AL TERCER DÍA, EL GATO CAGÓ de Juan Pablo Goñi
Al tercer día, el gato cagó (inspector Brucco)
Juan Pablo Goñi Capurro
—Estoy a su disposición, no tengo nada que ocultar, así que puedo decirles absolutamente todo lo que sucedió en nuestra visita a la ciudad —La mujer hizo una pausa para comprobar la recepción de la generosa oferta y continuó—. Empiezo por el jueves, primer día. Llegamos a mediodía, descansamos, fuimos a cenar, nada relevante hasta la noche. A la noche discutimos, Fercho no cagó en todo el día.
—¿Le decía Fercho a su marido? —acotó Calosino, birome en mano.
—No, no, Fercho es mi gato.
Brucco se insultó, por una vez no podía culpar a su entusiasta colega. Él mismo había pedido a la mujer que les contara todos los detalles de su estadía en la ciudad.
—Claro, suele pasar que los animalitos, al cambiar de hábitat se desacostumbren —aportó Calosino, ansioso por establecer empatía.
La mujer colocó las manos sobre las rodillas —hermosas rodillas—; estudió a Calosino, torció un poco la boca formando una mueca de desdén bien ensayada, destinada en parte a desconcertar al interlocutor.
—¡Hombres! Claudio dijo lo mismo. A ustedes no les importan los sentimientos de los pobres animalitos, si se muere una mascota, compran otra y les da igual.
Calosino enrojeció; lo tenía merecido por alargar el interrogatorio con pretensiones de conocedor gatuno. Brucco calculó; a ese ritmo, la fonda estaría cerrada mucho antes de terminar con la mujer. Las tripas le crujieron inspiradas por la estimación; la mujer revoleó los ojillos pícaros, pero no comentó la sonora irrupción del abdomen del policía. Estaba más interesada en su propio relato.
—Claudio dijo esa misma boludez —Miró a Calosino, rojo todavía— y me enojé. Esa noche dormí con Fercho y Claudio durmió en este mismo sofá.
Sofá grande para un hombre como Brucco, hasta para Calosino que era un poco más alto. Claudio Amenábar era corpulento, inmenso; el tano imaginó que la panza desbordaría los almohadones blancos, casi que la buscó junto a las piernas de la viuda.
—Pasemos al segundo día, viernes. Fuimos a una feria, esa que le dicen la Saladita, por La Salada de Buenos Aires donde se veden ropas de segundas marcas o truchas —El tano se sintió insultado, ¿los trataba de pajueranos que no sabían qué era la Salada?; la mujer continuó—. De Saladita, nada. La Salada es gigante, esta tiene diez locales locos. Claudio discutió mucho con una mujer, una empleada o dueña, no sé, algo que tenía que ver con la factura A. Supongo, porque Claudio siempre insistía con esas dichosas facturas por el tema impositivo, la verdad es que yo estaba ocupada escogiendo un labial, no sé por qué pelearon. Estaba enojada, quería ir por un veterinario para que me diera un laxante para gatos, pero Claudio se negó.
—¿No llamó a su veterinario habitual?
Brucco movió el cuello como si efectuara estiramientos; hubiera preferido acogotar a su colega, ¿por qué insistía con prolongar el interrogatorio? ¿Veterinario habitual cuando estaban de visita? La mujer no se dio cuenta de que era una pregunta idiota, también tenía que dejar sentado su enfado con el veterinario habitual.
—Huberto está de vacaciones. Un desconsiderado. Mejor, no hablar del tema. La cosa es que almorzamos acá, en el hotel, comida medio pelo diría. Volví a la habitación, las piedritas estaban limpias. Fercho dormía bajo el acolchado, pobrecito. Claudio salió a las tres de la tarde para la reunión de negocios.
—Y usted salió a buscar un veterinario.
¡Calosa y la puta que lo parió! ¿No se daba cuenta de la hora? Brucco acomodó el culo en el sillón por tercera vez, la mujer ni lo notó. Extendió el cuerpo para responder a la inquietud del inspector más joven.
