Al final del túnel
AL FINAL DEL TÚNEL
Otro relato negro inédito del prolífico escritor Erlantz Gamboa.
Al final del tunel
Su cuerpo surgió de la niebla. Se detuvo en el andén, ante la vía, aún sin estar definido totalmente, con partes etéreas inmersas en la bruma. La estación del ferrocarril estaba sumergida en la noche cerrada, aumentada por el vaho húmedo del invierno; carente de casi toda iluminación, apenas unos mortecinos faroles junto al reloj y la entrada a la sala de espera.
La mujer miró hacia los lados, dudando en subirse a un vagón que no anunciaba su destino. Alzó los hombros, para que el cuello de piel del abrigo le calentara las orejas, y apretó las manos en el interior de los bolsillos.
Una luz bamboleante se abrió paso en la niebla, y el uniforme oscuro declaró que un empleado se acercaba.
-Salimos en un momento- dijo el anciano, elevando el farol para iluminar ambos rostros.
-¿Es el de Villegas?- preguntó la mujer.
-Es el de la Estación Central. Luego, allí, cada quien tomará su rumbo.
La mujer titubeó un segundo, no muy segura de querer abordar. Luego avanzó un paso, y levantó su pie derecho hacia el estribo.
-¡Oigan!
Una voz cortó el profundo silencio de la estación. Procedía de un punto indefinido de la bruma. El empleado y la mujer voltearon, esperando distinguir a quien hablaba. Un joven llegaba corriendo, con el abrigo como capa al viento.
-¿Es el de Ciudad Valdés?- preguntó desde lejos, con la voz exenta de aliento.
-Estación Central- repitió el empleado-. Allí puede transbordar.
El hombre se detuvo, para recobrar la respiración. Sus ojos se posaron en el rostro de la mujer, y una sonrisa apareció en sus labios.
-¿Va a Ciudad Valdés?- preguntó él.
-No, a Villegas.
-¿Está lejos el punto de trasbordo?- le preguntó el recién llegado al de uniforme oscuro.
-Media hora.
-¿Somos los únicos pasajeros?- inquirió ella.
-Por hoy, sí. Hay días en que casi no viaja nadie- respondió el empleado-. Otros días, en cambio, se llena el tren. Los fines de semana suelen faltar plazas. En la Estación Central encontrarán más pasajeros.
-¿Le importa si compartimos el ‘camarín’?- le preguntó el joven a la mujer.
-No, claro que no. Es más, me encantaría. Viajar sola no es agradable.
-Bien, ya nos vamos- recordó el del farol-. ¿Quieren abordar?
Subieron, y recorrieron el pasillo. Ella se decidió por uno de los compartimientos centrales, si bien todos estaban vacíos. Él abrió la puerta.
-Muy bonito y acogedor- observó ella.
-En efecto. No recordaba que los trenes fueran lujosos.
Se quedaron un instante en la puerta, recreando la vista en el elegante camarín. Era sobria la decoración, con pequeños cuadros de paisajes desérticos, terciopelo azul en los asientos, y luz que mantenía una penumbra de descanso o intimidad.
-No nos hemos presentado- recordó él.
-Me llamo Rosario- dijo ella, volteando y ofreciendo su mano.
-Rodrigo Esparza- declaró él, ceremonioso.
Eligieron los asientos junto a la ventanilla, uno frente al otro. Rodrigo se quitó el abrigo, pero Rosario declaró tener aún frío. El tren comenzaba a rodar, y el aire se iba llenando del olor característico de una calefacción recién encendida.
-¿Vive en San Pedro?- preguntó él.
-Sí, desde hace diez años. ¿Y usted?
-Llegué hace pocos meses.
La mujer observó con atención al joven. Él tendría unos veinticuatro años, era alto, esbelto, guapo y, por su ropa, se notaba que de buenos ingresos. Ella era agraciada, de casi cuarenta, con figura no muy estilizada oculta bajo el grueso abrigo. No obstante, leía en los ojos de él cierto interés.
-Nunca había estado en esta estación- declaró Rodrigo-. Al menos no la recuerdo. Aunque no conozco completamente la ciudad.
-Ni yo- manifestó ella-. Como está en las afueras… ¿Y por qué vino a ésta?
-Pues… -él se acomodó en el asiento- es un caso curioso. ¿Y usted?
-Me trajo el taxista. Le dije: «al tren», y me dejó en la entrada. Y no sé por qué, ya que vivo en el centro.
-Tal vez para que coincidiéramos-. Él sonrió-. Perdón, no sé si usted es casada o…
En el rostro de Rosario se dibujó la tristeza. Miró a la ventana, que como un espejo reflejaba el interior del camarín. Afuera la noche era cerrada, brumosa.
-Se lo contaré- declaró-. No sé por qué, pues apenas acabo de conocerle. Creo que… – tartamudeó- debo confiárselo a alguien.
-Le escucho.
-He estado casada hasta… hace unas horas. Mi esposo, Adolfo, se fue con mi mejor amiga. Me llamó por teléfono, ya que no se atrevía a mirarme a la cara.
