Al fin
Con ‘Al fin’, la escritora Marisa Arias propone un relato corto de inesperado desenlace
Al fin
Arturo, sentado frente a la ventana de su habitación, veía pasar los pequeños barcos que empezaban a salir del espigón del puerto. Sus ojos desprendían la vitalidad que su cuerpo le negaba ya. Vio como el sol se desperezaba con él y hacía brillar el agua.
Cerró los ojos durante unos segundos. Los recuerdos se agolpaban en su cerebro y le transportaban a su juventud en los brazos de su amada, Amelia, que en otros tiempos había llenado su corazón. Una lágrima recorrió su envejecido rostro mientras una pequeña sonrisa se esbozaba en su boca.
Cogió tu taza de café y se fijó en sus manos. Antes fuertes y vigorosas. Ahora estaban huesudas y arrugadas. Dio un sorbo y con cuidado la volvió a dejar en su plato.
La luz del día comenzaba a reflejarse en los cristales.
¿Había pasado la noche en aquel butacón? Miró hacia la cama y estaba sin deshacer. Así que supuso que sí. No era capaz siquiera de recordar lo que había cenado la noche anterior. En cambio, podía recordar cómo fue esa primera vez que estuvo con ella. Podía aún sentir el olor de su pelo o el calor de su piel. O sus inolvidables risas bajo las sábanas.
Otra sonrisa se dibujó en su cara.
Amelia le había dejado solo en un mundo que para él ya no tenía sentido. Miraba a su alrededor y le costaba reconocer su entorno. Le era extraño hasta mirarse al espejo y ver el rostro que tenía delante.
Se incorporó lentamente de su sillón, llevó la taza a la cocina y se vistió despacio, con cuidado y pulcritud, el mejor traje que tenía en el ropero. Como cada día. Fue hacia la mesa del salón donde reposaba una foto de su querida y amada Amelia y, lejos de reprimirse, le dio un beso. En este momento escribió con pulso tembloroso una nota que dejó bajo el marco de la imagen. Volvió la vista hacia el resto de la estancia en lo que supuso sería su última vez. Esa casa estaba vacía desde que ella no estaba. Él solo había sido un fantasma allí desde que Amelia le faltaba.
Cerró la puerta tras de sí y bajó a la calle.
-Buenos días Arturo, le dijo su vecina al entrar en el portal.
Arturo le correspondió con un cordial saludo agachando levemente la cabeza a su paso, por cortesía, mientras le sostenía la puerta.
La hora se acercaba. Decidió comprar el periódico. En verdad no recordaba qué día de febrero marcaba el calendario en esa fría mañana, pero daría lo mismo. Y comenzó a andar. No llevaba reloj, aunque su instinto y su estómago le decían que podría ser mediodía. Había paseado durante cuatro largas horas.
Al llegar a una solitaria parada de autobús, decidió sentarse y esperar. Estaba preparado. Besó la doble alianza de su anular derecho. Dejó el periódico cuidadosamente doblado a su derecha pero el viento con insistencia levantaba los picos de sus hojas.
-«¡Mi querida Amelia…al fin!», pensó en su interior mientras cerraba los ojos y se dejó ir al pasado en su consciencia.
De repente, sin saber de dónde, el ruido de una veloz Honda CBR de 500 irrumpió de la nada. El tipo que la conducía sacó de su chaqueta una Smith & Wesson 637 y disparó a bocajarro sobre el cuerpo de Arturo. Después huía a toda velocidad.
Arturo lo había dejado muy claro en su nota. No había vuelta atrás. No habría otro amanecer solo mirando al puerto. No habría más descuidos de fechas o interferencias de olvidos en su memoria.
Su último recuerdo en vida se concentró en el tacto de su amada. Dos manos que se juntaban para nunca más se separarse.
Su dogma le hacía incapaz de terminar él mismo con su propia vida.
El sicario contratado por Arturo, un tal ‘Clau’, era un profesional.
Arturo, con los ojos cerrados, le regaló su última sonrisa.
Texto: ©Marisa Arias, 2019.
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