Bajo la doble lupa de…El mal de Corcira de Lorenzo Silva por Anna Miralles y Manu López Marañón
EL MAL DE CORCIRA
BAJO LA DOBLE LUPA DE…
Anna Miralles y Manu López Marañón
RESEÑA DE MANU
Creada por Lorenzo Silva (Madrid, 1966) y protagonizada por Rubén Bevilacqua –Vila– con su inseparable compañera Virginia Chamorro, sigo esta saga policíaca (El mal de Corcira es su duodécima entrega) desde que arrancara con el asesinato de aquella austríaca nocherniega y promiscua en El lejano país de los estanques (1998). A Vila lo conocí entonces como sargento, y, tras su etapa como brigada, hoy es ya todo un subteniente de la Guardia Civil integrado en la UCO (Unidad Central Operativa, encargada de investigar y perseguir los sucesos más destacados de la delincuencia y el crimen).
Para reseñar la trama de El mal de Corcira que he elegido vendrá bien mencionar los «misterios» de Vila, esas oscuridades suyas dosificadas por Lorenzo Silva que van despejándose, sin prisa pero sin pausa, a lo largo de la saga. Como la de esa barcelonesa enigmática citada en La reina sin espejo (novela de 2005 que, junto a esta que hoy reseño, son mis preferidas de la colección), una mujer de la que Bevilacqua no quiere hablar quedando algo turbio en el aire. De su relación con ella nos enteramos en La marca del meridiano (2012), donde secretos sentimentales poco favorables para el entonces brigada quedan desvelados.
Narradas en primera persona (la voz de Vila nos arrastra por esos laberintos que cualquier investigación policíaca recorre), otros episodios de índole privada en estas novelas como la relación del guardia con ese hijo fruto de un matrimonio fallido, recién licenciado en Derecho (y que ha encontrado su primer trabajo… dentro de la Guardia Civil), siempre que se tenga la necesaria habilidad para meterlos, y este es el caso, contribuyen a que el personaje que los refiere respire mejor, progresando en veracidad y cercanía, valores imprescindibles en cualquier ficción de altura.
El muro interpuesto entre la existencia de Bevilacqua y sus lectores alcanzaba una impenetrabilidad aún mayor con esa temporada suya en el cuartel de Intxaurrondo (y nadie de mi generación evitaba suponer que debió haber resultado, por lo menos, infernal). Apuntada en varias novelas pero sin desgastarla con un mínimo de desarrollo, renombrar la estancia guipuzcoana en La marca del meridiano hacía pensar que dar cumplida satisfacción a nuestros deseos era algo inminente… Y ocho años después, en este 2020 de tanto sobresalto y disgusto, con las librerías recién reabiertas, aparece El mal de Corcira, donde Lorenzo Silva deja que su principal personaje se explaye contando su final de los 80 y su principio de los 90, años en los que, como agente de la Guardia Civil, quiso luchar en el Norte, voluntariamente, contra el terrorismo.
En la que para mí resulta su mejor obra –Ardor guerrero–, un libro de memorias militares iniciado con ese joven jiennense que atraviesa el país en tren para cumplir el servicio militar obligatorio en el cuartel de Loyola (San Sebastián), Antonio Muñoz Molina cuenta cómo se vivía a principios de 1980 en aquel País Vasco. Rapado, despojado de su identidad y hasta del nombre, el recluta J-54 percibe, en el año más sangriento de las tres ramas de ETA, el miedo de los oficiales y su sensación de inminente peligro que les hace revisar los bajos de sus coches en busca de artefactos o ensayar rutas alternativas para sus recorridos cotidianos. Los atentados terroristas (más de 100 fueron los muertos de 1980) y los disturbios callejeros se sucedían con tal frecuencia que nadie ponía fecha para su finalización.
Detalla el escritor y académico los matices de ese miedo persistente, institucionalizado en todos los escalafones del ejército e interiorizado hasta la médula: «Miedo desde el primer toque de diana, antes incluso de las incipientes luces del alba, hasta el último toque de silencio. Miedo incluso a dejar de sentir miedo». Al igual que Ardor guerrero, y partiendo asimismo de un parsimonioso tono autobiográfico, El mal de Corcira reflexiona sobre las circunstancias históricas que obligan a cambiar de identidad, sobre el papel del azar en el destino humano, sobre la persistencia de la memoria de los muertos en la existencia de quienes les sobreviven.
Contemplado desde la lejanía que dan tres décadas, el inicio (Ardor guerrero) y el final de los 80 (El mal de Corcira) resultan simétricamente crueles y se despliegan ante nuestros ojos con los amargos tintes de una sinceridad sin tapujo. Tanto para J-54 como para el agente Rubén Bevilacqua sus viajes a la vida castrense suponen el ingreso a la vida adulta, con sus jerarquías y obediencias, sus lealtades y traiciones, sus miserias y heroicidades.
Antonio Muñoz Molina y Lorenzo Silva, partiendo del ejército y de ese Cuerpo que es la Guardia Civil (en la que sus miembros son miembros de una fuerza policial pero militares de condición), llegan, con ejemplos extraídos de la más estremecedora cotidianidad, a una inquietante conclusión: cómo en nuestra vida son más determinantes la levedad, la contingencia y la casualidad que el peso, la necesidad o el destino.
En aquella infausta década morían por año 6.000 personas en accidentes de tráfico y decenas de guardias civiles de la comandancia de Guipúzcoa eran abatidos por ETA. Bevilacqua ni es hijo del Cuerpo ni ha sido trasladado al País Vasco forzosamente –como la mayoría de sus compañeros–: él pidió ir a la guerra.