—No, yo aproveché la piscina climatizada del hotel, toda la tarde. La natación da firmeza a los músculos y estiliza el cuerpo, ¿no lo cree así, inspector?
Como la viuda había aceptado a Calosino como interlocutor, el tano zafó de contestar. Ciertamente, la mujer tenía piernas firmes, rodillas bonitas —ya dicho— y un par de perfectas tetas plásticas.
Calosino asintió; Brucco temió que iniciara un panegírico a la actividad física, uno de los credos del novato que nunca dejaría de serlo. No fue así, se limitó a ese gesto ante la coquetería de la platinada que parecía olvidar que tenía el cuerpo de su esposo asesinado detrás de la pared.
—A la noche fuimos a cenar al centro, una esquina reciclada, lindo. Y caro. Claudio se peleó con el mozo porque había hecho mal la cuenta.
—¿Cómo le fue a su marido en la reunión de negocios? —interrumpió Brucco para mostrar a Calosino qué datos debían preocuparlo.
—Ni idea, nunca hablé de negocios con Claudio, los negocios me aburren.
Magnífica esposa. El tano agachó la cabeza; como sospechaba, el interrogatorio era tiempo perdido, ¿qué se había creído que lograría?, ¿intimidarla?, ¿con Calosino como segundo? Más allá de la burda insistencia en mostrar al esposo como un hombre dispuesto a pelear por cualquier nimiedad, la mujer era de las que intimidaban y no viceversa. Se resignó a sufrir el resto de la actuación.
—En fin, me acosté preocupada, Fercho seguía sin ir de cuerpo.
Que Calosa no preguntara dónde había dormido el marido; Brucco lo pateó cuando el otro alzaba la mano como un nene de primer grado pidiendo permiso para ir al baño.
La mujer alzó los hombros, dejó vagar la vista por la antecámara.
—Llegamos al tercer día, hoy.
Al tercer día, el gato cagó, sentenció Brucco. Allí, a cuarenta centímetros de sus zapatos polvorientos, estaban las piedritas y el olor a mierda para confirmarlo.
—¿Notó algo extraño en Claudio? Hoy, digo.
La mujer pestañeó varias veces ante la pregunta de Calosino. Brucco ocultó un bostezo, el hambre lo carcomía.
—No, creo que no. Desayunamos y salimos a pasear. Almorzamos en un restaurante muy bonito, entre las sierras. Claudio discutió con una clienta, una mujer que había estacionado mal el coche y no nos dejaba salir, le pateó las gomas y todo.
Si por ella fuera, hubiera titulado el viaje como «Las peleas de Claudio». Calosino anotaba con letra chica, el tano se preguntó qué carajo escribía. La mujer instaló un mohín delicado en el rostro para la siguiente afirmación.
—Al regresar al hotel, ¡la mejor de las noticias!
La mujer ensanchó la sonrisa, dirigió los ojos a las piedritas por unos segundos. Calosino no comprendió.
—¿Su marido hizo negocio?
—¡El gato cagó, Calosa! ¿No tenés nariz? —estalló Brucco.
A la mujer le desagradó el comentario, su Fercho no merecía mezclarse con esos vocablos vulgares. Se alisó la falda verde y cogió un pañuelo descartable de la cartera. Calosino, ruborizado, anotó el incidente de la defecación del minino. Brucco no reprimió un gesto de fastidio.
—Le recuerdo, inspector, que ustedes insistieron en interrogarme. Por mí, lo dejamos acá.
Brucco se tragó la bronca. Calosino pidió disculpas por el compañero y la animó a continuar el relato pormenorizado.
—La verdad, si no fuera porque el asesinado es mi marido… —No estaríamos nosotros perdiendo el tiempo, respondió Brucco para sí—. Bueno, prosigo. Feliz por la novedad, me cambié y fui a la piscina, nadé mucho y charlé con dos mujeres de Salta, los maridos están trabajando en una fábrica de por acá. Tomamos algo las tres, ahí mismo, en la piscina. Digamos que se me fue la hora. Volví a eso de las diecinueve y me encontré con…
La mano extendida vaciló hasta ubicar la dirección de la cama. Ni una lágrima. La mierda del gato la había conmovido más que el marido con el cuello cortado… ¿era de verdad esa mujer?