-¡Qué imbécil! Perdón, es que no creo que usted sea una mujer que se pueda cambiar fácilmente.
-Gracias- Rosario sonrió. Dejó de mirar por la ventana, para apreciar los ojos grises del joven-. Pero me dejó y… yo decidí… no continuar…
-¿Suicidarse?
-Sí, me pareció lo mejor.
-Me alegro que no lo hiciera.
-Tomé unas pastillas para dormir- en su voz se notaba un tono de profundo arrepentimiento-. No pude cerrar los ojos. Bueno, me despertó el teléfono.
-Muy oportuno.
-Era mi tía Emelia, desde Villegas. Me invitó a pasar unos días con ella. Entendí que era lo mejor, por lo que salí de casa y subí a un taxi.
-¿No empacó nada?
-¡No!- ella se quedó perpleja-. No se me ocurrió. No tenía la cabeza para pensar en eso. Me decidí y salí corriendo.
Rodrigo buscó en los bolsillos de su chaqueta. Lo hizo varias veces, pero no encontró lo que quería.
-¿Se le perdió algo?- preguntó ella.
-Sí, los cigarrillos. Es que… tuve un accidente.
-¿Un accidente? ¿Qué le ocurrió?- Rosario se movió inquieta en el asiento.
-Nada, en realidad nada. Uno de esos locos se pasó un semáforo, y yo me impacté contra él. Me tuvieron que sacar entre varios, porque el auto quedó hecho un revoltijo de hierros.
-A usted no le ocurrió nada.
-Nada- se palpó el cuerpo-. Sentí unas punzadas en el pecho, que ya han desaparecido.
-Fue un milagro.
-Sí, creo que lo podemos llamar así.
-¿Y por qué vino al tren?
-¡Ah, eso!- de tanto buscar, encontró un trozo de papel en uno de los bolsillos-. El billete- dijo-. Iba hacia Ciudad Valdés, porque tengo una cita de negocios. Tenía, creo que debo decir, ya que no espero llegar a tiempo.
-¿Era importante?
Rosario buscó en sus bolsillos, y también encontró el papelito que le dieron al entrar a la estación. Junto a éste había un paquete con goma de mascar.
-¿Quiere?- le ofreció a su compañero.
-Sí, gracias. Es importante, pero supongo que lograré disculparme. Podía haber sido peor.
-¡Claro!- reconoció ella.
-Cuando me ayudaron a salir del auto, les dije que tenía prisa por llegar a Ciudad Valdés. Un anciano señaló la tapia de la estación, y me indicó que tomara el tren. Por cierto…, que abajo está sucio y descuidado. Al acercarme a la ventanilla, estuve a punto de no comprar el billete.
-Me pasó igual- recordó ella-. Pero este vagón es bien lujoso. En verdad, que no esperé que fuera así.
Se abrió la puerta. La cabeza enjuta del empleado del uniforme oscuro se introdujo en el camarín.
-La Estación Central, señores- anunció-. En ella podrán abordar hacia sus destinos. Llegaremos en unos minutos.
-Se me ha pasado el tiempo volando- dijo ella, observando la espalda del empleado que se alejaba.
-Y a mí- manifestó él-. Me sentía muy a gusto platicando con usted.
-Yo… también-. Rosario sonrió-. ¿Y su equipaje?
-A mí no se me olvidó. Se debe a que el auto se incendió al poco de que me sacaron. Voy a tener que comprar al menos una camisa.
-¿Bajamos?
El tren se detuvo lentamente. Rosario se acercó a la ventana y miró a través de ella.
-Aquí si hay gente, y muchos trenes.
Él se aproximó y observó. Ciertamente había varios convoyes, y de ellos descendían numerosos viajeros. La niebla también estaba presente, pues las luces no lograban disiparla. Se veía la entrada a la nave central: por la puerta se filtraba la gran luminosidad del interior.
-¿Vamos?- ofreció él.
-Yo… no tengo ganas de bajar- dijo ella, con voz entrecortada.
-La acompaño.
-¿Hasta Villegas?
-Pues… – él dudó un segundo- ¿y por qué no? Ya no llegó a mi cita.
Rodrigo le ofreció su mano derecha, que la mujer apretó con fuerza. Salieron al corredor, y saltaron al andén. En aquél no había nadie excepto ellos dos y el empleado del farol, pero mucha gente, procedente de otros trenes, entraba en la estación.
-Al final del túnel – dijo el uniformado-, donde está la luz.
Rosario apoyó su cabeza en el hombro de Rodrigo. Éste soltó la mano de ella, pasando el brazo derecho sobre sus hombros. Con pasos lentos, se fueron integrando en la multitud que se dirigía al túnel iluminado.
El hombre del uniforme negro se quitó el quepis y se rascó la cabeza, mientras observaba las espaldas de la pareja con una sonrisa que era casi una mueca.
-¿Por qué les será tan difícil admitir que están muertos?- musitó, moviendo el farol hacia delante y atrás.
Texto © Erlantz Gamboa Villapún- Todos los derechos reservados
Publicación © Solo Novela Negra- Todos los derechos reservados
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