«Hay que estar ahí porque no se puede dejar sola a esa gente. Si algo entendí de lo que dice la cartilla, nuestra razón de ser es impedir que haya quien acogote a los ciudadanos. Y en esas calles el miedo se corta con cuchillo y hay momentos en que hasta se puede untar».
Tras presenciar su primera muerte en el País Vasco, un guardia baleado en presencia de su hijo, Vila, que llega al lugar de los hechos muy poco después, se dice: «Aquella tarde, abrazando en un banco a un niño al que no conocía, también yo aunque de forma indirecta y sin que me destrozara como a él, tuve noción del mal absoluto y del miedo que causa y no puede dejar de causar a quien lo sufre». Ya en el capítulo 2, al acabar un tiroteo en el que se desactiva un comando (mueren dos etarras y un sargento de la Guardia Civil es herido) Vila había sentido una necesidad:
«A la vista de aquellos dos cadáveres y también de nuestro compañero que por poco no se les había unido camino del depósito, sentí la necesidad de hacer algo más: intentar conocer y comprender mejor a lo que me enfrentaba, tratar de aportar a la empresa algo más que mi cuerpo ofreciendo blanco en los cruces en los que a mis superiores se les ocurriera apostarme».
Convencido de aportar más pensando cómo sorprender a los etarras que haciendo de escudo contra ellos, y tras superar un duro adiestramiento en Madrid donde el brigada Ruano pone a prueba el temple de los aspirantes (además de proporcionarles conocimientos sobre la organización armada que van a combatir, su entramado político y social de apoyo, y una tipología de los activistas), el agente regresa al País Vasco, donde, de 1989 a 1992, servirá en Información.
«Haz por conocer al enemigo mejor que él a ti». Sun Tzu.
Alojado en condiciones poco cómodas en Intxaurrondo (estrecheces, deficiencia de materiales y superpoblación –hasta 1.000 personas llegaron a vivir– caracterizaban a aquella ciudad-cuartel) Vila se especializa en seguir a laguntzailes (colaboradores en tareas logísticas, de apoyo o información) de la banda, como a esa profesora de instituto que los conduce hasta un caserío donde se oculta un etarra liberado.
El inquieto Vila percibe la notable diferencia intelectual entre los dirigentes de ETA (una incomprensible amalgama de aranismo, marxismo-leninismo y maoísmo) y sus cerriles activistas, algo que se ejemplifica con la lectura, por parte de aquellos, de un libro del que estos ni han oído nombrar: Mil mesetas (1980) de Giles Deleuze y Félix Guattari, texto que deja poso en la organización. En él, entre otras cosas, se explica cómo la «máquina de guerra» es algo previo al aparato del Estado y su Derecho, cómo tiene otro origen que la conecta con la fuerza de la manada y de lo efímero; de ahí que sea transformadora y sirva para deshacer el lazo de la opresión. De la máquina de guerra se deriva otra justicia, la suya (paralela a la legal, no muy distinta de la que administra la Mafia siciliana): una «justicia» de una crueldad incomprensible pero también, a veces, de una piedad desconocida.
En bruto, el concepto «máquina de guerra» acaba valiendo para terroristas y policías. Los extremos se tocan y gracias a ella los txakurrak («perros» en euskera, forma usual de la izquierda abertzale para nombrar a las fuerzas de orden público) pueden también terminar con los «guarros» (manera de referirse a los etarras por la Guardia Civil). Pero no convertirse en desalmados, ser gente de honor, es algo implícito en la divisa de la Guardia Civil y agentes como Vila luchan porque eso sea su diferencia –y a la larga, ventaja– frente a los desmanes terroristas.
Por los buenos resultados desempeñados en Información el capitán Pereira propone a Vila formar parte de su equipo de confianza: ello supondrá recoger e interpretar la información que otros le den, hacer seguimientos de altura y realizar interrogatorios. Tres meses después, Vila –ya como Cabo del Servicio de Información– actúa con éxito contra la estructura de un comando operativo de ETA. Pero el siempre prudente capitán Pereira (estamos en 1990) advierte:
«El éxito no es capturar comandos, los comandos se renuevan. El éxito es hacerlo de manera que sepamos cada vez mejor quién y cómo los activa, dirige y aprovisiona. El día que terminemos de descubrir esos mecanismos y a sus responsables, no importará que haya cafres dispuestos a tomar las armas, porque no tendrán armas ni órdenes, y solo les quedará irse a la herriko taberna a cagarse en nosotros».
Rasgo propio de El mal de Corcira es no solo la ausencia de nombres o apodos de etarras, también de políticos abertzales (ni siquiera los de Herri Batasuna) o españoles. El autor evita asimismo sembrar su novela de pistas sobre fieros terroristas y las masacres por ellos cometidas, algunas con repercusión mundial, prefiriendo cribar su documentación reunida (se percibe que es de primerísima mano) para, desde ella, crear hechos del todo ficticios (así, seguimientos, tiroteos y atentados) que resultan más veraces que si hubiera recurrido a plasmar sucesos reales o apenas camuflados.
La excepción que demanda un urgente reconocimiento estaría en la intercepción, camino a la Sevilla de la EXPO 92, de un coche cargado con cientos de kilos de explosivo. Lo conduce el etarra François, trasunto de Henri Parot, jefe francés del sanguinario comando itinerante de ETA que, entre otras hazañas, voló la casa cuartel de Zaragoza matando a varias niñas. Fue detenido en una gasolinera –así se detalla en El mal de Corcira– por el buen ojo de un joven guardia recién salido de la academia. Él éxito policial se celebra en Intxaurrondo y Francia, pero la efusión dura poco: la banda no tarda en volar otra casa cuartel, la de Vic, donde encarga otra remesa de ataúdes blancos.
