Barroso True Crime: No sin mi hijo (Parte 1) por Ignacio Barroso

Madrid. Mediados de Mayo de 1935. En el andén de la estación de metro de Sevilla. Es temprano, la hora en la que la gente que deambula por la calle bien puede estar tratando de apurar un último trago antes de irse a dormir la mona, o camino del trabajo.

Entre la muchedumbre, un hombre sonríe satisfecho. Se llama Benito Gil y acaba de ser contratado para doblar el espinazo en las obras del nuevo café de Fornos que se está levantando en la esquina de la calle de Alcalá con la de Virgen de los milagros. Ha estado un tiempo parado, y ya se sabe: el trabajo dignifica. Además, la suerte parece haberles sonreído tanto a él como a su esposa, Marcelina San Vicente. A su jornal como albañil hay que sumar los trece duros mensuales que ella va a ganar por el cuidado de un niño. La historia es rocambolesca, pero el dinero es dinero y más cuando hay bocas que alimentar y el único futuro que se les puede ofrecer es el de levantar una chabola junto a la suya y dejar que la vida siga cociéndolos a fuego lento entre derrotas y sueños rotos bajo un techo de hojalata.

Aún es temprano y tiene tiempo para sus cosas. Antes de coger el metro en Tetúan, ha comprado el periódico y se dispone a leerlo antes de entrar al tajo. Que uno será pobre, pero entiende de letras y números.

Se sienta en un banco de la calle de Alcalá y observa la portada. No puede quitarse de la cabeza lo que le contó su Marcelina sobre los trece duros. Cierra los ojos y aparta el periódico. Ella estaba pidiendo, como de costumbre, en el mercado del Carmen, junto al puesto de chacinería donde suele ponerse. Las cosas no es que estén para tirar cohetes, pero cuando se lleva al bebé con ella algo suele caer. La caridad de la gente nos ha llenado el puchero demasiadas veces, piensa con amargura. Y en mitad de la multitud, una mujer se le acercó para increparla con el consabido aquí esta prohibido el pedir limosna. Aunque sin que nadie sepa por qué, pronto su voz se tornó cálida. Como si viniera del sur, había recalcado Marcelina al llegar a casa. Y empezó a lamentarse de lo mal que están las cosas y que si le criaba al niño, ella le daba trece duros al mes por las molestias. El estómago de Marcelina rugió sólo de pensar que podrían cenar caliente más de un día a la semana y no dudó en aceptarlo, como era de esperar.

Parece sacado de un folletín, murmura volviendo a abrir el periódico, sin saber que, efectivamente, la historia parecía sacada de una novela de a duro y que en lugar de acudir a su puesto de trabajo, en cuestión de minutos echaría a correr hacia la comisaría más cercana.

Dejemos al bueno de Benito Gil disfrutar de los minutos que aún le quedan antes de que el corazón le de un vuelco, y echemos un vistazo a lo que está pasando en el barrio de Tetúan de las Victorias, nombre que deriva de la Guerra de África y el asentamiento de aquel ejército victorioso (como si en la guerra hubiera vencedores y vencidos, y no sólo esto último por la factura que a la larga pasa la contienda en los que hicieron ondear su bandera en el territorio conquistado).

Allí tenemos a Marcelina San Vicente esperando en la salida del metro a su benefactora. La puntualidad no parece ser una de sus virtudes y en más de una ocasión se siente tentada de marcharse. Todo ha sido una broma de mal gusto, dice mirando a su alrededor, sin poder olvidar los mofletes del niño y sus cabellos dorados y rizados. Como aros de oro brillando al sol de la mañana, o alguna historieta por el estilo podría decir un poeta inspirado. Pero no están las cosas para sonetos ni musas. Estamos en un barrio obrero y deprimido. Chabolas y perros famélicos. Barro los día de lluvia y olor a excrementos recalentados cuando aprieta el sol. Vamos que de aquellas columnas vencedoras queda el nombre y el llegar a viejo puede considerarse una gesta épica.

De pronto, cree verla entre la gente que sale de la estación. La siguen varios agentes uniformados y una mujer de mirada nerviosa que abraza a un niño que llora a pleno pulmón. Les mira sin saber qué está pasando y cuando al fin lo asimila, no tiene tiempo de desaparecer de la escena. Que ya se sabe que en caso de delitos, los pobres son los primeros sospechosos, y no sería de extrañar que ella también acabara escoltada camino del calabozo.

Detrás de las autoridades ve a su Benito. Tiene el resto congestionado. El sudor le empapa la cara y en una mano temblorosa, sostiene un periódico arrugado.

Ya te dije que todo esto era muy raro, Marcelina —dice Benito una vez que las aguas se han calmado, las cotillas y amigas de los chismorreos se han encerrado en sus casas a hacer un traje a cada uno de los presentes y los dos están sentados frente a la puerta de su hogar, viendo a sus hijos jugar—. Ya te dije que nadie da duros a pesetas.

Ella sorbe de una taza desportillada una tila. Los nervios no han aflojado la pinza de su estómago, aunque por lo menos ya no llora. Benito la mira y le pasa un brazo por los hombros.

— Antes de entrar al tajo me he parado a leer la prensa y lo he visto. En la página siete de El Heraldo contaban lo de esa pobre mujer. Dios, no quiero pensar lo que ha tenido que sufrir desde ayer.

Marcelina suspira y agacha la cabeza. El mayor de sus hijos, con la edad suficiente como para saber que la infancia en un arrabal como el suyo termina cuando un niño tiene edad para cargar peso, mira a sus padres y distrae a sus hermanos. Benito sonríe y besa en la cabeza a su mujer. Siente orgullo por su prole. Sabe que a veces peca de seco y arisco, más aún cuando él pasa las horas cuidando de los niños y buscando trabajo mientras ella gana unas pocas monedas mendigando y vuelve al caer la tarde. Pero pese a ello, quienes le rodean son su familia, y los que corretean levantando columnas de polvo en el suelo sus hijos. Por ellos mataría llegado el caso.

— Dime otra vez lo que ponía en el periódico, Benito.

Este, asiente y saca una hoja de periódico del bolsillo del pantalón raído y varias tallas más grandes que viste (el difunto estaba de buen ver, suele bromear). Lo desdobla con cuidado y se aclara la voz antes de empezar a leer:

«En plena calle de la Ruda, cuando una madre hacia la compra, se le acerca una desconocida y, con engaños, le roba a su hijo de dos meses de edad.

-Seguiremos informando»,

 

©Barroso True Crime: Ignacio Barroso, 2020.

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