Ballena Jorobada por Emilio Chapí
Ballena Jorobada
“Las ballenas jorobadas dan a luz en los trópicos.”
La voz del presentador es calma y monocorde, a juego con las imágenes que se deslizan por la pantalla. Un mar azul intenso, sin apenas olas que lo ricen. El cielo placido escasamente punteado de nubes blancas y algodonosas. El sol brilla con fuerza. Entonces la tensión superficial del agua se abomba instantes antes de abrirse, como si explotase, para dar paso al gran leviatán. El lomo con destellos de plata se alza, y un enorme chorro de agua se atomiza en el aire y dibuja un arcoíris.
A su lado, una pequeña cría.
“Los ballenatos pasan los primeros ocho meses de vida jugando y retozando, creciendo y aprendiendo, haciéndose fuertes y grandes. Durante ese tiempo se alimenta de leche materna.”
La imagen cambia a la cámara submarina. Una suite para chelo de Bach acompaña el baile del ballenato en su camino hacia las glándulas mamarias de su madre.
“En cambio, las poco profundas aguas, junto con la temperatura propia de la zona, no propician el crecimiento del kril. El Kril es el principal alimento de los ejemplares adultos.”
Orestes había visto aquel documental sobre las ballenas jorobadas en la sala de espera del dentista, en una tele colocada en el techo en un ángulo que le obligaba a levantar la cabeza.
“La ballena jorobada se priva de sustento durante meses. Sobrevive consumiendo sus reservas de grasa, sólo para poder proporcionar a sus crías un lugar seguro y resguardado donde crecer.”
El pueblo era poco más que una cuchillada en la ladera de la montaña; un centenar de casas que se apiñaban como una herida abierta en el costado reluciente de un enorme cachalote de piel marrón. A su alrededor apenas se levantaba un solo árbol. El río hacía tiempo que había dejado de existir, evaporado por el sol inclemente de la meseta, por lo que el nombre: Vega del Mur, era solo una broma pesada, un chascarrillo que no tenía gracia; y de esos Orestes sabía muchos.
Por algún motivo recordó el documental mientras descendía hacia el pueblo. Sudaba; sus más de cien kilos no facilitaban las cosas en el calor de julio y notaba la camisa pegada en la espalda y los muslos rozándose por debajo de los pantalones con cada paso mientras se internaba a pie. La plaza era un rectángulo con edificios bastos y adustos que se mimetizaban con la ladera de la montaña. Las ventanas, con las persianas bajadas, eran bocas y ojos cerrados. Allí había poca cosa aparte de un par de bancos a la sombra de la iglesia, donde dos ancianas con faldas por los tobillos y una rebeca negra se resguardaban del sol, y un único bar.
Entró en el local sediento de dos cosas: una cerveza bien fría y algo de información. Veinte años en la profesión le habían enseñado que los bares eran los únicos lugares donde podía conseguir ambos a un precio moderado. En el interior una joven camarera pasaba una bayeta por la barra con rostro aburrido y aspecto de hablar con el primero que se dignase a ocupar uno de los taburetes. Era mona más que guapa, dictaminó Orestes. De estatura media, con el pelo del color del tabaco rubio y una dentadura que dejaba mucho que desear. Unos pequeños pero firmes pechos apuntaban maneras bajo el polo naranja. Llevaba unos vaqueros gastados de verdad, no como esos rotos y desbastados de antemano que se compran en las tiendas por unos céntimos más de lo que vale la vida del operario que los ha cosido en un taller en China, sino rozados de arrodillarse en las eras y de forrajear para los animales que había visto tostarse a la entrada del pueblo. No nos equivoquemos, Orestes se habría acostado con ella; de la misma forma que lo habría hecho con cualquier mujer que pudiese yacer en una cama y abrir las piernas.
El resto eran ancianos, o iban camino de serlo, y parecían esperar a que la muerte los sorprendiese jugando al mus.
Las paredes se desconchaban en aquellas partes que no aguantaban fotografías aéreas de la zona o el cartel de un torero mediocre que daba la impresión de haber sido el único capaz de abandonar el tirón gravitacional que ejercía aquel puñado de casas; sobrepasando la barrera de la montaña cercana.
En el fondo, nada que Orestes no hubiese visto ya cientos de veces en cientos de bares. La gente que huía solía correr a refugiarse en lugares como aquel, pensando que lo invisible de aquellas poblaciones iba a contagiarse por osmosis. Que no iban a dejar rastro alguno de su paso como si se hubiesen disuelto en un vaso de agua.
—Una caña de cerveza y una sonrisa, guapa —dijo trepando al taburete con esfuerzo. Luego sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente.
La camarera le dedicó media sonrisa por respuesta y se aplicó al tirador.