La mimetización borroka de los agentes que se infiltraban en entornos abertzales resultaba de gran eficacia. Lo contado en el capítulo 16, con Vila haciéndose pasar por un simpatizante del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru para ligar con una colaboradora del comando Donosti, requiere una puesta en escena ejecutada con arte y milimétrica precisión si se quiere lograr que la engañada lleve al falso galán hasta a un importante dirigente del comando…
Lorenzo Silva explica en su imprescindible El mal de Corcira cómo la izquierda abertzale proponía una ética que se rebelaba contra el poder sin reparar en medios y sin remilgos humanistas. Una ética de las verdades bien alejada del modelo de la moral de Kant, en la que el enjuague entre los deberes éticos y los motivos sentimentales nunca se salda a favor de la conveniencia oportunista sino a favor de la verdad, del deber de conciencia.
«Y es que allí no sólo estábamos junto a una frontera y en contacto directo con el crimen más feroz, sino al borde mismo de una fractura mucho más espinosa y profunda: la que llevaba a alguien a apoyar un cañón en la nuca de su vecino y apretar el gatillo creyéndose que semejante acto era justo y necesario».
RESEÑA DE ANNA
Lorenzo Silva (Madrid, 1966), autor prolífico, ha escrito numerosas novelas, libros de relatos y libros de no ficción; sin embargo, probablemente, sea conocido por el gran público por ser el padre literario de la pareja de guardia civiles más famosa de España. Con El lejano país de los estanques inauguró la saga protagonizada por Rubén Bevilacqua –Vila– y Virginia Chamorro. Dos décadas después se publica El mal de Corcira, la duodécima entrega de esta famosa serie protagonizada por estos dos investigadores que han proporcionado a Silva muchas alegrías, entre ellas el haber ganado el Premio Nadal en el año 2000 por El alquimista impaciente y el Premio Planeta en 2012 por La marca del meridiano, la segunda y séptima novelas de la serie, respectivamente.
El mal de Corcira es una novela muy completa al ofrecer al lector dos tramas que van a desarrollarse en paralelo en dos tiempos narrativos distintos, y es también compleja por la temática que trata. A lo largo de los treinta capítulos que estructuran el libro, el autor alternará el presente de la investigación de un asesinato con un extenso flashback en el que el protagonista nos narrará sus inicios en la Guardia Civil y los difíciles años que pasó en el Norte participando en la lucha contra ETA.
Precisamente, la estructura que presenta el libro hizo que en Bajo la doble lupa nos planteáramos la posibilidad de realizar una reseña por trama. Y así lo hemos hecho, por lo que mi compañero Manu López Marañón analizará la que sitúa a Vila en los años más crudos de la lucha antiterrorista, mientras que esta reseña hablará de la investigación criminal que tiene lugar en el presente. Lorenzo Silva ha reunido en una misma novela dos historias magníficamente ensambladas.
El primer capítulo sitúa al lector en plena operación de detención de un hombre sospechoso de haber ordenado un asesinato. Al mando está Bevilacqua. Lo que en principio debiera ser una operación sin riesgo alguno, se complica inesperadamente de tal manera que Chamorro es herida y tendrá que ser hospitalizada. Mientras Virginia se recupera en el hospital, Bevilacqua es requerido para hacerse cargo del asesinato de un hombre que ha sido encontrado brutalmente apaleado en una playa de Formentera y que había sido visto en compañía de un joven en locales de ambiente de Ibiza. Aparentemente, todo apunta a que se trata de un crimen pasional, pero la identidad del muerto, un antiguo miembro de la banda terrorista ETA que pasó años encarcelado en prisiones de Francia y España y que acabó acogiéndose a medidas de reinserción, provoca que Vila deba desplazarse hasta las islas Baleares para hacerse cargo de la investigación. La implicación emocional del subteniente en la resolución de este caso será intensa. Además, no puede contar con la ayuda de su compañera Chamorro por estar hospitalizada.
Uno de los aspectos más interesantes de esta novela es que nos permite conocer con detalle cómo es el procedimiento policial en la investigación de un asesinato. Vila narra cuáles son los pasos que se siguen, los distintos mandos que intervienen, las decisiones que se toman y su justificación… El subteniente es muy riguroso en su manera de actuar para no perjudicar en ningún caso la investigación, y hace valer su experiencia. Igual de interesantes son los distintos interrogatorios y entrevistas que se llevan a cabo para llegar a la verdad. Vila se muestra muy hábil, con un gran conocimiento de la naturaleza humana: sabe perfectamente cómo obtener la información que interesa.
«Yo sabía lo que estaba buscando, y por qué bajaba a esos detalles en apariencia banales. Me constaba, por experiencia y antes de ella por el magisterio de otros, que era escarbando ahí, en la fronda nimia del pormenor, como se acababa dando con el hilo de Ariadna que no servía para salir del laberinto, sino para llegar al Minotauro. Y Nikólai, eso era lo que le tenía tan absorto, acababa de entenderlo».
El protagonismo de Rubén Bevilacqua en El mal de Corcira es indiscutible. Nos acercamos a Vila a partir de lo que nos cuenta de sí mismo, aunque también vamos a conocerlo a partir de lo que los demás nos dicen de él y por la imagen que proyecta. Uno de los personajes que más lo conoce, además de Chamorro, es Pereira quien lo ha acompañado desde sus inicios en la Guardia Civil:
«–Voy a serte completamente sincero, Vila –dijo Pereira–. Hay en ti algo que me gusta, y me gusta bastante. Eres un tío raro, como no hay muchos por aquí. Basta con verte y escucharte, con fijarse en lo que dices y cómo lo dices. Tienes ideas propias, no te las callas y eres un observador agudo».
