Relato: TRAS LA EXPLOSIÓN de Emilio Chapí

 

Tras la explosión

 

Recuerdo salir propulsado hacia adelante con la espalda ardiendo. Recuerdo volar a cincuenta kilómetros por hora, y aterrizar sobre el cuerpo de una anciana. Recuerdo como sus huesos se quebraban al ser aplastada contra el cajero automático, con su cara contra mi cara, tan cerca que podía oler como abandonaba la vida la cavidad de su boca. Recuerdo su sangre salpicándome el rostro, el tacto viscoso, suave y huidizo de sus entrañas sobre mi piel. Recuerdo la vieja tonadilla de un Nokia 3310, “nino nino nino nino nino nino ni”, que sonaba de fondo, por encima del rugido del fuego y de los restos metálicos del coche que volaban por todas partes, que aterrizaban con estruendo sobre la calzada, que se estrellan contra la fachada del banco.

–¿Recuerda algo más?

La voz del hombre es un pitido agudo y molesto alojado en el hueco de la oreja.

–¿Recuerda algo más, señor Marciano?

–No.

–¿Qué hacían allí?

La que habla ahora es una agente de piel morena con el pelo en una trenza y acento andaluz. Tiene las manos musculosas y cubiertas de callos, con las uñas cortas. Miro sus manos. Son manos fuertes, él también tenía las manos fuertes, pero eran suaves. Se las cuidaba. Estaba orgulloso de ellas. Las untaba en crema después de cada entrenamiento. Ella debería hacer lo mismo.

–Ya se lo he contado.

Alzo la voz y todo mi cuerpo chilla de dolor como un niño pequeño. No puedo levantar los brazos, no puedo ponerme en pie, la bolsa de meados está llena de sangre. Apenas veo ni oigo. Me cuesta respirar y tengo la espalda en carne viva, la noto fundirse con la sábana como si intentasen unirse para siempre. Tengo suerte de estar vivo.

–Hágalo otra vez.

–Estaba sacando dinero del cajero. Aquella mujer estaba delante de mí.

–Ha muerto. Lo sabe, ¿verdad? –Dice el hombre. Hace de poli bueno, aunque no tiene demasiadas ganas. Los dos saben que no voy a decir nada.

–Me lo imaginaba. No podía ser de otra forma.

Cada palabra que sale es una carrera de fondo. Tengo que rebuscar el aire para formarla en lo más profundo de los pulmones, rescatar de ahí la energía suficiente para moldear los labios y dejarla ir.

–¿Pretende hacernos creer que solo estaba sacando dinero cuando su coche decidió explotar por los aires?

–Son libres de creer lo que les dé la gana.

La mujer me mira, es una luchadora, una guerrera. Nos reconocemos aun en este estado, dentro de la habitación del hospital, con el rugido de la muerte atronando silencioso por los pasillos, con el crepitar de los pitidos que emiten los aparatos a los que estoy conectado.

–Al final descubriremos lo que ha ocurrido, señor Marciano. Podemos ayudarle –dice el hombre.

Quiero contestar que Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos. Formo las palabras con los labios, pero no sale nada de mi interior. Los contornos de los dos inspectores vibran, se difuminan hasta formar una sola imagen que permanece en el trasfondo unos segundos antes de que la consciencia me abandone.

Se abre la puerta. Pero Marta ya está allí, sentada a mi lado con su mano enlazada con la mía, sus dedos entre mis dedos. Al otro lado está Sandra demasiado asustada para tocarme. A mí, a su padre, al hombre que la levantaba del suelo con una sola mano, que la colocaba sobre sus hombros, que la hacía volar por los aires como si pesase menos que una hoja o que el viento que la arrastra. No quiero que me vea así, no quiero que me vea así.

–¿Y Enrique?

–En casa de los abuelos. No te preocupes.

Asiento, pero no sé si he llegado a mover la cabeza. Miro en dirección a la puerta de la habitación esperando ver a una enfermera, a un médico, a un celador, a los de la funeraria. Alba entra y se apoya en la pared con los brazos cruzados y las mejillas secas. Lleva un bolso de cuero y ha llorado todo lo que tenía que llorar. Se ha vaciado. Después de lo ocurrido ya no somos más que dos espectros flotando en el lugar en el que deberíamos estar.

–Ha sido un accidente –digo.

