ALARMA SILENCIOSA de Miguel Izu (IV Antología Solo Novela Negra)
No debería haber un cadáver. Pero allí estaba, en medio del salón, con una fea herida en la cabeza y en un charco de sangre todavía sin coagular que brillaba a la luz de las linternas. También se veía sangre muy roja en un atizador de chimenea. No hacía falta ser muy listo para deducir que al hombre, en pijama y zapatillas, lo habían liquidado con un par de golpes que le habían abierto el cráneo.
—Vámonos de aquí —dijo Marcos.
—¿Y las joyas? —preguntó tontamente Gómez.
—Olvida las joyas, hay que salir pitando.
Marcos retrocedió por el pasillo, iluminándose con su linterna, hacia la puerta de la cocina por la que habían entrado. Los dos caminaron en silencio, Marcos atento a cualquier sonido amenazador. Únicamente se escuchaba el lejano rumor del tráfico en la autovía y el sonido de un motor circulando por las calles de la urbanización. Atravesaron la cocina, envuelta en penumbra, y salieron al jardín trasero. Apagaron las linternas, hasta allí llegaba la luz de las farolas colocadas en la calle. Rodearon el chalet pegados a la pared, cruzaron el jardín delantero y se dirigieron a la puerta. Al abrir la cancela enrejada escucharon una voz potente.
—¡Alto! ¡Policía!
Una luz blanca y cegadora les iluminó. Marcos solo pudo percibir algunas sombras a su derecha y a su izquierda. Estaban rodeados. Levantó las manos para mostrar que no llevaba armas. Nunca llevaba. Gómez le imitó.
Mientras los llevaban esposados en un coche policial, Marcos meditaba sobre qué era lo que había podido pasar. En principio, parecía un trabajo fácil, lo habían hecho varias veces para el tipo que se hacía llamar Paco. Marcos sabía que no se llamaba Paco, ni Francisco. No aceptaba un encargo de alguien de quien no supiera nada. Le había seguido y había obtenido datos sobre él. Se llamaba José María Ejea y trabajaba en una empresa de seguridad llamada Westwood Security. Pese al nombre, era una compañía española, con varios socios que también tenían intereses en la construcción. La crisis había golpeado el sector, pero el de la seguridad iba viento en popa. Nunca son malos tiempos para todo el mundo, de la incertidumbre y el miedo siempre hay quien se aprovecha. El trabajo que Ejea encargó a Marcos era robar en un chalet situado en una típica urbanización de las afueras para gente de clase media con pretensiones de vivir en la naturaleza pero a pie de autovía hacia el centro de la ciudad. Casas de diversos tamaños con jardín, instalaciones deportivas comunes y un centro comercial cerca para hacer la compra en automóvil. Los vecinos más antiguos se habían instalado apenas un año antes y todavía había viviendas sin ocupar y carteles publicitando su venta. No era un lugar donde Marcos hubiera planeado ir a dar un golpe. Los residentes tenían buena posición económica pero tampoco eran ricos. Probablemente lo más valioso que tuvieran fuera la vivienda, con su hipoteca, y en estos tiempos nadie guarda dinero en casa. Los muebles serían buenos, pero nada atractivos como botín. Tendrían buenos aparatos electrónicos, ordenadores, televisores, equipos de sonido, pero difíciles de transportar y de colocar en un mercado saturado. Alguna pintura o escultura de autor cotizado, pero Marcos nunca se había sentido atraído por el arte, demasiado complicado. Habría joyas, que es lo que Ejea le propuso robar. Tampoco le hubieran llamado mucho la atención si no le hubiera ofrecido un dinero seguro. Las joyas que suele tener la gente que vive en esas urbanizaciones, familias jóvenes, no suelen merecer la pena. Para hacer rentable un golpe así hay que apuntar más alto, barrios mucho más exclusivos con una media de edad más alta. Ejea le ofreció diez mil euros por entrar en dos chalets en dos fechas distintas. Le aseguró que era un trabajo fácil, viviendas vacías muchas horas en los días laborales, no había alarmas ni vigilantes. Marcos recibiría el dinero independientemente del botín que encontrara. Con una condición, tenía que forzar violentamente la puerta o la ventana de entrada y luego causar algún destrozo más en el interior, registrar y desordenar las habitaciones dejando muebles abiertos y su contenido desparramado. Marcos prefería golpes más limpios, pero no puso reparos. Cuando supo para quien trabajaba Ejea comprendió todo. Se trataba de atemorizar a los nuevos vecinos de aquella urbanización con dos robos aparatosos en pocos días. Muchos se apresurarían a encargar la colocación de una alarma, quizás la comunidad contratara vigilancia privada. Cuando Marcos dio una vuelta por la urbanización observó, a la entrada, una gran valla publicitaria de Westwood Security.