La investigación de la muerte de Igor López Etxebarri y su pasada colaboración con ETA provoca que Vila rememore su experiencia en la lucha antiterrorista y se sincere acerca de unos años muy difíciles que lo han llevado a ser quién es, que lo han forjado como guardia civil, pero, sobre todo, como ser humano. Toda la experiencia acumulada, tanto personal como profesional, y sus ya 54 años le otorgan un bagaje que hacen posible que pueda enfrentarse a su pasado, y por eso puede hablarnos de él; además le ayuda a vivir el presente y encarar el futuro con serenidad. Estamos ante un Bevilacqua maduro, más reflexivo que nunca, justo y ecuánime, capaz de empatizar con el muerto, a pesar de su turbio pasado, puesto que ya ha saldado su deuda con la sociedad y merecía disfrutar de la segunda oportunidad que la vida le ofrecía. Para el subteniente, Etxebarri es una víctima más a la que hay que hacer justicia, y trabajará sin descanso por que así sea.
En El mal de Corcira la actualidad estará muy presente en reflexiones personales de Bevilacqua y se colará en las conversaciones que mantendrá con otros personajes: se hace referencia al conflicto catalán, al caso Altsasu, a la dispersión de los presos etarras…
Cabe destacar el uso que hace Lorenzo Silva de las descripciones que le sirven para presentarnos a los distintos personajes, así como los distintos espacios en los que se desarrolla la trama policial: Ibiza y Formentera en la primera fase de la investigación; y San Sebastián más adelante cuando el caso da un giro importante que obliga a Bevilacqua a seguir otras pistas lejos de las islas, esta vez sí con Chamorro que, ya recuperada, se une a la investigación. Son numerosas las referencias a anécdotas y personajes históricos que se han relacionado con los lugares por los que se mueven los personajes y que enriquecen la ambientación. Terminada la lectura sería una actividad interesante recorrer los distintos espacios que aparecen en la novela y recordar lo que sucede en cada uno de ellos.
La novela también tiene su propia banda sonora: Ken Zazpi, Extremoduro, Pet Shop Boys, Leonard Cohen, Huntza, Radio Futura…, son los grupos y cantantes que se mencionan. Estas referencias musicales no son gratuitas, sino que están más que justificadas porque las letras de las canciones conectan con las vivencias de los personajes y sus estados de ánimo.
«Y de pronto tuve la sensación de que todo hablaba de lo mismo, y que el eje de todos los poemas y todas las canciones era aquel hombre cuya muerte tenía que esclarecer, aquella guerra en la que se había perdido y dilapidado. También hablaban de mí, que la había conocido como él y que pese a haber sobrevivido a su fuego no había salido incólume ni limpio, porque de las guerras sólo pueden salir intactos los que tienen la fortuna o la astucia de no promoverlas, sufrirlas ni librarlas».
Y si la música que aparece en El mal de Corcira nos puede servir para entender a los personajes, otro tanto ocurre con los libros que lee Bevilacqua: hay que prestar atención a los títulos que se citan, puesto que le sirven para reflexionar acerca de la condición humana, y no solamente a él sino también al lector. Entre los distintos autores que el protagonista menciona, cabe destacar en especial uno, Tucídides, que ya en el siglo IV a.C. evidenciaba algo que se da todavía en la actualidad y es que la confrontación entre patriotas se eterniza en el tiempo: las causas de las guerras más antiguas siguen siendo las mismas que provocan los conflictos hoy en día. Interesantísimo en este sentido el Epílogo de la novela para entender su mensaje final.
«El caso es que le acabé hablando de Tucídides y de lo que pasó en Corcira. De cómo el odio entre los que forman parte de una misma comunidad puede producir toda suerte de aberraciones y hay quien logra salir de ellas y quien en cambio las perpetúa».
El mal de Corcira es, en definitiva, una novela muy bien escrita que satisfará tanto a los lectores que ya conocen a Bevilacqua y su equipo, como a los que se acercan a él por primera vez. Lorenzo Silva ha construido una historia muy sólida, sobria, sin necesidad de giros sorpresivos de la trama ni una acción trepidante que no son para nada necesarios ni se echan en falta porque lo que se narra, y el cómo se narra, es suficientemente interesante como para tenernos enganchados al relato. La trama policial, así como el pasado del protagonista y su relación con la lucha antiterrorista, mantienen el interés de principio a fin, aunque en mi opinión el principal atractivo de esta novela es el personaje de Bevilacqua que brilla especialmente convirtiéndose en uno de los protagonistas más carismáticos del género negro actual.
ENTREVISTA CON LORENZO SILVA
PREGUNTA MANU:
- En una novela narrada por un subteniente de la Guardia Civil y que ventila aspectos significativos de la lucha contra el terrorismo no sorprende la brecha existente entre los procedimientos operativos de guardias y etarras; menos aún que los roles de buenos y malos vengan perfilados. Pero El mal de Corcira evita el maniqueísmo no dejando fuera de sus páginas momentos de crudeza policial: así, tras la detención de un comando, Vila es testigo de un interrogatorio a sus miembros que incluye desnudar a una detenida a la que él, en un seguimiento, ha ido tratando. Las vejaciones lo hacen intervenir airadamente contra el interrogador. Anteriormente, en una clase práctica impartida en la DGS sobre el modo de interrogar sin tocar un pelo al detenido, el oficial Pereira había garantizado al cabo Bevilacqua que prácticas como las de introducir cabezas en retretes o aplicar electrodos «pertenecían al pasado». Cínico contrapunto a tales declaraciones lo encontramos en cómo se atempera el arrojo de muchos etarras a base de puñetazos que dejaban sus caras como un mapa, algo referido hiperrealísticamente en su novela. ¿Cree que a comienzos de los 90 abundaban en la Guardia Civil temperamentos templados como el de Pereira o el mismo Bevilacqua, capaces de mantener la compostura frente a ese detenido que, a veces, viene de asesinar a compañeros suyos, o, por el contrario, que en el Cuerpo pesaron más interrogadores al estilo de Rosas, ese expedito cabo «de oscuro pasado y mano larga»?
