EL COBRADOR por Héctor Vico

Mientras el desasosiego y la culpa crecían en su interior, el contenido de la botella de bourbon que Gabe Trebek apuraba, disminuía en concordancia. Nada de lo que ocurría dentro del sórdido figón en el que se encontraba, lograba abstraerlo de sus pensamientos. Ni las desgastadas prostitutas, ni los gritos de los parroquianos y mucho menos la mala música, lograban hacerle olvidar el pesar que abrumaba su alma.

El recuerdo de su último trabajo, en su dilatada carrera de cobrador alternativo de la agencia de créditos informales, lo tenía irritado y atormentado. Siempre estuvo cómodo y conforme en su función. No le molestaba romper huesos y amedrentar deudores morosos. Tampoco titubeaba en sobrepasar los límites y quitar  del medio a aquellos individuos que, sin entrar en razón, se negaban a pagar.

De alguna manera disfrutaba de su profesión y a golpe de puños fue granjeándose una reputación de tipo duro y decidido. Por ello, los casos difíciles, por orden directa  de los prestamistas, les eran derivados. No solo era convincente con los pobres sujetos insolventes, sino que además, ante la eventualidad de que las cosas se salieran de control, también había demostrado ser eficiente y resolutivo. Tenía un talento especial para borrar todo  rastro de sangre y masa encefálica de la escena del crimen, y un ingenio singular para desaparecer cuerpos. Su lugar preferido para este propósito era uno de los vertederos de basura del gran Chicago, a cuyo sereno tenía sobornado.

Una década atrás, cuando la crisis de empleo y la miseria arreciaban en la ciudad, no dudó ni un instante en aceptar la peculiar oferta de trabajo que le hicieron. Es más, cuando le dieron detalles de la tarea a realizar, sintió que era lo que siempre había buscado. En algún lugar de su inconsciente sabía que romper narices, era el remedio adecuado para quitarse la furia y frustración que una vida de privaciones le había generado.

Tampoco lo asustaron las palabras de su reclutador, un matón de enormes proporciones y de rostro inmutable, incapaz de sonreír. Él había dicho:

—Gabe, escúchame bien. La paga es muy buena y nuestro trabajo se rige por una sola regla. En la oficina acostumbramos a decir: “Ganamos o perdiste”, ¿comprendes? ¿Te molesta nuestro slogan interno o si prefieres, nuestra pequeña frase motivadora?

—Para nada, había respondido en aquella noche calurosa de hace diez años, acuciado tal vez, por el enojo o…tal vez, el hambre.

—Bien, entonces acompáñame, te mostraré como es el trabajo.

Aquella madrugada caliente, rompieron varios pares de piernas.

Nunca pensó que las pocas palabras intercambiadas con el gorila, quien a la sazón sería su jefe, lo traerían a este presente, solitario y aciago, sentado a la mesa de un mugroso tugurio periférico, dando cuenta de una botella de licor. El remordimiento y la culpa, son una carga demasiado pesada, cuando la diferencia entre lo debido y lo correcto, es la propia vida. Lo aprendió de la peor manera.

Todo comenzó una semana atrás, cuando telefónicamente le pasaron los datos de un deudor remiso al que debía aleccionar o eliminar, según aconsejaran los procedimientos que, para estos casos, tenía diagramado la agencia.

La técnica a aplicar era sencilla, la conocía de memoria. En primer lugar amenazas, luego golpes y por último, erradicar el problema. Todo se reducía a dejar en claro que la agencia, de alguna manera, siempre cobraba.

—Está en juego nuestra reputación, repetían una y otra vez, no podemos permitirnos ser tibios. Ténganlo siempre presente. Se trata de dinero y con eso no jugamos, luego agregaban, a modo de recomendación, una cosa más muchachos, nunca, pero nunca, empaticen con los clientes.