–No te esfuerces, Roberto –Marta me acaricia la mano y sus dedos recorren el relieve de la aguja del gotero–. Tienes que descansar.

–Ha sido un accidente –repito.

La figura hueca que en su día fue Alba me mira fijamente. No parece que haya nada detrás de sus ojos, ni de su piel. Un leve golpe podría quebrarla como si estuviese hecha de arcilla, como un ánfora romana, frágil. Aun así, sé lo que está pensando, aunque no lo diga: “Me estas mintiendo, cabrón”.

Sandra se lleva las manos a la cara y empieza a llorar. La oigo respirar agitada, cada vez más rápido hasta que el aire deja de llegar a sus pulmones. Abre la boca y produce el ruido de una foca. Nos mira asustada, sin entender qué le está ocurriendo, por qué de repente no puede respirar.

–¡Llévatela!

Marta me mira confundida. Alba no se mueve de la pared.

–Largaos de aquí antes de que se ahogue. Ninguna hija tendría que ver así a su padre.

Sujetando a Sandra por debajo del codo, Marta la conduce fuera de la habitación a trompicones. La última vez que estuvimos en un hospital fue cuando Enrique se rompió el brazo jugando a fútbol y tuvieron que escayolárselo. Una mala caída, pero todos habíamos visto como el otro niño le había empujado. Regresó al colegio dos semanas después y lo arrinconó en los baños. Le golpeó con la escayola hasta que la partió y tuvieron que volver a ponérsela. El médico no entendía de dónde había salido tanta sangre.

–Por más que lo intento sigo sin encontrarle sentido –dice Alba sin separarse de la pared.

Tengo la boca seca y los labios cuarteados, como si hubiese estado comiendo arena.

–¿Puedes darme agua? El mando que levanta la cama está enganchado aquí debajo y hay una botella en la mesita. Cierra la puerta antes.

El zumbido del motor llena la habitación. Los estores están levantados y por la ventana puedo ver los edificios grises y marrones que se alzan entre los árboles.

–Si necesitabas sacar dinero podrías haber ido al cajero dentro del centro comercial en lugar de a la plaza. Saúl me había dicho que te recogía e ibais a la nave directamente.

–Hubo un cambio de planes.

Recuerdo el brazo de Saúl, musculoso, sin vello, con la piel tostada por el sol, de un color entre el rojo y el cobre, y sus suaves dedos rodeando con delicadeza el cuero del volante.

–¿De quién fue la idea?

–¿A caso importa?

–A mí sí.

–Mia.

–No lo entiendo, Roberto, no lo entiendo, y necesito que me lo expliques como si tuviese tres años y un retraso mental. Necesito que me expliques por qué explotó el coche, por qué mi marido ha salido volando por los aires, por qué no queda de él más que girones de piel entre los hierros retorcidos.

 Sin darse cuenta me ha agarrado el brazo. Aprieta y el dolor lanza oleadas blancas por todo mi cuerpo. Cierro los ojos y aguanto sin decir nada, aunque la sangre haya comenzado a asomar por las heridas bajo las vendas. La noto empapar la tela, rodar sobre la piel.

–Fue una bomba. Explotó una bomba en el coche. Yo estaba fuera, en la acera, tenía que sacar dinero para pagar una excursión de Enrique, solo aceptan efectivo, y entonces escuché la tonadilla de un móvil antiguo –digo apresuradamente, cada palabra que pronuncio está acompañada por un siseo–. Era el detonador. Conectas los cables del teléfono a la carga explosiva y sólo te hace falta una llamada.

–¿Fueron ellos?

–No lo sé, ¿quién si no?

–Quién si no –Repite.

Me mira sin decir nada más. Sus ojos verdes turbio, plagados de venas rojas como gusanos buscando carne podrida, no se apartan. Tiene dudas. ¿Cómo puede saber que no fui yo? ¿Qué no coloqué el artefacto en el maletero del coche y lo hice explotar a una distancia prudencial? La distancia justa en la que yo sobreviviese y él no. Hay algo de verdad. La realidad se compone de verdades y creencias a partes iguales, y no sé cuál de los dos elementos es más importante.

Me gustaría decirle que yo nunca habría matado a Saúl. Que además de ser mi mano derecha, mi hombre de confianza era mi mejor amigo. Y yo lo amaba. Pero estoy demasiado cansado. Parpadeo y cada vez me cuesta más abrir los ojos hasta el último parpadeo en el que ya no lo consigo. Sigo ahí. Ella también. La noto a mi lado, con su mano sobre mi antebrazo y sin dejar de mirarme.