Planteas un tema muy relevante, tanto que me vas a permitir que me extienda un poco. Al abordar el relato de una lucha justa, como lo es para mí la lucha contra el terror y contra la extorsión violenta a la ciudadanía con fines políticos, y hacerlo desde el punto de vista de quienes la sostuvieron, es inexcusable tener presentes los momentos y maneras en que se perdió la legitimidad por caer en las taras morales del enemigo: la violencia y el afán de amedrentar al otro. Te puedo asegurar que le he dedicado mucho tiempo a documentar este aspecto, y también a la hora de afinar el modo y la medida en que lo muestro en la novela. He hablado con muchos guardias civiles, algunos que me han reconocido malos tratos causados por compañeros suyos o por ellos mismos, incluso con alguien que llegó a ser condenado por ellos, con forenses que los observaron y certificaron —o no— y también he recabado, documentalmente y en persona, el testimonio de personas que los sufrieron. En un asunto tan peliagudo y crucial no se puede funcionar con un solo testimonio, y menos de parte, que es lo que he visto por ahí en más de una ficción sobre ETA.
Sobre esa base, abordo la descripción de la tortura policial en un contexto muy concreto: Intxaurrondo, Madrid y principios de los 90. Tengo la convicción moral de que mi narración, hasta donde he podido averiguar con este esfuerzo de documentación, se corresponde con lo que entonces había y Bevilacqua, con su carácter y psicología, pudo vivir y hacer —que es a lo que se limita la novela—. De hecho, se deja claro que años atrás, en esos mismos lugares y en otros, los malos tratos fueron más allá, incluso hasta el homicidio que en algún caso declararon probado los tribunales, enviando a prisión a un general de la Guardia Civil. Por cierto, yo no tengo noticia de que ningún alto jefe policial o militar francés, italiano o británico, pese a que en sus países hubo excesos aún mayores en la lucha antiterrorista, haya pagado jamás ese precio: quien tenga curiosidad y no la conozca puede echar un vistazo a la biografía del general francés Massu, que murió nonagenario en 2002 sin que ningún juez le pidiera cuentas por sus actos. Lo cierto es que a principios de los 90 ya había unos cuantos guardias y policías procesados por torturas en juzgados vascos, y tanto en la Audiencia Nacional como en las prisiones había médicos que certificaban en qué estado físico entraban los etarras, por su propio interés y para salvar sus propias responsabilidades, así que la tortura desaforada e impune que algunos sostienen como artículo de fe ya no era viable. Y no fue ese, sino el de la ley, el camino por el que al final se acabó con ETA.
Los guardias civiles más inteligentes y conscientes, como Pereira o Bevilacqua y muchos otros, lo tenían claro: al detenido había que darle otro trato, explotar la información. La propia ETA así lo admitía: en documentos internos que le intervino la policía francesa instruía a sus miembros para el caso de detención en términos tranquilizadores, reconociendo que la tortura ya no era en España una práctica sistemática y ordenándoles que en todo caso, la sufrieran o no, la denunciaran para tratar de procesar e identificar a los agentes. Es más fácil dejarse llevar por el lugar común, y sobre todo no oponerse al relato que los que apoyaban a ETA y siguen a día de hoy sin renegar de ella parecen haber impuesto a la sociedad española, pero creo que un novelista debe asumir riesgos —entre ellos el de verse recriminado por no seguir un estereotipo— y se debe, ante todo, a lo que, tras indagarla, cree que es la verdad.
En todo caso, los malos tratos que aparecen en la novela, aunque no sean tan graves como los que hubo antes, son ilegítimos, abusivos y delictivos, un error que no debió cometerse, que tuvo dudoso rendimiento y del que creí ineludible dejar constancia, aunque me haya costado alguna crítica de lectores que me dicen que por esa vía blanqueo a ETA. También hago constar la convicción que alguno llegó a tener de que maltratar era necesario, en unas circunstancias de angustia y amenaza que no son las actuales. Eso para mí no lo disculpa, como tampoco lo disculpa para Bevilacqua en su examen retrospectivo, aunque siempre es más cómodo juzgar fríamente a los otros que tratar de ponerse en su lugar. No he querido blanquear a nadie, pero tampoco es mi oficio el de demonizar, y menos por inercia, a ninguno de mis personajes.
- Vila es licenciado en psicología. Hombre cultivado y con inquietudes, observador y dado a la digresión, empatiza con los detenidos. Todo ello lo convierte en freno viviente para cualquier conato de agresión. Díganos, con la perspectiva que dan 30 años, y dentro del clima de terror que entonces se vivía en el País Vasco, durante la redacción de El mal de Corcira ¿no tuvo el impulso de que Rubén Bevilacqua, en algún momento comprometido como los hay, secundara la aplicación de malos tratos sobre el etarra?
No está en su carácter ni en su condición. Es un hombre reflexivo, empático y al que le repugna el abuso sobre quien se halla en situación de inferioridad. Hay a quien le molesta que sea así, quien me dice que eso hasta le quita atractivo, pero así es él y más de un guardia con cuya amistad me honro, y yo prefiero a la gente que es consciente de lo que hace y por qué. Además, Vila se ha leído la Cartilla del Guardia Civil y se la cree, cuando dice —y está escrita en 1845 — que un agente del cuerpo no puede permitirse vejar a un detenido y que en su labor debe mostrarse «firme sin violencia». Lo que sí se permite, y le pesa luego y así lo cuento, es asistir alguna vez al maltrato infligido por otros sin oponerse como luego cree que habría debido hacerlo. Habrá a quien le sorprenda, pero es exactamente lo que me ha referido más de un guardia civil que estuvo en el País Vasco en los años de plomo.
