Barroso True Crime, Una de trileros por Ignacio Barroso

Antes de entrar en harina pongámonos en situación y definamos el teatro de operaciones de lo que está por cocerse. España. Años 40. La época dura de la posguerra. Hambre. Racionamiento. Estraperlo. Sacas. Tapias de cementerios desconchadas. Ruinas. Llantos. Niños famélicos. Prisiones a reventar. Luto nacional (más allá del del bando así apellidado). Un ojo puesto en lo que pasaba en Europa, que el amigo Adolfo y su guerra relámpago iban viento en popa, pero tampoco estaban las cosas como para andar poniendo mala cara al Tío Sam y sus dólares que ya se sabe: la vida da muchas vueltas y puestos a recibir ayudas económicas, lo mismo da decir goodmornig que guten morgen. Que el país estaba en ruinas y el tema del turismo, el balconing y los guiris asados como gambas en un chiringuito de playa en Benidorm pagando una paella congelada a precio de barril de brent aún estaban por llegar y lo que tocaba era la autarquía. Y de la mano de esta, la principal preocupación: conseguir combustible. Que España tendrá sus encantos y recursos, pero a la hora del reparto nos tocaron unas rías perfectas para el contrabando en Vilagarcía de Arousa, gente mu salá de Despeñaperros para abajo y esas cosas tan de aquí, pero en el tema de petróleo y demás andamos justitos.

Y aquí es donde entra en escena nuestro personaje principal: Albert Edward Wladimir Fülek Edler von Wittinghausen que cumplía dos requisitos fundamentales para triunfar en aquellos tiempos. Un apellido alemán que sonaba a rancio abolengo bávaro, aunque en verdad fuera el hijo bastardo de un aristócrata de tierras teutonas y las cinco lenguas que dominaba más que fruto de una exhaustiva educación con institutriz con más paciencia que el santo Job y métodos basados en el consabido la letra con sangre entra, fueran fruto de una vida basada en el arte del timo y la estafa. Eso sí, todo muy aderezado con modales impecables y brillantina en el pelo con aires de galán de cine.

Pero por encima de todo esto, árboles genealógicos a parte, que ya se sabe que por la noche todos los gatos son pardos y en caso de necesidad no están las cosas como para andarse con remilgos, había estado preso en la II República. Y claro, el enemigo de mi enemigo, es mi amigo. Blanco y en botella, o lo que es lo mismo, solo era cuestión de tiempo que su estrella empezara a brillar por méritos propios.

En términos económicos los empresarios y élites económicas trataban de aplicar aquello de la oferta y la demanda que al otro lado del charco les había sacado de la Gran Depresión, y a nivel de calle se trataba de aplicar más de lo mismo. La demanda eran la gente de posibles que venía del pueblo a la Capital para pasear por la Gran Vía viendo cómo los socavones de los obuses se iban rellenando y el nombre Avenida de los Obuses iba quedando para el olvido. Alardeando de caudales y negocios por abrir. La oferta, el timo a la orden del día. Paco El Muelas andaba a sus anchas con su timo del tranvía 1001 y los que andaban más escasos de recursos no se quedaban atrás con el tocomocho y la estampita.

Nuestro amigo Filek, que después de mucho pensarlo cayó en la cuenta de que su parroquia no andaba muy puesta en alemán y optó por acortarse el nombre, nadaba como  pez en el agua entre tanta competencia. Pero claro, Alemania estaba a otro nivel, habían revolucionado la industria armamentística y el arte de la guerra. Lo suyo tenía que ir más allá de estafar a un pobre destripaterrones que había hecho dinero vendiendo unas tierras o había cobrado la donación del terrateniente de turno por delatar a alguien al que se dejó de ver de un día para otro por el pueblo, y lo único raro que había en todo el asunto era el vergel en que se había convertido la cuneta del camino más cercano. Había que apuntar más alto. El límite es el cielo y quien no arriesga nada gana.

Y en esas andaba. Pateando calles, controlando qué se movía y qué no. Líos de faldas y habitaciones de hotel que abandonaba sin pagar. Hasta que encontró lo que andaba buscando. Las patentes eran un filón, más aún cuando anunciaba su último invento con palabras que sonaban a cultura y ciencia. Ahí estaba el filón. Los funcionarios la mitad de las veces le miraban con la boca abierta, tratando de disimular que habían dejado de firmar poniendo una X hacía pocos meses, y al lío. Patente registrada (la mayoría de las veces sin soltar una perra chica, que el arte de su oficio solía basarse en conseguir que le dejasen de fiado) y a vivir de las rentas que le proporcionaba algún pardillo que comercializaba sus prodigios.

Aunque ya se sabe, se pilla antes a un mentiroso que a un cojo. Siempre y cuando el perseguido no se monte en el coche del perseguidor y se forre a su costa. Y eso pasó cuando Filek patentó un milagro de la ciencia basado en un mejunje de matojos, agua del Jarama y un ingrediente secreto que solo él conocía, para conseguir fabricar una gasolina sintética que eliminaba de un plumazo los problemas de abastecimiento del Régimen. Todo era cuestión de seguir con ese toque alquímico del ingrediente secreto y dorarle la píldora al Caudillo. Este mordió el anzuelo y sus ministros no se quedaron atrás. Todo el mundo hablaba del misterioso combustible en polvo al que llamaban La Filekina, y el ahorro de 150 millones en divisas que se iban a ahorrar las arcas del estado. La cosa iba tan en serio que se planteó la idea de fabricarla a nivel industrial, como no podía ser de otra manera. Al oírlo, él no lo dudó. Claro, hombre. No vamos a andarnos con chiquitas, o se hace a lo grande o me cojo el cesto de las chufas y le vendo esto a otro. Y la maquinaria de la burocracia engrasada a más no poder, juntando Roma con Santiago. Hectáreas expropiadas en las afueras de Madrid. Planos de una fábrica pensada y diseñada para revolucionar el mundo. Billetes y ladrillos, el paraíso de cualquier constructor viendo que iba a hacer su agosto. Y en mitad de todo esto, alguien con dos dedos de frente que lejos de creer lo que oía, propuso hacer un análisis en condiciones. Ahí se acabó lo que se daba. El pufo saltó y, aunque la censura y esas cosas de aquella época lograron silenciar el timo, el amigo Filek cambió las gafas de montura metálica y la bata de laboratorio con la que solía posar para la foto de turno, por la ropa de un campo de trabajos forzados en mitad de la nada en Álava hasta que Paco, todavía algo molesto por aquello de sentirse engañado, que en esto de los timos como en el de los cuernos, normalmente el principal perjudicado es el último en enterarse, decidió mandarlo de vuelta a casa y que tomara por el pito del sereno a sus paisanos que con Alemania partida en dos, primos a los que estafar no le iban a faltar.

FUENTES

 

©Barroso True Crime, Igancio Barroso, 2020.

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