–El pronóstico es muy favorable, señor Marciano –El cirujano no lleva una tablilla en las manos, como en las películas, las guarda en los bolsillos, intenta protegerlas o esconderlas, que nadie las vea y pueda comprobar lo pequeñas y delicadas que son–. La piel se está recuperando como cabría esperar, la mayoría de los huesos siguen en su sitio, poco a poco ha ido recuperando la visión y la audición. Es posible que note un pitido en los oídos durante un tiempo, no se preocupe, es normal.

–¿Qué hay de la pierna? –digo.

Hemos llegado a la parte incómoda de la conversación. Uno de mis hombres, un chico joven con el pelo corto está junto a la puerta, dejado caer contra la pared y con las manos cruzadas. El médico lo mira como si temiese que la respuesta equivocada pudiese poner en peligro su vida.

–La rótula está completamente destrozada– Le tiembla la voz.

Son las doce de la tarde y el sol del mediodía entra en escorzo por la ventana que da al sur. Unos pajarillos se posan en el alfeizar y sueltan sus ruiditos al aire frío de noviembre en tentativas rápidas, comprobando que aún se les oye, que aún tiene sentido perforar el espacio con el sonido de sus picos.

Desde la visita de Alba pienso mucho en Saúl, en la explosión y en su cuerpo volando por los aires. Lo veo desmigajándose como una barra de pan tierno. Él era como una estatua romana, con el cuerpo elongado y musculoso, sin un solo vello que lo afease. La piel tostada de un color suave, como debieron estar pintadas las esculturas romanas en su momento, cuando adornaban las calles y los paseos, vigilando las polis desde los pedestales, controlando el imperio con sus ojos fríos, duros y opacos. Cuando cada ciudadano era un guerrero.

–¿Qué quiere decir?

–La articulación ha quedado inservible, no podrá volver a utilizarla. Tendrá que caminar con ayuda –Masajea inseguro las palabras un rato en la boca–, y es posible que a partir de ahora note alguna molestia en la zona, sobre todo cuando cambie el tiempo.

Entiendo que no hay ninguna operación que pueda ayudarme, sino me lo habría dicho. Coloco una mano sobre la rodilla y aprieto con los dedos, el interior es como un calcetín lleno de rodamientos, se mueven tras la piel, chocan entre ellos libremente. Respiro hondo, levanto la vista del bulto bajo la sábana y lo acepto.

–Está bien, cuando dice con ayuda, ¿se refiere a un bastón o a algo más elaborado?

–Un bastón podría valer. O una muleta, puede que le resulte más cómodo, ahora las hacen muy ligeras y resistentes –dice.

–¿Cuándo tienen previsto darme el alta?

–No tiene por qué preocuparse por eso, aún le quedan un par de semanas para estar del todo recuperado, mientras tanto tiene que descansar todo lo que pueda. Lo más importante es que cuando salga de aquí sea para no volver.

Asiento en silencio.

–Puede marcharse.

El chico se separa de la pared y da un paso en dirección al cirujano que traga con fuerza. Cuando se va escucho como la puerta se cierra tras él.

¡Un bastón! ¿Quién lo habría dicho? El gran Roberto Marciano arrastrando la pierna como un anciano, apoyado en un bastón. Pobre viejo chocho. Mi abuela tenía uno con el pomo de cobre con la forma de la cabeza de un pato. Me gustaba pasar el dedo por la superficie lisa y grasienta, que se había vuelto verde. Recorría los pliegues que formaban las plumas, las protuberancias de los ojos y el suave pico. Cuando nos visitaba se sentaba en el sillón, dejaba el abrigo de visón en un brazo y el bastón enganchado en el otro. Me colocaba a su lado en una otomana roja que olía al enmohecido humo de los cigarrillos negros de mi padre, alargaba la mano, y cogía el bastón. Lo sostenía entre los dedos durante todo el tiempo que duraba la visita, hasta que se levantaba y yo se lo tendía y la veía alejarse por el pasillo con sus piernas arqueadas y sus cortos pasos.