- En 2017 el subteniente Bevilacqua, seis años después de que ETA declarase el cese de todas sus actividades criminales, y con la disolución de la banda en perspectiva (se produjo en 2018), se muestra partidario del acercamiento de los presos a las cárceles vascas. Asimismo demanda que el Estado participe en la Comisión de Investigación de Presuntos Malos Tratos a Detenidos en el País Vasco (a muchos se aplicó la Ley Antiterrorista) comisión a la que hoy, de momento, sólo integran familiares de presos y detenidos con sus abogados. ¿Compartiría Lorenzo Silva estas propuestas de Rubén Bevilacqua para tratar de dar carpetazo a un asunto que parecía no tener final?
Totalmente. Creo que es un grave error del Estado dejar que sea el Gobierno Vasco el que acabe estableciendo, con órganos de dudosa imparcialidad, la verdad histórica sobre una práctica ilícita del propio Estado. Eso conduce a que cualquiera que denuncie sea reconocido como víctima, cuando el sentido común y la experiencia —y los procedimientos de la propia ETA, reflejados en sus documentos internos— nos dicen que hay un porcentaje, seguramente de dos dígitos, de denuncias falsas o exageradas. Si en su día hubo casos que los tribunales no señalaron, el fallo debe corregirlo el propio Estado, por razones de humanidad, justicia y defensa de la verdad. En cuanto a los presos, hubo una época en la que su dispersión y alejamiento estaban justificados, dada la peligrosidad que acreditaron, entre otras cosas, para el sistema penitenciario. Hoy, al margen de que sus graves delitos deban pagarlos, por respeto a las víctimas, y porque muchos de los que continúan en prisión ni han reparado el daño causado ni muestran el más mínimo arrepentimiento de sus acciones, tenerlos en Canarias o el Puerto de Santa María viene a representar un encarnizamiento con sus familias, que ni me conforta ni creo necesario.
- Más que por defecto supongo que los «problemas» a la hora de manejar la documentación reunida hayan podido surgir por su exceso. En cualquier caso su criba es otro acierto de El mal de Corcira. En ningún momento los datos ahogan la trama, siempre bien acompañada gracias al apunte preciso, al diálogo bien oído y a una ambientación exacta. La experiencia de un escritor se distingue en cosas así, y más si venimos de leer a tanto principiante obsesionado por aprovechar enteramente su documentación. ¿Puede explicar para aquellos que empiezan a escribir (y para quienes llevan haciéndolo un tiempo –y parece que no se han enterado–) cómo criba en esta última novela toda la información obtenida a través de sus diversas fuentes?
En este caso ha sido fácil, lo que no quiere decir que haya sido rápido, sino todo lo contrario. Hace más de veinte años que pienso en lo que Bevilacqua pudo vivir en el País Vasco, un rasgo de su biografía que está apuntado ya en la primera novela. Hace diez que trabajo sobre el tema, hace tres que publiqué un libro dedicado a la crónica de la lucha de la Guardia Civil contra ETA junto a Manuel Sánchez y Gonzalo Araluce, repleto de datos e información —ahí sí tenía sentido—, y son decenas o quizá centenares las personas que vivieron los hechos, desde la lucha antiterrorista y desde la sociedad vasca en su fracción abertzale o en la contraria con las que he hablado. Yo mismo he conocido el terror de ETA en mi barrio de infancia, una colonia militar de Madrid, el municipio donde los etarras mataron a más gente —con diferencia—, y donde acabaron asesinando a uno de mis vecinos. También he leído cuanto he podido, y algún estudio excelente hay ya sobre la genealogía ideológica del MLNV. De ese magma ingente, e imposible de volcar en una novela, se impuso en seguida la certidumbre de que debía hacer un destilado extremo: ir a los detalles de veras significativos, para retratar a mi personaje y a la víctima del crimen y acercar al lector a la esencia de lo ocurrido, apartando la hojarasca.
- Ha evitado ese juego tan socorrido en novelas que tratan el terrorismo de esparcir pistas para que el lector no tarde en reconocer sucesos, aunque los nombres de sus protagonistas sean falsos o se den desplazamientos de localización. Pero en la detención de François, jefe del comando itinerante y trasunto de Henri Parot (quien, junto a otros etarras de nacionalidad francesa, perpetró 22 atentados en los que murieron 38 personas y resultaron heridas más de 200, sobre todo militares y guardias civiles) apenas deja margen para la ficción. Sabiendo que este asesino en serie dinamitó la casa cuartel de Zaragoza causando 11 muertos (5 niñas entre ellos), ¿buscó que no quedaran dudas sobre a quién nombra?
No buscaba ningún ajuste de cuentas con él, qué sentido tendría. La justicia ya lo sentenció a lo que le tocaba y ahí está, cumpliendo su condena. Justamente por no querer retratar a Parot, la persona, le cambié el nombre y me quedé con el esquema que define su peripecia, que es lo que de veras me interesaba: un ciudadano francés que fue el más sanguinario etarra y que tras su detención, gracias a la perspicacia de uno de esos menospreciados guardias de pueblo, que algunos listos incluso llegan a caricaturizar sin conocerlos —ojalá los hubiéramos tenido, por cierto, en algún lugar donde un imán les lavaba el cerebro a todos los chavales que se le ponían a tiro—, movió a Francia a abandonar la relativa pasividad con la que hasta entonces asistía al hecho de que ETA tuviera en su territorio su base y su retaguardia segura.
