Amaranta y la intuición
MIGUEL ÁNGEL CARCELÉN GANDÍA|
No le costó demasiado dar con la masía. Saltaba a la vista que el sendero que conducía hasta ella hacía tiempo que había dejado de estar transitado, pero su rastro todavía se distinguía con nitidez. El hecho de hallarse al abrigo de uno de los primeros berruecos que presagiaban la Sierra Mayabona la hacía aparecer a los ojos del caminante desavisado poco menos que como una emboscada del desolado paisaje, apenas molestado en su monotonía por huebras lejanas. En los alrededores no se divisaba ningún vehículo, así que, o bien lo habían aparcado a la vuelta de la casona principal –único lugar que no quedaba a la vista-, o bien quien lo había citado allí pensó llegarse andando, lo que cuadraba con el carácter del camarada Enrique. A sus ochenta y tantos años se mantenía en un estado de forma envidiable, quizás, como gustaba presumir, gracias a sus muchas horas de paseos por los rincones del Maestrazgo.
No era la primera masía que veía con una especie de torreón adosado, una masía fortificada, sin embargo, sí era la que mejor lo conservaba, contrastando con el estado ruinoso del edificio colindante. Miguel sabía que la función de semejantes construcciones fue, en un principio, defensiva, para pasar más tarde, en épocas de bonanza y paz, a servir de almacén. Precisamente la puerta del torreón fue la única que encontró abierta. En cualquier caso, aunque se hubiese topado con alguna otra puerta en disposición de ser atravesada para acceder a la masía, dudaba mucho de que se hubiera atrevido a usarla, dada la desconfianza que causaban a primera vista las vigas de madera carcomidas y sobresalientes de la fachada. ¿Cuánto tiempo llevaría deshabitada la masía?, ¿qué relación tendría el camarada Enrique con aquel lugar?, ¿por qué lo había emplazado en un sitio tan pintoresco?, y, sobre todo, ¿por qué lo había vuelto a citar después del desencuentro que tuvieron en la última ocasión que charlaron? ¿Qué era eso tan importante que tenía que mostrarle?, ¿lo sería tanto como para que variase su opinión sobre él?
“Al pasar la primera quebrada del camino que une Mosqueruela con La Iglesuela, poco antes de llegar al Puerto…, no tiene pérdida, te desvías por el camino que va paralelo al curso del río Montelleó y das con ella. A lo mejor queda alguna indicación de la ermita de la Virgen de la Estrella, aunque está bastante más lejos, no sé…”. Tales habían sido las referencias del camarada Enrique para orientarlo hasta el lugar donde tendría lugar su última entrevista. El coche, nada acostumbrado a sendas pedregosas y ribazos espinosos, había sufrido lo suyo hasta llegar. Pero allí estaba él, a punto de penetrar en el torreón de la masía…, ¿cuál era el nombre?…, creía recordar que el anciano se lo había repetido, mas, con las novedades de los últimos días, no había conseguido retenerlo, extremo extraño en él que, como buen escritor, procuraba memorizar cuanto pudiera parecer interesante y servir a sus futuros argumentos. No cabía duda de que todo lo que rodeaba al camarada Enrique se estaba revelando muy atractivo, demasiado tal vez, para un libro de transición en su carrera, sin excesivas pretensiones.
Miguel tardó unos segundos en acostumbrar la vista al interior de la antigua edificación; cuando lo fue haciendo la silueta de un cuerpo se recortó contra el ventanal estrecho y alargado, sucio de excrementos de paloma. Quien lo esperaba no estaba inmóvil, se mecía suave, casi imperceptiblemente. Era el camarada Enrique, sí, ahora podía verlo mejor. Llevaba su gastado traje de pana marrón y sus inseparables botas. ¡Pero las botas no tocaban el suelo!, ¡y algo lo mantenía suspendido del cuello a un travesaño de madera! Pese a la penumbra Miguel confirmó su espeluznante impresión de que el camarada se había suicidado ahorcándose. Sin pensarlo demasiado corrió hacia él e intentó descolgarlo. La oscilación del cuerpo le hizo pensar que acaso no hubiera transcurrido demasiado tiempo y todavía pudiera reanimarlo. Apretó su pecho una y otra vez, insufló aire en sus gastados pulmones, tapó su nariz, le tomó el pulso…, más masaje cardíaco…, en vano.
Miguel buscó su móvil y marcó el número de emergencias. Sin cobertura. Ahora se revelaba en toda su crudeza un detalle de esta comarca que, al principio, había encantado al escritor: poder vivir horro de la tiranía de los teléfonos. Antes de decidir desandar el camino hasta Mosqueruela para pedir ayuda cayó en la cuenta de una particularidad inquietante, las muñecas del camarada Enrique mostraban claros signos de haber estado atadas con fuerza.
Texto © Miguel Ángel Carcelén Gandía- Todos los derechos reservados
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