—Digamos, señora, que usted dejó a su marido vivo en la habitación a las…
—Quince horas.
—Y estaba muerto a las diecinueve —concluyó Calosino.
—Sí. Les juro que cuando vi la puerta abierta me horroricé, creí que Fercho se había escapado. Imagínese, si el gato se perdía en este ambiente desconocido no lo íbamos a encontrar más. Pero por suerte no fue así, dormía al lado de Claudio. Cómo serán de limpios estos animalitos, no tenía una sola gota de sangre en el pelaje.
Brucco estudió el esquinero superior; ¿había oído bien, por suerte el gato dormía junto al esposo asesinado?, ¿por suerte?
—Pobre, lo tuve que meter en la jaula de viaje, con tanta policía entrando y saliendo no está seguro en la habitación.
—Me imagino, señora, los gatos se estresan.
Brucco se apretó la base de la nariz, movió los dedos en el interior de los zapatos, Calosino lo estaba llevando al extremo. Y la mujer añadió combustible:
—No veo la hora de que estemos de nuevo en casa —exclamó tras un suspiro.
El tano se puso de pie, incapaz de mantener el dominio de su cólera.
—Señora, ¿se enteró de que su marido fue asesinado en esta habitación?
La mujer se tendió en el sofá, cruzó las piernas, extendió los brazos en el respaldo.
—¿Me está tratando de tarada o de insensible, pedazo de animal?
Calosino procuró apaciguarla.
—¿Ninguna idea de quién pudo matarlo o de quiénes eran esas personas que fue a ver ayer?
—Su compañero es muy desagradable, inspector…
—Calosino.
—Debería tener en cuenta que estoy bajo estado de shock —agregó, dirigiéndose a Calosino, pero con la atención concentrada en Brucco.
—Señora, mis respetos, la dejo con su estado de shock y su gato, ya que no sabe nada de su marido. Vamos, Calosa.
Brucco dejó el cuarto en dos pasos. Calosino demoró presentando excusas y dando pésames. Se reunieron en la puerta del hotel.
—¿Te parece que vamos a encontrar al asesino, tano?
—Ya la tenemos, Calosa, fue ella. No hay otras huellas recientes, nadie aparece en ese pasillo en las filmaciones de las cámaras del hotel.
El tano condujo. Arrancó veloz. Respondía a Calosino y contaba los segundos, en tanto conducía procurando conseguir el milagro.
—¿Y si fue otro huésped?
—Fue ella. De acá a dos días, confiesa.
—¿La vas a detener?
—La vamos a seguir interrogando, cuando salga del estado de shock.
—No la veo fácil, la creo capaz de hacer cualquier cosa por zafar, ¿viste cómo te provocó al final?
El tano frenó, fonda cerrada; les quedaba el Bingo para comer algo. El tano odiaba comer en el Bingo. ¿Qué dijo Calosa?, ¿la mujer haría cualquier cosa…?, ¿y se le había ofrecido a…? Vio los labios del novato moverse un poco más, la idea rebotando en el cráneo le impidió oír que decía; ¿de verdad esa potra se lo voltearía para salvarse?
—Perdoname, Calosino, me perdí, ¿podés repetir lo último que dijiste?
—Sí, claro, tano. Los gatos son animalitos raros, no cagan en…
—¡Andá vos a cagar, Calosa!
Ya le parecía, había soñado, justo Calosa sugiriéndoselo. Capaz que fue por el hambre, no quedaba otra que matarse con una hamburguesa entre los chillidos de las maquinitas.
Calosino guardó la libreta y se ajustó el cinturón de seguridad. Ya le parecía raro, el tano preocupándose por un animalito. Bueno, raro sí estaba el tano, no era propio de él dejar pasar esa rubia.
©Relato: Juan Pablo Goñi, 2024.
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