Aquellos primeros golpes resultaron tan sencillos como le había prometido Ejea. Los hizo con Gómez, no demasiado listo pero tan obediente como un perro guardián. Entraron en los chalets sin ningún problema, ejecutaron la puesta en escena que les habían encargado y se llevaron anillos, pulseras y collares de oro y de plata, con alguna piedra preciosa no muy aparente, y también cierta cantidad de bisutería sin valor que no se molestaron en examinar. Ejea, complacido, recibió la mercancía sin apenas mirarla y pagó a tocateja. Anunció que podría haber más encargos y, efectivamente, en los cinco años siguientes periódicamente volvió a reclamar los servicios de Marcos y de Gómez. Siempre robos con escaso riesgo en urbanizaciones recién construidas en la periferia de la ciudad, todas con un gran anuncio de Westwood Security en los alrededores, seguidas por intranquilizantes titulares en la prensa local sobre bandas de asaltantes de viviendas, muchos venidos de países del Este.
El último trabajo parecía uno más, salvo que no se lo había encargado directamente Ejea. Se había limitado a llamar para avisar que un amigo suyo le daría instrucciones. Se citaron en la cafetería de El Corte Inglés. El que se presentó como “amigo de Paco” dijo llamarse Toni. Marcos supuso que era un nombre tan falso como el suyo. Marcos, en realidad, era el segundo apellido de su madre y nunca aclaraba si era nombre o apellido. El supuesto Toni era un poco más joven que Ejea, andaría en la treintena, tenía el mismo aspecto de comercial, traje oscuro con camisa clara y sin corbata. Dijo que trabajaba con Paco, Marcos supuso que en Westwood Security. Se trataba de robar otro chalet dejando unos cuantos destrozos detrás de sí. Marcos aceptó haciéndose el propósito de averiguar algo más sobre Toni. No tuvo ocasión, el golpe debía darse dos días después, aprovechando una noche en que los propietarios iban a cenar fuera y regresarían tarde. Marcos intentó seguir a Toni cuando salieron de El Corte Inglés, pero lo perdió entre la multitud que pululaba por el supermercado. No obstante, decidió fiarse de la referencia de Ejea, con el que nunca había tenido ningún problema. Pero no había sido un trabajo más. Al entrar en la casa se encontraron un muerto y al salir se encontraron con la policía.
—Yo no sé nada de ese muerto ¾insistió Marcos.
—Solo es casualidad que salieras del chalet diez minutos después de que lo mataran.
El inspector Vázquez miró el reloj.
—Mira, en diez minutos llegará tu abogado y empezaremos a tomarte declaración formal. Estás aún a tiempo de decirme la verdad, ahora, entre amigos, y quizás te pueda ayudar.
Marcos ya se conocía el truco del policía que dice ser amigo tuyo y no se lo iba a tragar.
—Le he dicho la verdad. No sé quién es el muerto, nosotros solo íbamos a robar.
—Por cuenta de Toni.
—Sí.
—Del que no sabes nada.
—Que trabaja con José María Ejea en Westwood Security, ya se lo he dicho.
—Malas noticias para ti. En Westwood Security no trabaja nadie que se llame Toni.
—Ya, ya le he dicho que Toni probablemente sea un alias, pero Ejea sí es un nombre real.
—Ahí tienes razón. Pero Ejea hace casi un año que ya no trabaja en Westwood Security. Emigró. Lo hemos comprobado. Se fue a vivir a Chile. Hace muchos meses que no ha estado en España.
Marcos quedó callado. Si era cierto lo que le decía el policía, Ejea se la había jugado bien. Le pudo haber llamado por teléfono desde Chile o desde cualquier lugar del mundo, pero sin advertirle de nada, para recomendarle a su amigo Toni, que había salido rana.
—Seguro que fue el que se hacía llamar Toni el que les avisó para que acudieran a la casa —contraatacó Marcos—. Compruébelo.
—Buen intento. —El inspector sonreía, burlón—. No nos avisó nadie, quiero decir ninguna persona. Nos avisó la alarma.
—¿Alarma? —Marcos estaba confundido —. No sonó ninguna alarma.
—Es una alarma silenciosa, programable para que solo avise a la central de la empresa de que hay intrusos, la empresa nos avisa a nosotros. No comprobasteis si había alarma…
—Toni me dijo que no había. Le digo que ha sido una trampa.
—Una trampa así es cosa solo de novela negra. Si existiera, ese Toni sería un tipo muy espabilado, y tú un tipo muy tonto.
©Relato: Miguel Izu, 2020.
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