Estoy levantado, orinando, cuando escucho la puerta cerrarse. Si le han dejado entrar debe ser alguien de confianza. Han pasado varios días desde la visita del médico. Estoy mejor. Débil, sin apenas fuerzas, pero puedo levantarme y caminar un poco, incorporarme y comer sin problemas. La espalda me pica y me arde a partes iguales. Marta me ha traído un bastón con la empuñadura de marfil y que perteneció a no sé qué general de la segunda guerra mundial. Es bonito y el tacto de la empuñadura es frío y suave, se amolda bien a mi mano. Lo utilizo para cerrar la tapa del inodoro y tiro de la cadena. Cuando salgo del cuarto de baño me encuentro a Alba. Lleva unos pantalones vaqueros y un jersey verde de punto gordo.

–No te esperaba.

Tiene mala cara, como si no hubiese dormido demasiado desde la explosión. Tampoco yo lo he hecho.

–He estado revisando las cosas de Saúl, he encontrado algo que quiero enseñarte.

Renqueo hasta la cama. Alba hace el amago de echarme una mano, pero la disuado con un aspaviento. No necesito que me ayude nadie, no soy un desvalido, aunque ahora mismo lo parezca, enfundado en el camisón del hospital, con la carne de la espalda arrugada como un pañuelo de papel usado, y la rodilla fallándome tres de cada cuatro pasos.

–¿Qué es esto?

Me tiende una fotografía y la sostengo en el aire de manera que los rayos de sol que entran por la ventana la iluminen. Estamos en la playa. Saúl y yo. Uno al lado del otro, él me pasa su brazo por encima del hombro y yo lo agarro de la cintura. Lleva un bañador de nadador azul. Está depilado y la luz y las sombras hacen que se intuya cada uno de sus músculos como si fuese un modelo anatómico de una clase de biología. A su lado mi cuerpo no parece tan trabajado. Soy fuerte, puede que incluso un poco más que él, nunca lo hemos comprobado, pero en mi caso la potencia se esconde bajo el profuso vello corporal y una capa de grasa.

–¿Te acuerdas de este día? –pregunta.

–Fue antes de que tuviésemos hijos, ¿verdad?

–Ya teníais a Sandra, yo hice la foto y Marta estaba al otro lado, construyendo un castillo de arena con ella.

Miro el mar mediterráneo a nuestra espalda. Está en calma, y el sol arranca pequeños diamantes de las crestas de las olas que lo rizan. Son las mismas aguas que surcaron los griegos, cruzando el mar con sus barcos llenos de guerreros, unos al lado de los otros, hombro contra hombro, igual que Saúl y yo.

–Sí, ya lo recuerdo –digo.

–Saúl era un hombre muy atractivo, ¿a qué sí? Podría haber sido modelo de haberle interesado. O actor. Pero prefirió seguir a tu lado. Habíais estado juntos desde que erais pequeños, cuando empezasteis a trabajar para tu padre.

–Era el hombre más guapo que he conocido en mi vida.

Me arrebata la fotografía de las manos y la deja a los pies de la cama, bocabajo. Cuando la miro ha endurecido el rostro.

–Sé lo que hacíais.

–¿A qué te refieres?

–No te hagas el tonto, Roberto, es un insulto para los dos. Lo amábamos y ahora está muerto, ¿qué importa?

Aparto la mirada. No quiero hacerlo, pero la aparto, no aguanto sus fríos ojos sin vida, opacos, como de una muñeca. Se han vuelto duros, profundos, hundidos y oscuros.

–¿Lo sabe ella?

–Yo no le he dicho nada, y no pienso hacerlo.

La primera vez fue después de otra primera vez. Habíamos dado un vuelco a unos traficantes de cocaína en un burdel. Hubo un tiroteo y uno de los dos consiguió encajarle un tiro entre las costillas a uno de los camellos. Nunca supimos quién había acertado, así que acordamos que la bala que lo había dejado en el suelo suplicando por su vida había sido de los dos. Juntos habíamos matado a aquel hombre, ambos habíamos apretado el gatillo.

Dos días después, cuando acabábamos de entrenar en el gimnasio, con el peso de lo sucedido aún en la conciencia, Saúl entró detrás de mí en la ducha. Se colocó a mi espalda y dejó que sus manos se posasen en mi cintura.

–¿Qué haces?

–Tranquilo –dijo.

–No me vengas con mariconadas.

Intenté alejarme, pero me sujetó con fuerza, aplastándome contra su pecho. Notaba sus músculos en la espalda, sus brazos entorno a mi cintura, su miembro presionándome los glúteos.

