El cura pistolero por Ignacio Barroso
18 de abril de 1886. Domingo de Ramos para ser un poco más precisos. En la puerta de la catedral de San Isidro. Feligreses preparados para aquello de sentir la palabra del Señor, almorzar el cuerpo de Cristo y un chupito de vino peleón antes de salir de la homilía, cada mochuelo a su olivo y Dios en la de todos.
El caso es que entre la muchedumbre deambula un tipo peculiar. Cabizbajo. Murmurando nadie sabe qué historias sobre la honra y su sobrina mancillada. Cosas muy de aquí, de la vieja piel de toro secada al sol. El qué dirán, matar o morir por cuestiones de honor y demás, mientras se agachan las orejas, se sonríe al amo y se reparte la limosna del señorito.
Pero vayamos al grano, que hay movimiento entre la gente. Un carruaje aparece en escena. Todo guarda un tufillo a lo Prim que tira de espaldas, pero quién va a atreverse a algo parecido con el obispo de Madrid, monseñor Narciso Martínez Izquierdo. Así que lejos de pensar en plomazos a quemarropa, de estos que dejan pólvora sin quemar en la piel del fiambre, el pueblo entra en éxtasis mientras el recién llegado se acerca al templo.
El amigo reflexivo da un par de pasos hacia la escalinata de la entrada, y sin decir esta boca es mía, saca un arma y dispara por la espalda al prohombre que empezaba a entrar en el templo. Cunde el caos y las carreras se suceden. Unos hablan de atentados anarquistas. Otros, de un ajuste de cuentas. Y los más románticos, de algún hombre despechado que acababa de matar a la responsable de sus desamores.
Pero el caso es otro. El obispo está en el suelo, y como para terminar la faena, su atacante dispara dos veces más. Pum. Pum. Hecho esto, aclara que su honra ya está limpia y deja que las autoridades le pongan los grilletes. Más por una cuestión de supervivencia, que la muchedumbre esta empezando a agruparse otra vez y le están diciendo de todo menos bonito, que por querer estar a buenas con las leyes del hombre.
Dicho y hecho. Agente, ayúdeme. No se preocupe, amigo. Para eso estamos. Y entre varios uniformados lo meten en volandas en un coche de plaza, rumbo a la prevención del distrito, a tiro de piedra en la calle Juanelo. Pero claro, ya se sabe que España es tierra de hombría y más de uno parece estar dispuesto a jugarse el pellejo para detener al caballo y que la muchedumbre vengue el asesinato. Algo así como una turba enfurecida clamando justicia, pero que al ver que el equino no está por la labor de echar el freno, decide dispersarse que ya se sabe: de valientes el cementerio está lleno, y es mejor llegar a la vejez para disfrutar de la demencia senil o un ataque de gota que ser flor de un día en un acto que pronto quedará sumido en el olvido.
Siguiente parada. De la calle Juanelo a la Modelo de Madrid. Allí las cosas cambian y el detenido, Cayetano Galeote Cotilla, natural de Vélez, Málaga, con 47 calendarios a la espalda, para ser más precisos, se acomoda en la celda que le ha tocado en suerte. Una vez en sus nuevos aposentos, se quita la ropa que lleva y pide que le traigan algo más seglar. Que sus tratos Dios parecen haber llegado a su fin y una cosa tiene clara: el obispo lo va a tener más fácil para verse cara a cara con San Pedro. A fin de cuentas lo ha aligerado de papeles y esperanza en suelo santo, y eso puede engrasar la maquinaria del ascenso a los cielos. Por su parte, él lo tiene un poco más complicado. Que lo van a apiolar es un hecho, lo que queda por saber es el cómo: con un tornillo apretándole las meninges o con un trozo de cuerda estrechándole el cogote.
El interrogatorio no se hace esperar mucho y cae en saco roto. Por más que preguntan, no responde. No porque se trate de un hombre bragado en estas lides, si no por algo más sencillo. De pequeño tuvo una otitis que le dejó sordo como una tapia y tampoco está muy colaborador. Las manos le tiemblan un poco y es todo cuanto sacan de él.