- En la investigación de ese ex etarra molido a palos en una playa encuentro la mejor prueba de cómo el pasado va a influir –y quizás hasta el fin de sus vidas– en los que intervinieron en aquella guerra acabada en 2011 con la rendición incondicional (y sin haber logrado ni uno solo de sus objetivos) de una de las partes. En palabras de Antonio Muñoz Molina, para ambas, «el pasado irrumpe en el presente como esas bombas de guerras antiguas que mutilan a un inocente muchos años después», y en esta otra trama de El mal de Corcira ambientada en 2017 quien peor termina es Igor López Etxebarri. Pero leyendas vivas de la lucha antiterrorista como el capitán Álamo, que seducido por los cantos de sirena del dinero de la coca y el hachís se ha dejado corromper, y reaparece años después encarcelado en el Puerto de Santa María (junto con no pocos guardias civiles rendidos también al poder del dinero fácil), ejemplifican cómo en el otro bando hay finales no menos aciagos. ¿Hasta qué punto piensa que situaciones límite como las que sufrieron los contendientes durante aquella guerra pudieron modificar su carácter generando distorsiones y hasta psicopatías? Aparte de escritor, usted es abogado. ¿Consideraría un atenuante antes de enviar a la cárcel a uno de estos sujetos, por cualquier delito, el haberse visto inmerso, y a veces durante largas temporadas, en aquel clima bélico?
Psicopatías no diría yo. Según nos enseña la neurociencia, parece que el psicópata nace, y luego la experiencia lo activa más o menos o nada, en función de lo que le toca vivir. Es posible que muchos psicópatas de cuna encontraran en ETA su lugar, también se cuela siempre alguno en los cuerpos policiales, no sólo en la Guardia Civil y, según se dice, donde hay no pocos es en los círculos de poder político o económico. Tras la guerra —o tras la pérdida del poder— esos psicópatas son difíciles de recolocar en la sociedad, y desde luego no es infrecuente que protagonicen algún derrape, aunque el psicópata suele tener un alto sentido de su propia preservación y si huele que le conviene y que se le vigila también puede esmerarse en mantener un perfil bajo. Otros muchos de los que vivieron aquella experiencia arrastran heridas, eso que ahora se llama estrés postraumático, que pueden llevar a desequilibrar al sujeto, e incluso a conducirlo por caminos peligrosos. Lo que cuento de Álamo no es una ficción: más de un caso ha habido, de guardias civiles que con una brillante hoja de servicios, no sólo en la lucha antiterrorista, han acabado a sueldo del narco. La recompensa inmediata es suculenta, y por lo que sea no tienen la lucidez suficiente para comprender que a largo plazo lo más probable es que la apuesta acabe con su carrera, su prestigio y su libertad. Me cuesta pensar, salvo casos especialmente graves de trastorno, que su abogado pueda en estos casos alegar la dureza de su trabajo anterior para eximir al acusado de responder por ese delito o atenuárselo. Otros muchos que sufrieron ese mismo trauma siguen desempeñando su labor y contentándose con su sueldo.
PREGUNTA ANNA:
- Al principio de la novela Virginia Chamorro tiene que ser hospitalizada a causa de las heridas sufridas durante una operación policial que se complica y necesita tiempo para recuperarse. Aparecerá de nuevo en el capítulo 21. Esta subtrama inicial, que no tiene demasiado recorrido, parece la excusa para prescindir del personaje de Chamorro durante buena parte de la novela, aunque Vila y ella mantienen contacto telefónico. ¿Por qué decidió apartar a Chamorro en la primera parte de la investigación del asesinato de Etxebarri?
En la vida hay accidentes, es un hecho que solemos olvidar. A Bevilacqua se lo recuerda del modo más amargo posible el percance que sufre Chamorro y que le duele más que si lo hubiera sufrido él mismo. Además de servirme para darle ese recordatorio, convierte a Chamorro en un cumplido ejemplo de algo que dice el personaje que encarna Jude Law en El joven Papa, de Sorrentino: Absence is presence, la ausencia es presencia, a veces no estar es la forma más intensa de mantenerte presente en la mente de los demás, frente a esta fiebre que nos ha acometido —para mayor rentabilidad del gran negocio de las redes sociales— de no dejar de piar para que no nos olviden. Que Chamorro no esté presente en las primeras pesquisas no la aparta de ellas; que no viva junto a Bevilacqua los primeros momentos de su regreso al pasado a causa de la condición del muerto no la excluye de su examen de conciencia. Al revés: la actuación de Virginia es decisiva para resolver el caso, del que su jefe la tiene siempre informada, y es ella la destinataria de la evocación y la confesión que a causa de esta investigación afronta Bevilacqua; gracias a ella existen y las leemos. Sin ella, ni lo uno ni lo otro sería igual, aunque al principio no esté. Sé que es una paradoja, pero no lo puedo evitar: me pierden las paradojas.
- En El mal de Corcira Bevilacqua es un hombre de 54 años y son numerosas las referencias que él hace a su edad: «Con el hígado colgando por las comisuras, me dije que empezaba a ser viejo para aquello» (pág. 114); «Me va quedando menos tiempo, y cada día y cada afán y hasta cada marrón son cada vez más valiosos. No puedo dejar de morderlos, mientras me queden dientes» (pág. 174); «…mi viejo cuerpo me pidió tregua…» (pág. 301). ¿Le quedan a Bevilacqua historias que protagonizar o ya va pensando en jubilarlo? En esta novela, vemos cómo su hijo está siguiendo sus pasos en la Guardia Civil, ¿tiene pensado otorgarle más protagonismo en próximas tramas?