–¿Qué crees que hacían los antiguos guerreros después de una batalla? –Preguntó mientras me buscaba con las manos y el chorro de agua de la ducha caía sobre nuestros rostros–. ¿Crees acaso que se equivocaban?

Apoyé las manos en la pared. El agua ardiente levantaba columnas de vapor del suelo y el ruido del chapoteo lo llenaba todo.

–Hércules y Adonis –dijo–, Eneas e Idomeneo, Gilgamesh y Enkidu. ¿A caso no llora Aquiles la muerte de Patroclo como la de una esposa? Su grito contra los cielos es el mismo que lanzaría un marido a los pies de la tumba en la que ha terminado su compañera antes de tiempo.

Hablaba sin dejar de manipular. Su aliento era caliente y dulce en mi oreja y su piel mojada tenía el tacto y la dureza del mármol. Me sujetó mientras me derramaba y mi cuerpo se estremecía, y él también lo hizo, ensuciándome la parte baja de la espalda. El agua arrastró nuestras secreciones, haciéndolas rodar en dirección al desagüe, mezclándolas de manera que no se pudiesen distinguir.

–No intentes explicarte, no quiero escuchar excusas, ni que me mientas y me digas que solo fue una vez, o dos, o tres. No me importa. Amaba a Saúl como no he amado a nadie más, y no creo que lo vuelva a hacer. Lo que más me duele es no haber podido darle los hijos que él tanto deseaba. Pero Dios no ha querido, Roberto. Y contra eso no hay nada que podamos hacer.

Bajo la vista con la cabeza pesada, cargada de culpas y remordimientos, con el dolor de no poder enderezar las cosas, hacerlas bien esta vez, y de ahora en adelante. Pero, la confesión de Alba me ha quitado un peso de encima y, creo que los dos nos reconocemos como iguales ante la muerte de Saúl.

–¿Qué quieres?

–¿De quién era la bomba?

–Nuestra –Asiente como si este fuese un dato que ya conociese–. Íbamos a colocarla bajo el coche del concejal Lluch, pero alguien la detonó antes de tiempo.

–¿Por qué vosotros, por qué no podías enviar a alguno de tus hombres? Creía que la época de pegar tiros por las calles ya había pasado, que ya no os encargabais de esas cosas. Era lo que nos habíais prometido.

–Hay cosas que un hombre tiene que hacer por él mismo si quiere llamarse hombre. Es una cuestión de honor.

–Es el honor el que nos ha arrebatado a Saúl –dijo con dureza–. De qué te sirve si no vas a poder volverlo a ver.

–Alba…

–Escúchame, Roberto, busca al cabrón que hizo explotar la bomba y mátalo. No te pido nada más. Busca a ese hijo de puta y hazle pagar por lo que nos ha quitado.

Antes de marcharse me coloca la fotografía en las manos. Para cuando escucho la puerta cerrarse estoy inmerso en la imagen y, por primera vez, soy consciente de que no volveré a ver a Saúl, y me siento solo y abandonado como un niño perdido en un centro comercial. Los ojos se me humedecen y las lágrimas se acumulan en la comisura de los párpados. Sorbo con fuerza, obligándolas a regresar por donde han venido.

El cirujano me acompaña hasta la entrada del hospital empujando la silla de ruedas. Le he dicho que puedo andar, que no necesito la silla para nada. Con el bastón me basto para recorrer el camino hasta el coche que me espera. Pero el insiste, me dice que es política del hospital. Quiere comprobar que me marcho de allí, que dejarán de haber dos hombres apostados a la puerta de una de las habitaciones.

Marta camina a mi lado, al otro están Sandra y Enrique. Enrique se aferra a la mano de su hermana, la aprieta hasta que la piel del dorso se vuelve blanca. Tiene seis años. No me reconoce en el hombre al que empujan por el pasillo en una silla de ruedas. Sabe que soy yo, que es mi cara la que le sonríe, son mis manos las que le acarician la cara y le revuelven el pelo, pero detecta enseguida que algo de mi esencia, de aquello que me definía, se ha quedado en la habitación del hospital o, tal vez, en el coche que explotó por los aires.