El encargo que le había llevado allí parecía sencillo: encontrar a María y al bebé y llevarlos de vuelta. Había algo en el marido que le hacía pensar que le gustaba a sacar a pasear la mano, tal vez era un brillo homicida que se agazapaba tras las pupilas negras, o la sonrisa de escualo que asomaba a sus labios ante algunos de los comentarios de mal gusto realizados por Orestes. En cualquier caso, sospechaba que en realidad el hijo no era suyo.
A su lado en la barra, un hombre con un mono azul y la piel curtida como el cuero, tomaba un orujo como si se tratase de una medicina.
—¡Menudo calor hace, me están sudando hasta los huevos! —Exclamó Orestes
—Si, el Lorenzo pega fuerte.
—Y usted trabajando en el campo, pobrecillo —dijo Orestes.
—¡Ay! ¿Qué le vamos a hacer? La faena no desaparece porque haga calor.
—Déjeme que le invite a una cerveza, no vaya a ser que se deshidrate y tengamos un disgusto —pronunció el ofrecimiento en voz alta para que lo escuchasen el resto de parroquianos.
Atraídos por la posibilidad de una bebida gratis dos hombres abandonaron sus asientos y se acercaron a la barra arrastrando los. Alguien gritó mus en una de las mesas al tiempo que la golpeaba con la mano para proclamar su victoria.
Orestes apuró su caña, levantó cuatro dedos en dirección a la camarera.
—Sirve cuatro más, preciosa, que te salgan tan bien como está —observó un instante los encurtidos que flotaban en líquido amniótico en la repisa—; y un plato de banderillas.
—Muchas gracias, compadre. No sabe lo bien que entra ahora una de estas.
—Sí que lo sé, por algo les invito.
—Y nosotros se lo apreciamos.
Acababa de pagar el precio y ahora tocaba demandar su recompensa. Tomando una de las banderillas y trazando una filigrana en el aire con la punta del palillo de plástico, dijo:
—Estoy buscando a una chica, se llama María. Es una prima segunda, la de la Isabel, la de Cabezuelo. Ha tenido algunos problemas y ha abandonado su casa. Está esperando un chiquillo pequeño. Eso no es vida —Orestes agitó la leonina cabeza como si lamentase lo sucedido.
—No la he visto —dijo el hombre del mono azul—, pero en el pueblo de al lado. Espera. ¡Paco, Paco! ¿No dijo Manolo que en Viñedo del Obispo había llegado una chica nueva?
El tal Paco contestó desde una de las mesas sin apartar la vista de las cartas que el destino había puesto en su mano, a juzgar por la forma en que levantaba las cejas debían ser buenas.
—Sí, así era. Está en casa de los Pilila, allí en lo alto de la loma, pasado el corral de Julián. Llegaron hace cosa de un mes, la madre, el hijo y el padre, los tres muy arreglados.
Mientras se producía este intercambio a gritos, Orestes se fijó en la camarera. Estaba de espaldas a ellos, colocando paquetes de papas en los estantes superiores, una mala excusa para poder escuchar la conversación. En cuanto Orestes dijo el nombre de María, y que había llegado embarazada, los hombros de la camarera se tensaron como cuerdas.
Esperó en su coche a que la tarde declinase en noche, y la camarera cerrase el bar y se encaminase a su casa por unas calles que habían sido asfaltadas sin demasiadas ganas ni demasiado presupuesto.
—Buenas noches, guapa —la abordó. La sorpresa y el miedo se hicieron patentes en su rostro y en la forma con la que aceleró el paso nada más tomar la siguiente cuesta—. Esta tarde me ha dado la impresión de que sabías más sobre María que los imbéciles de tus clientes. ¿Te importaría contármelo?
—No tengo nada que decir.
Orestes la agarró de la manga de la chaqueta de chándal. La camarera intentó zafarse.
—Yo creo que sí. Mira, princesa, ¿no sé a quién crees que estás haciendo un favor ocultándola? Pero no es a María. Tiene graves problemas mentales. Su tía y yo estamos muy preocupados. No es la primera vez que se escapa de casa. No debería estar por ahí sola, y menos en su estado. Podría dar a luz en cualquier momento.
—Pero me dijo que su marido… —Intentó articular.
—Su marido murió hace cosa de dos años, ahí fue cuando empezó todo.
La camarera bajó la vista hasta la carretera asfaltada a parches y los pedruscos que de esta se habían desprendido.
—Arriba, a unos diez kilómetros en dirección a Castillo de la Loma, hay una granja. La llevan dos señores mayores, se comprometieron a acogerla.
—Has salvado una vida.
Deseó con todas sus fuerzas no equivocarse.
Mientras ascendía en coche hasta la granja, no podía dejar de pensar en todo lo que había tenido que pasar María para preferir esconderse en medio de ninguna parte a quedarse en una casa que era, por lo menos, cien metros cuadrados más grande que el apartamento en el que vivía él desde que lo había dejado con la zorra manipuladora de su ex mujer.
Para cuando llegó era noche cerrada. Los faros de su todo terreno se esforzaban por iluminar un camino que trazaba las curvas sin previo aviso y que sorprendía a las ruedas con cascotes y animales suicidas que decidían cruzar en el último momento.
