Una de bandoleros por Ignacio Barroso
La escena es esta.
Dos tipos cubiertos de polvo y armados hasta los dientes duermen a pierna suelta entre la hierba reseca que les rodea, junto a una hoguera que hace horas se convirtió en ceniza. Un poco más allá, atados a un árbol caído, un mulo castaño y una yegua parda levantan las orejas cada vez que oyen algún ruido por encima del canto de las chicharras. Estamos en la sierra de Alcaraz y a juzgar por lo que estos dos se traen entre manos, todo huele a huida desesperada. Alforjas llenas de provisiones. Botellas de vino que tintinean cada vez que uno de los animales se mueve. Cartuchos de revólver y escopeta asomando de una bolsa de arpillera. Dos chuscos de pan duro caídos junto a los cascos de la yegua y un saco de higos frescos recolectados al amparo de la noche.
Pero mejor dejemos a estos dos angelitos que sigan con su descanso y repasemos la vida y obra del que parece llevar la voz cantante, a juzgar por el lugar privilegiado entre dos rocas en que duerme, mientras que su compañero, un mero figurante en la tragedia que está por cocerse, lo hace al raso, sin ningún tipo de precaución ante las inclemencias del tiempo.
El interfecto en cuestión es un tipo bragado, de malas artes. Se llama Francisco Ríos González, alias El Pernales, natural de un pueblo perdido de Sevilla. Bandolero de profesión y sádico por diversión. Desde la más tierna infancia, sufrió en sus propias carnes lo que eran el hambre y las penurias. El trabajar de sol a sol en las tierras del señorito a cambio de una limosna insultante y emigrar de poblacho en poblacho en búsqueda de algo con lo que llenarse el buche, siempre acompañado de su padre. El mismo que cansado de gastar suelas en caminos resecos y circundados de olivos retorcidos que nada bueno parecían presagiar, decidió darse a la vida fácil.
Las serranías de Andalucía invitaban a ello y claro, cuando aprieta la necesidad, quién va a rechazar una invitación así. De vida a salto de mata. De robos y atracos a gente adinerada o cortijos ardiendo hasta los cimientos mientras los responsables huían con el botín espoleados por el olor a humo. Hasta que llegó el momento que antes o después acaba por llegar: el encontronazo con la autoridad.
Y así fue. Los Ríos, en asociación mercantil en plena regla, estaban a lo suyo, faenando unas tierras ajenas (de haber tenido más luces podrían haberlo llamado colectivización de los bienes de producción para darle un toque más solidario y evitarse algunas envidias y chivatazos), cuando apareció una patrulla de la Guardia Civil. Francisco lo tuvo fácil. La agilidad de un niño pequeño que huye despavorido es envidiable a partir de cierta edad. En cambio, su progenitor no anduvo tan rápido y acabó tieso en mitad del campo, mientras que los del capote y el tricornio hacían la minuta e informaban al juez de turno para que fuera a levantar el cadáver antes de que éste se convirtiera en abono.
El tiempo fue pasando, la leyenda del forajido muerto en acto de servicio se fue diluyendo en el olvido (no todo el mundo está hecho para pasar a la posteridad a lo Jesse James o Billy El Niño) y el rapaz que entre gritos juró su odio eterno a la Autoridad, aprendió la lección y se encargó de saber cubrirse las espaldas. Su banda iba en aumento, al mismo tiempo que el favor de los lugareños les hacia inalcanzables para los de la Benemérita. Todo el mundo tiene un precio, y cuando el hambre entra en la ecuación, sólo es cuestión de comprar silencios con las migajas del último golpe para que un estómago agradecido no sea más que un órgano que no ruge en alguien que es mudo, sordo y ciego ante preguntas indiscretas.
A medida que su leyenda crecía, también lo hacían los golpes a gente de posibles. Los prohombres estaban que trinaban y apretaban las tuercas a los jefes de puesto de la Guardia Civil para que dieran caza a ese mal nacido que, según decían las malas lenguas, fue capaz de marcar con una moneda al rojo vivo a una de sus hijas porque sus llantos no le dejaban dormir, antes de que su mujer, cansada de palizas e infidelidades, decidiera liar el petate y poner tierra de por medio. El problema era cómo dar con él.
Los carteles de se busca vivo o muerto parecían funcionar al otro lado del océano, pero en la vieja piel de toro tostada por el sol caían en saco roto. Hasta que se encontró una cabeza de turco dispuesta a dejarse el pellejo por unas monedas. El susodicho era el responsable de atender un cortijo, apodado El Macareno que se lo jugó todo a una carta. Una paella para El Pernales y toda su banda, con un chorrito de veneno para darle sabor, que el arroz se le había agarrado un poco al cocerlo y la gente del monte era de paladar muy exquisito. La jugada era redonda. El hombre más buscado y sus secuaces muertos, él cobrando a tanto la pieza y a vivir que son dos días. El problema fue que la presa salió de una pieza, con algo de mal cuerpo, eso sí, y El Macareno acabó yéndose para el otro barrio tras una lenta agonía.