En principio le quedan aún seis años de servicio, y existen fórmulas para que pueda seguir trabajando incluso más allá. Es bastante tiempo: tal y como van el mundo y el país en que vivimos hay margen para que se vea envuelto en toda clase de líos; sin ir más lejos, una pandemia que lo pone todo patas arriba y que en la ficción todavía tiene por delante. Yo tengo ya tres novelas pensadas, y si no hay ningún contratiempo cuento con que habrá algunas más. En cuanto a Andrés, el hijo de Bevilacqua, ahora es un guardia novato que está en lo que le toca, foguearse en un destino rural en Lanzarote. Pero tiene los genes del padre, algunos de sus rasgos e inquietudes, y todo es posible. Sin precipitarse: no hay que correr de más, ni para meter a alguien en la UCO, ni en la vida ni tampoco en la literatura que pueda tratar de contarlo, si al final procede.
- ¿Cuánto hay de Lorenzo Silva en Bevilacqua?
Es hombre, nació en los 60, hizo el bachillerato en el Madrid periférico. También pudo estudiar una carrera, aun no perteneciendo a la clase social acomodada a la que antes se reservaba ese privilegio, y procura observar, escuchar y tratar de entender a los demás antes de sentenciarlos. De hecho, prefiere no tener que sentenciarlos y que haya otros que se postulen para esa función. Le gusta leer, viaja mucho, no le pesa sentirse extranjero y procura estar en paz consigo mismo, haciendo lo que cree que debe y reconociendo sus errores como cosa suya, antes que tratar de cargárselos a otros. A partir de ahí, todo son diferencias. Él es funcionario público y militar y yo un autónomo a la intemperie. Él vive junto al dolor y yo lo miro de lejos. Lo que tengo claro es que desde hace tiempo él me enseña a mí muchas más cosas que yo a él.
- Bevilacqua es un personaje reservado, discreto, que apenas habla de su vida privada. Sabemos de su infancia en Uruguay y de un padre ausente, y las conversaciones que tiene con su madre y con su hijo en la novela son escasas pero interesantes para el lector porque son resquicios por los que asoma un Vila íntimo al que conocemos poco. ¿Van a revelarse algún día los orígenes de Bevilacqua, hablará de su entorno familiar más íntimo?
He hablado antes de que tengo tres novelas en la cabeza. Alguna de ellas abordará esa zona de sombra. Hasta extremos que a lo mejor sorprenden. Pero antes de escribirlas y publicarlas no debo decir nada más al respecto.
- Decidir tratar el tema del terrorismo que tanto dolor ha causado en este país no es tarea fácil y sí muy valiente por su parte. ¿Ha sido esta novela la que más le ha costado escribir al tratar con tanto detalle y rigor la lucha antiterrorista? ¿Por qué escribirla ahora?
Quizá no deba reconocerlo, pero esta novela es una de las que me ha salido con más fluidez de toda la serie. Llevaba muchos años con ella en la cabeza, había pensado una y mil veces en muchos de los detalles, qué contar, qué decir, cómo decirlo, y cuando me puse a ello brotó casi como un torrente. Es algo que suelo decir en los talleres que a veces me piden que imparta: cada vez estoy más convencido de lo importante que es el trabajo que se hace en una novela antes de escribir la primera línea. No hay que darse prisa en abordar una historia, y menos aún tratar de escribirla sin tenerla madura. Las prisas son malas consejeras en la vida en general, pero en literatura, además, conducen a que escribir resulte más laborioso e insatisfactorio. Con todo, reconozco que hubo algún pasaje en el que invertí no pocas horas y sudores, para tratar de encontrar las palabras precisas. Sirva como botón de muestra el pasaje en el que un niño ve cómo un etarra asesina a tiros a su padre, por desgracia inspirado en un hecho real. Escribir del terrorismo —como escribir del crimen en cualquiera de sus formas— es escribir del dolor humano en su expresión más atroz. Y eso merece un respeto, que no siempre se tiene.
En cuanto al por qué ahora, en mi caso puedo dar una respuesta breve: esperé a tener todo el material que necesitaba y a haberlo procesado como el caso requería. También viene bien escribir sobre una historia cerrada: como le dijo Solón al tirano de Lidia, Creso, el final de un hombre —en este caso, el de una organización humana— es lo que termina de dar la medida de su condición.
- Como lectora me interesa siempre saber qué leen los autores de los libros que leo: ¿Qué tipo de lector es Lorenzo Silva? ¿Cuáles son los escritores que más le han influido?
Un lector voraz e indiscriminado, desde los cuatro años, que fue la edad a la que una monja muy persuasiva, la Madre Elvira, me convenció de la necesidad y aun la perentoriedad de descifrar la escritura. Me han influido decenas de ellos, y es siempre odioso hacer una selección, pero por no aburrir al lector mencionaré a Kafka, Proust y Chandler —mi particular trinidad novelesca, sobre los que escribí un ensayo titulado El misterio y la voz, para el que tenga curiosidad—, y también a Cervantes, Verne, Conrad, Galdós, Stendhal, Virginia Woolf, Onetti, Sabato, Sender, Barea, Sampedro, Delibes, Musil, o últimamente la gran Svetlana Alexiévich. Y otra trinidad épica que forman los maestros de todos, que son los griegos: Heródoto, Tucídides y Jenofonte —con un discípulo aventajado y fascinante, el palestino Procopio de Cesarea—; todos ellos bajo la sombra protectora de Homero, que junto a Sócrates y algunos otros esbozó la forma de ser humano, ser digno y ser libre de la que somos herederos.
©Bajo la doble lupa de…, Anna Miralles y Manu López Marañón, 2020.
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Muy buena entrevista al gran Lorenzo Silva. Me encantan las novelas de esta pareja de guardia civiles tan estupenda y esta última entrega esfantástica.