Con aquellas palabras en mente, salió en busca del deudor. Se llamaba Spencer y lo conocía, vaya que lo conocía. El pequeño Spencer, como solía llamarlo Gabe, ostentaba innumerables antecedentes delictivos y, su desmejorado aspecto, evidenciaba que contaba en su haber con un amplio espectro de vicios adquiridos y gozados: bebedor, jugador, cocainómano y, a partir de allí, toda la escala de inmoralidades que la decadencia y la pobreza traen consigo. En su prontuario figuraban varios arrestos por tráfico de estupefaciente y trata de personas. Gabe, conocía cada uno de ellos, y asociaba esa retahíla de adicciones y desvíos como diabólicos peldaños de una escalera que descendía al infierno. Lo lamentable era que, Spencer no lo advertía.

Luego de varias vueltas por los suburbios, a bordo de su Chevy del ’70, lo encontró, como no podía ser de otra manera,  en un cabaret en la zona  más miserable de la ciudad. Apenas entró lo divisó en una mesa ubicada en un rincón oscuro, evitando adrede el cono refulgente de las luminarias del local, al  fondo del establecimiento.

 Lo saludó con un gesto y se sentó junto a él.

—Tenemos que hablar, Spencer, dijo en tono grave.

—No pensé que te enviarían a ti, respondió el guiñapo con un aliento cargado de alcohol.

—Es trabajo, solo eso. Salgamos, hablemos afuera.

—Hay poco que hablar, Gabe, no tengo dinero.

—No me lo pongas difícil, podemos entendernos, salgamos.

De mala gana Spencer se puso de pie y, con pasos vacilantes, lo acompañó.

Buscaron un lugar retirado y Gabe, trató de razonar con la desmejorada y tambaleante figura que tenía delante.

—Mira, le dijo, por esta gestión me darán diez de los grandes. Te los daré pero desaparece, de lo contrario ya sabes…

Las palabras quedaron suspendidas en el aire helado de Chicago. La amenaza no inmutó al sujeto que continuó mirándolo con una media sonrisa en el rostro y luego agregó:

—No creo que te atrevas.

—No me pongas a prueba, Spencer. Toma los diez mil dólares y desaparece, le respondió estirando su mano izquierda con la que sujetaba un abultado sobre color madera.

—¿A dónde piensas que podría ir? ¿No ves en qué estado estoy?

—Ve a cualquier lado, sólo debes esfumarte. En este sobre hay suficiente para que te cures.

—No, Gabe, me cansé de huir. Haz lo que tengas que hacer. Golpéame, rómpeme las piernas, pero hasta aquí llegué, no doy más.

Gabe, con lágrimas en los ojos, sacó su arma

Spencer lo miró sorprendido.

—No lo harás, no podrías.

—Por el amor de Dios, vete de la ciudad.

—No, Gabe, no voy a irme.

—Te lo digo por última vez. Desaparece.

—¡Gabe, soy yo, Spencer Trebek, tu hermano! ¡¿Te volviste loco?!

Gabe disparó.

Spencer se desplomó con una expresión de asombro en el rostro, mientras que del hoyo de su frente emanaba un hilo de sangre que comenzaba a expandirse sobre el concreto mojado.

En la mente de Gabe, no sonaba el estruendo del disparo, solo restallaban las palabras que, diez años antes, le había dicho su reclutador, el gorila inmutable: “Ganamos o perdiste”

Guardó el arma y, apenas moviendo los labios, a modo de plegaria, balbuceó:

— Perdiste Spencer, lo siento, perdiste.

Desde el lago Michigan, una brisa helada, traía la melodía de Why Don’t You Do Right?[1], un jazz tristón que, descendiendo desde la costa, amortajó los restos del desdichado Spencer, que yacían  sobre el cemento húmedo.

Gabe abandonó el cuerpo de su hermano en el callejón y se marchó con pasos lentos. En ningún momento volvió la vista atrás.

Un detalle. Nadie acudió al oír el disparo. No se iluminó ninguna ventana y tampoco hubo bohemios insomnes, que bajaran a hacer preguntas incómodas.

Solo fue una muerte más, una de las tantas que tuvo Spencer en su vida, pero esta fue la definitiva pues había descendido el último escalón.

El crimen en ciertos lugares, no sorprende, es moneda corriente.

 

©Relato: Héctor Vico, 2023.

 

[1] ¿Por qué no lo haces bien? by «Kansas Joe» McCoy and Herb Morand in 1936

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