El sol empieza a despuntar en el horizonte. El Pernales y su compañero, El Niño del Arahal, se ponen en pie. Sus articulaciones crujen de mala manera. El desayuno es escaso, frugal. Poco más que los dos trozos de pan que había tirados por el suelo después de soplarlos un poco y un par de tragos de vino calentorro para que no haga bola y pueda pasar. No hay tiempo para más, tienen prisa por cruzar la sierra y llegar cuanto antes a Valencia, coger un trasatlántico y desaparecer del mapa, que las cosas están un poco revueltas y nunca se sabe cuándo uno se puede encontrar en la plaza de un pueblo con un cuerda de esparto estrechándole el cogote.
Y en esas andan. Monte arriba, monte abajo. Parando para que las bestias descansen algo y construyendo castillos en el aire, donde el viaje a las Américas puede ser el colofón a sus carreras. Encontrar oro, convertirse en indianos, zarandajas por el estilo. El problema fundamental y que hace que de cuando en cuando se agobien un poco, es que tienen la sensación de estar dando vueltas en círculo. El paisaje es monótono y tampoco lo conocen tan bien como pensaban. El Pernales enciende un cigarro y manda desmontar. Toca orientarse un poco mirando a tal risco, a tal árbol y al cauce seco de un arroyo. Se rasca la cabeza con determinación, y señala una vereda comida por la jara. Si sus cálculos no son erróneos, que no lo van a ser, por algo es el cerebro de la partida, tiene que haber una finca en esa dirección. El Niño del Arahal asiente y entran por el camino en fila.
A los pocos metros escuchan a un hombre resoplar, fatigado. El Pernales sonríe y levanta las cejas. Ha habido suerte. La Providencia parece haber acudido en su ayuda cuando encuentran a un leñador con la cara congestionada y los antebrazos comidos a arañazos. Le preguntan por el camino más corto para cruzar la sierra, éste, tras pensárselo un poco, les indica y se dispone a volver a lo suyo, que la madera no se corta sola. Se despiden, y antes de marcharse, El Pernales le obsequia con un duro y un cigarro, dejando bien claro quién es y lo agradecido que le está.
Un poco más adelante, su acompañante le pregunta que a qué ha venido eso. Con aires de hombre de mundo, hace un ademán diciéndole que mientras ese desgraciado se parte el lomo bajo el sol por una limosna, ellos van a empezar una nueva vida en América, y quería tener un detalle con él. Que por encima de todo Francisco Ríos González, el famoso Pernales, es un hombre de bien, una especie de Robin Hood con gracejo andaluz, y quiere que su nombre perdure en las tierras por las que vagó durante años una vez que no él no esté allí.
El día sigue su curso, los fugitivos a hacer camino al caminar y el leñador hace un rato que ha aparcado el tema del hacha y los tocones. Es el guarda de la finca en la que ha visto a El Pernales y estaba advertido por las autoridades sobre las andanzas de este por la zona. Así que tan pronto como les ha visto desaparecer, ha cumplido con su cometido: dar parte en el cuartel de la Guardia Civil más cercano, recibir una palmada en el hombro en plan bien hecho y a otra cosa que ahora es cuando entran en escena el teniente Juan Haro López, el cabo Villaescusa y los guardias Redondo, Codina y Segovia, saliendo de los establos a toda prisa. El tiempo corre en su contra y lo saben.
Los caballos relinchan cada vez que los jinetes los espolean para que aprieten el paso, y tanto esfuerzo da su recompensa cuando al fin llegan con tiempo de preparar la emboscada con calma. Precisión militar a la espera de abrir fuego. El Pernales junto a El Niño del Arahal sin olerse la tostada. La distancia disminuyendo. Dedos encallecidos acariciando gatillos. Respiraciones entrecortadas. Diez pasos. Suspiros. Nueve pasos. Gestos serios persignándose. Ocho pasos. La orden. Una voz dando el alto a los recién llegados. El Pernales diciendo que van con prisa y que mejor liarse a tiros antes que detenerse. Balas surcando el aire. Humo y detonaciones. Un cuerpo que cae con dos agujeros en la cadera y su acompañante empieza a correr monte arriba. Lo malo, es que ya se sabe que quien mucho corre pronto para y El Niño del Arahal no va a ser una excepción.
Los dos acaban ahí, muertos. Su viaje acaba y sus sueños de enriquecerse en las Américas lejos de materializarse. Sus cuerpos, en cambio, serán exhibidos en el pueblo de Bienservida, a modo de advertencia, hasta que las moscas sean un incordio para la población y toque darles sepultura, casi al mismo tiempo que el boca a boca y la lírica popular se encargarán de darle unos tintes románticos a sus andanzas que, como el mismo Pernales quiso, harán que su nombre perdure en las tierras por las que vagó durante años una vez que él ya no está allí.
Fuentes:
Una de bandoleros:
– https://sevilla.abc.es/andalucia/sevi-pernales-bandolero-corazon-piedra-01604240810_noticia.html
– http://elpernalesbandolero.blogspot.com
– http://www.dipualba.es/cea/Reportajes/matea_art/Pernales_bandolero.htm
©Barroso True Crime, Ignacio Barroso, 2020.
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