El tiempo pasa y empiezan a salir cosas a la luz del amigo Galeote Cotilla. Dada su sordera, no resultó apto para la milicia y pensó que quizá su futuro estaba en lo eclesiástico. A ser posible en una orden que tuviera voto de silencio, por no sentirse un incomprendido y esas cosas. De esta manera conoció mundo y estuvo en Puerto Rico evangelizando a los de por allí. Una vez cumplió su misión volvió a las Españas trayendo consigo el revólver que hace tiempo que descansa en el almacén de pruebas, empezando entonces un peregrinaje de pensión en pensión, acompañado de una joven con la que hace tiempo que vive amancebado y que responde al nombre de Doña Tránsito Durdal y Cortés. Su carácter explosivo y su amistad por las peleas, ella se las cura con, en palabras suyas, la jodienda. Vamos, que un par de polvos y se acabaron las tonterías. Teniendo esto en claro, el siguiente paso era el ganarse el cuerpo de Cristo para el puchero con el tema de las misas.
Bien fuera porque el cepillo no se llenara lo suficiente como para sisar sin levantar la liebre o por su tendencia a montar en cólera, el caso era que el cura Galeote iba pasando de parroquia en parroquia, mientras que su plan de que le dieran una portería y quitarse el alzacuellos de una vez por todas, hizo aguas y le tocó seguir con aquello del ora pronobis en el altar.
Aunque ya se sabe, no todo el monte es óregano, y claro, tanto va el cántaro a la fuente (por seguir con los refranes) que entre trifulca y trifulca, amenazas y guantazos al primer paisano que le hiciera una afrenta, alguien recomendó al rectorado que le apartaran del servicio en la parroquia del Cristo de la Salud. Echando cuentas y viendo que con lo que tenía no le daba ni para mondas de patata, Galeote escribió al obispo Martínez Izquierdo clamando justicia. El obispo tampoco le hizo mucho caso, tendría la cabeza en otros menesteres, o simplemente que no sacó tiempo para responder a tiempo. Fuera como fuese, el caso es que el pobre hombre había dañado el orgullo y el honor del cura pistolero y tenía las horas contadas.
Llega el día del juicio y la duda que le quedaba es resuelta. Garrote. Ahí se acaba todo. Pero con lo que no contaba nadie es que los caminos del Señor son inescrutables y en un inesperado giro del destino, entra en escena Luis Simarro, eminente frenólogo de las tierras del Turia, dijo que sordo como andaba, tartamudo las pocas veces que hablaba (aquí omitió que dando la palabra de Dios por triplicado normal que se quedara algo del cepillo a modo de propina por sus servicios) y con las medidas craneales que tenía, era un demente. Otro compañero de disciplina, un tal doctor Escuder, secundó lo dicho y realizó una investigación en el árbol genealógico del paciente para concluir que lo suyo venía de serie y no era consciente de lo que hacía.
Con esto por escrito y firmado, el juez se encoge de hombros y dice que se lava las manos. Que si la medicina aclara que el reo está tocado en las entendederas, no hay pena aplicable. Así que de acabar acogotado en el patio de la Modelo ni hablar. Que lo suyo se cura en Leganés, con paredes acolchadas, palizas de cuando en cuando y si la cosa no remite, una lobotomía a tiempo obra milagros (con el permiso del Creador, claro).
Y de esta guisa acabarán los días del cura Galeote, que se alargarán hasta 1922. Con la baba colgando y la mirada perdida. Pero con el honor limpio como una patena.
Fuentes:
– https://criminalia.es/asesino/cayetano-galeote/
– https://martinolmos.wordpress.com/2015/10/17/el-cura-galeote-y-su-sobrina-dona-transito/
– https://madridafondo.blogspot.com/2013/03/el-cura-que-mato-al-primer-obispo-de.html
©Barroso True Crime, Ignacio Barroso, 2020.
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