has enviado! ¡No hay taxis, y la estación de tren está cerrada!

—…

—Luego te llamo.

            Carmen I. caminó aprisa para recuperar la compañía en el largo Paseo de la Estación con bancos, árboles, césped y plantas variadas. Un Paseo cómodo de atravesar, paralelo a una carretera también de poco tráfico. El chico se alegró de que la pelirroja le alcanzara, su madre se ofreció a que él llevara la maleta de ruedas o la mochila. Carmen cedió la maleta y el chico sonrió, con toda la adolescencia reflejada en las mejillas.

            Se terminó el Paseo, y el camino común de los tres viajeros. El chico entregó la maleta a cambio de una sonrisa y Carmen I. siguió las indicaciones que la madre le dio hasta llegar a Casa Petra, un alojamiento de turismo rural, céntrico y cercano a la zona de bares.

            Ya en la habitación ojeó los papeles que la llevaron hasta allí. Sujeto A, conduce el vehículo A en una rotonda, choca con el sujeto B que conduce el vehículo B. Uno de los vehículos sale peor parado que el otro y, curiosamente, el vehículo que circula por dentro de la rotonda es el que menos se deteriora por el choque… Menudo caso estúpido, es el número diez que ha debido de demostrar Carmen cual fraude. Y claro, como siempre hay solución amistosa…, pero los daños ya sabemos quién los paga, y los seguros se hartan de pagar indemnizaciones basadas en razones falsas.

—¡Menudos trabajitos me manda mi jefe!  —Dijo en voz alta Carmen, tendida ahora sobre la cama, descansando minutos antes de la cena.

            Se levantó de pronto, empezó a husmear la habitación con detalle, estaba bien en relación calidad – precio, buenas perchas, algunas antiguas, mesitas recién pintadas con barniz claro, colcha de flecos, toallas de estreno, buenas almohadas, baño limpio y amplio, lástima que no tuviera restaurante dentro del edificio, había que salir afuera y Carmen estaba tan cansada… Abrió un cajón de una mesita y se encontró un libro, olvidado quizá por algún cliente, de Manuel Vázquez Montalbán, Los mares del Sur.

—¡Vaya! ¡Qué sorpresa! ¡Y qué casualidad! Ni que supieran aquí que soy detective. –Reflexionó.

            Carmen pensó en el protagonista de las historias del autor, Pepe Carvalho, tan famoso, tantas veces analizado por ella, sobre todo en su época de estudiante de criminología. Tomó el libro y lo abrió por la página 61 que presentaba casualmente un pico doblado. Pudo leer algunas frases: “Cruzó la destartalada vía entre soledades.” Algo parecido a Carmen en ese pueblo. “Es preferible que la pobreza sea sórdida y no mediocre.”, grande el Montalbán, al describir las crisis y los barrios marginales de Barcelona, la pobreza, las Ramblas, el barrio chino…

            También aquí parece haber pobreza, también aquí hay vías destartaladas en la estación de tren, y no hay ni taxis, todo eso es cierto, a pesar de que a Carmen le anunciaron de que es pueblo alegre, cultural, teatral, festivalero, donde se alterna en bares hasta la madrugada…, luego, no debe ser tan pobre…

            Iré al barrio de mi sospechoso de fraude en la rotonda, antes de que me convierta en Carvalho, antes de que se me ocurra quemar un libro diario como hacía el famoso detective, o provoque un incendio en el hotel y me desoriente del verdadero objetivo; o peor aún, me voy a la calle que tengo hambre, como diría  Montalbán por boca de Carvalho.

            Caminó un tramo, se encontró con la famosa Plaza, joya de piedra y columnas, piedrecitas formando estrellas con bancos a los lados, correderas en madera verde, visillos blancos que parecían decir que Carmen  llegó a un lugar mágico. Anduvo mirando las farolas y luces de arriba, los escaparates, las tiendas y los bares no dejaban espacio en los soportales para poder caminar a gusto, pero también animaban a comprar recuerdos y regalos. Piedra y más piedra, bonita, labrada…

            Era tarde ya, y seguían los establecimientos abiertos, Carmen I. se sentó junto a un velador, en un bar restaurante de comida artesana de la tierra: En la carta indicaba asadillo, pisto, merluza rebozada, tortilla de patatas, salpicón de marisco, chuletillas, la boca hecha agua que diría Montalbán, pensó la joven detective.

—¿Qué me aconseja? ¿Qué es lo más típico aquí? –Preguntó al locuaz camarero.

—Está en el mejor lugar para probar las berenjenas.

—Berenjenas, ¿berenjenas asadas?

—No, berenjenas en vinagre, picantes o no, que eso va en gustos.

            Y Carmen pidió una tortilla de patatas y dos berenjenas picantes, pero no demasiado.