La granja era una construcción regia y cuadrada con techo a dos aguas. Escorada a la izquierda, y parcialmente oculta, había una pequeña cuadra con las ventanas abiertas. A juzgar por las plastas que había tenido que esquivar, lo más seguro es que albergase una vaca y, quizás, un caballo pequeño o un burro. Si los dueños de la granja estaban escondiendo a María lo más probable era que fuese allí. Los ojos que le miraban desde la ventana del piso superior le disuadieron de encaminarse a la cuadra sin obtener primero el beneplácito del granjero. Los habitantes de los pueblos solían tener escopetas de caza; y la mala costumbre de abrir fuego contra aquellos que entraban en su propiedad sin ser invitados, como demostraban las cicatrices en la nalga derecha.
Llamó con los nudillos a la puerta de madera. El granjero tardó lo que a Orestes le pareció una eternidad en bajar desde el piso superior. Durante ese espacio de tiempo se quedó a solas con sus pensamientos, y con un gajo de luna que pendía de un firmamento despejado y cuajado de puntitos brillantes que al detective del Marítimo no le decían nada. Allí, en la oscuridad, una estrella brillaba más que las demás.
—¿Qué quiere?
El granjero tenía esa edad ancestral que parecen tener la gente de campo cuando se hacen mayores; más viejo que la propia tierra que trabajaba. Apenas había abierto una rendija la puerta de madera, y el hedor que manaba del interior era insoportable.
—María, estoy buscándola.
—Mi mujer está muy enferma, lárguese.
—Es de vital importancia que la encuentre. Tengo que volver a Valencia con ella está misma noche —si la mentira había funcionado una vez podía funcionar dos—, tiene un trastorno de personalidad grave. Estamos muy preocupados por ella.
—¡Fuera! ¡Salga de mi propiedad!
—Creo que no me ha entendido…
—Claro que le he entendido, pero parece que sigue sin comprender que tiene que largarse antes de que le pegue un tiro en los cojones —la escopeta de dos cañones asomó por el resquicio de la puerta—. Soy un hombre mayor y usted un visitante inesperado. No llegaría a pisar la cárcel.
—Tampoco hay que ponerse así. Solo estoy buscando a mi prima, su tía está muy preocupada.
—Coja su todoterreno de señorito de ciudad y márchese por donde ha venido.
Orestes dio medio paso hacia atrás y sacó las llaves del bolsillo.
—Está bien, me marcho.
Apretó el botón y el todo terreno se iluminó y soltó un pitido. El granjero apartó la vista del cuerpo del detective para dirigirse a aquella feria que acababa de aparecer en un lugar que bien podían no saber que era la electricidad. Orestes aprovechó la distracción para agarrar el cañón de la escopeta y tirar con fuerza hacia él, arrebatándosela.
—¡No me mate! Mi mujer, está enferma, compréndalo.
—No voy a hacerle nada. Está en la cuadra, ¿verdad?
El granjero asintió.
Plegó la escopeta, extrajo los cartuchos y se los guardó en el bolsillo. Colgándosela del hueco del codo, se encaminó a la cuadra, aún tenía los nervios crispados por el reciente enfrentamiento con un arma manejada por un hombre de pulso dudoso y reflejos pobres.
Al empujarla, la puerta de madera crujió. El aire traía el olor al forraje segado y a los animales de granja. Algo se agitó en la oscuridad apenas rota por la luz de la luna que se colaba por la sucia ventana.
Un llanto.
Un llanto de niño arrancado del pecho de su madre.
Se internó en el granero, dirigiéndose a ciegas hasta que los ojos se le acostumbraron a la oscuridad. Solo existe una posibilidad cuando escuchas el llanto desesperado de un bebé y este no va acompañado por el sisear de los labios de una madre.
El cuerpo de María estaba frío al tacto. Por lo que pudo observar con la parca iluminación de la luna y de la linterna de su móvil, parecía haber pasado una grave enfermedad, seguramente la misma que terminaría arrastrando a la tumba a la mujer del granjero. Tenía los labios cuarteados, la piel amarillenta y el cabello sucio y sin brillo. Se había deshidratado.
Orestes dejó caer la escopeta y cogió al pequeño del suelo. Las manitas se abrieron y cerraron en el aire en busca de algo a lo que asirse, así que colocó el pulgar frente a su rostro y esperó hasta que dio con él y los pequeños dedos se cerraron con fuerza.
En aquella fría noche, mientras esperaba a que llegase la policía, con un bebé que lloraba a la oscuridad entre los brazos, Orestes no pudo sacudirse la sensación de que María, al igual que la ballena jorobada, había emigrado a un lugar donde no había sustento para ella solo para intentar ofrecer a su hijo un espacio más cálido, más acogedor, donde pudiese crecer.
©Relato: Emilio Chapí, 2022.
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