            Disfrutó a gusto aquella Plaza, la conversación del camarero, no tenía ganas de acercarse al barrio concreto donde debía hacer su trabajo, pero era necesario, pagó, apuró la jarra de cerveza y hacia allí se encaminó. Muy ricas las berenjenas picantes, vaya que sí. Simpático el camarero.

            Se encontró enseguida vigilando la casa del conductor A, y buscando el coche A. El buen humor hizo que A tuneara el coche, curiosamente como si  fuera una persona, el alerón estaba lleno de tiritas de farmacia. Quiso hacer unas fotos, sacó la cámara, presintió la sombra oscura de una silueta cerca, era el chiquillo de la estación sonriendo.

—Hombre, ¿qué haces por este barrio?

—Vivo aquí. ¿Y usted?

­—Me hacen gracia las tiritas, colecciono fotos originales como ésta. ¿Conoces al dueño?

—Claro, es el coche de mi padre. Está averiado. Aparte de las tiritas, que pusimos mi padre y yo, algo le pasa al motor. Y después del accidente ya no funciona. Mi padre está esperando al seguro para que se lo arregle.

            Carmen se sintió fatal, no supo qué decir, lo único que se atrevió a susurrar fue:

—¿Y a tu padre le ha pasado algo?

—Mi padre está en casa, le duele todo el cuerpo, le tienen que hacer pruebas, pero algunos huesecillos de la espalda se le han salido de su sitio y no puede trabajar como antes, mañana creo que va al médico. Bueno. ¡Hasta luego!

            Carmen se ruborizó la cara y hasta el último pelo de su melena, el chico se despidió también con la mano, pensando que era mucha casualidad que viera de nuevo a la pelirroja, haciendo fotos a su coche con tiritas.

            Al día siguiente, le tocaba observar al otro conductor y tener más datos del segundo coche implicado.

            En la Plaza había un corrillo cerrado de gente, algo pasaba, las sirenas de la Policía se hacían insistentes. Carmen quiso dejar para luego sus pesquisas del seguro y la rotonda, algo grave ocurría.

            En una esquina de la Plaza, próxima a los soportales y a un Teatro del siglo XVII, había un hombre caído en el suelo, la opinión general es que estaba muerto. Se abrieron paso un médico y una enfermera del Centro de Salud, pero negaron con la cabeza, confirmando los peores presagios, había fallecido.

            Carmen se acercó un poco más, avistando al sujeto entre las personas arremolinadas, su sorpresa fue mayúscula al reconocer al camarero que le sirvió la tortilla y las berenjenas picantes la noche anterior.

            La Policía llamó al juez para el levantamiento del cadáver. Los arremolinados no se movían de allí. Carmen pudo hacer alguna foto del cuerpo tendido, preguntó a uno de los Policías:

—¿Qué le ha pasado? Soy detective privado, puedo ayudarles si quieren…

—No se sabe nada, estaba colocando las mesas y las sillas de la terraza…, y de pronto se ha sentido mal, se ha caído al suelo, nunca ha estado enfermo, nadie sabe nada.

—Pero, ayer estaba trabajando, a mí me sirvió la cena en aquel velador.

—Pues sí, señorita, eso le pasa a la gente, un día está bien y al otro, la vida se les complica.

            Una desagradable sensación nauseabunda se instaló en el estómago de la joven detective. Recordó las berenjenas picantes y la tortilla, mezcló esos olores y recuerdos con las imágenes de las que estaba siendo testigo y tuvo ganas de vomitar por lo que corrió al aseo del bar. Desde allí, escuchó un llanto de mujer y una voz entrecortada que ininteligible, decía:

—Ha sido él, el del bar de al lado, estoy segura. Tu padre estaba bien, esta mañana se levantó tranquilo, se desayunó una berenjena, ¡cómo le gustan! ¿Será posible que por unos metros de terraza se maten entre ellos los dueños de los bares?

—No son unos metros de terraza, mamá, es llevar razón y buscar justicia.

            Los llantos cesaron, al igual que la conversación, también las náuseas, la mujer y su hijo se dirigieron al bar de al lado a pedir explicaciones.

—Has matado a mi marido, te vamos a denunciar. —Escuchó Carmen.

—Oiga, señora, siento lo de su marido, pero yo no he matado a nadie, si me molesta, llamo a la Policía. —Dijo el dueño.

Salieron de allí.

            Repuesta, Carmen se fue a buscar al conductor B del coche B. El  presunto culpable no lo parecía, un accidente más sin culpables. Debía cerrar el caso de la rotonda y llamar a su jefe. Un caso de pobreza, mediocre. Y abrir ya el de las ricas berenjenas picantes, porque picantes o no, el caso parecía tener miga.

Texto: © Nieves Fernández Rodríguez, 2019.

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