Uno de mis hombres abre la puerta trasera del Mercedes clase S con las lunas tintadas, y espera hasta que me alzo de la silla y camino hasta allí y me dejo caer en el interior del coche con la pierna rígida. Uso las dos manos para doblarme la rodilla y embutir la extremidad inerte en el interior del habitáculo. Marta ocupa el asiento del copiloto. Sandra y Enrique se colocan en la parte trasera, Enrique acurrucado contra mi cuerpo como si estuviese buscando algo de calor en la piel. Por su parte, Sandra me esquiva la mirada y se pierde al otro lado del cristal mientras la ciudad se desliza como en una proyección.

Dos semanas más tarde las puertas de la nave se abren a las afueras de la ciudad. El coche se adentra en la penumbra del edificio. Vuelven a cerrarse con un estruendo. Los faros del coche alumbran el suelo de cemento dándole un velo amarillento, como si alguien hubiese derramado una capa de miel. El aire es frío, la respiración de los dos hombres que esperan junto a la silla cristaliza en globos de vaho que se diluyen en el espacio. El conductor me señala al cuerpo en el centro. Está desnudo, con los pies de puntillas sobre el cemento y una bolsa en la cabeza.

–Es él, tío Roberto. Es el único que sabía el número de teléfono. Lo hemos comprobado. Él lo compró y se lo entregó al técnico. No cambió de manos en ningún momento y el técnico no apuntó el número.

Le palmeo el hombro antes de abrir la puerta.

–Lo has hecho bien.

Con las manos expulsó la pierna fuera del coche. Desde que salí del hospital ya no noto la extremidad como algo propio sino como una carga que debo arrastrar conmigo, estirando de ella, empujándola, obligándola a acompañarme. Es como el recuerdo de Saúl, siempre junto a mí, en la periferia de mi visión para que no me olvide de lo ocurrido.

Clavo el bastón en el asfalto. Con la mano libre me agarro al marco de la puerta y me extraigo del interior del vehículo. Antes podía lanzarme de un coche en marcha y aterrizar rodando en la acera, podía saltar y correr, podía luchar. Cojeo hasta la silla. Pongo la mano sobre la cabeza cubierta por la bolsa. La tela de rafia es marrón, basta y áspera. El hombre se agita. Las luces del coche proyectan nuestras sombras alargadas sobre el cemento de la nave. Espero unos segundos y lo escucho respirar agitadamente. La tela se hincha y se deshincha a la altura de la boca.

Estiro.

Es un joven con el pelo castaño, casi rubio, del color de la cebada. Le han molido la cara a golpes. Tiene el ojo hinchado, a punto de rebosar, y los labios partidos, goteando sangre espesa que le chorrea sobre el pecho. La nariz ni siquiera se distingue entre la masa de carne picada. No lo he visto en toda mi vida.

–Es uno de los de la cantera –me informan.

Tenía cientos de preguntas que hacerle a aquel chico, cientos de preguntas que habían estado bullendo en mi cabeza durante todo el trayecto desde mi casa hasta la nave. ¿Quién le había ordenado hacer aquella llamada? Para empezar. ¿Querían liquidar sólo a Saúl, o yo me escapé por pura fortuna? ¿Qué pensaba que iba a pasar después de que el coche volase por los aires, creía que no iban a buscarle, que no iban a encontrarle?

–¡Yo no he sido, señor Marciano, yo no he sido! –suplica.

Podría preguntarle tantas cosas, pero ¿qué importa?

Levanto el bastón por encima de la cabeza y lo descargo contra su rostro. Un aspersor de sangre se difumina en el aire y las gotas salpican el asfalto. Acompaño el movimiento del batón y lo descargo en un revés contra su cráneo. Lo oigo quebrarse, lo noto en la vibración de la madera que se transmite hasta mis manos y de ahí a los hombros. Sigo golpeando, cada vez más fuerte. El sudor corre a chorros por mi pecho, por mi cuello, desde el nacimiento del pelo. Tengo la camisa empapada. Resoplo como un toro que escupe fuego por la nariz. Golpeo hasta que el bastón se rompe por la mitad. La parte de la empuñadura sale volando. Gira en el aire trazando una parábola y aterriza sobre el cemento con un repiqueteo. Miro lo que ha quedado, la punta del bastón truncada en un montón de astillas afiladas como punzones. Me lanzo sobre el chico. Con una mano le inclino la cabeza hacia un lado y clavo el bastón en su cuello una y otra y otra y otra vez. Chorros de sangre se alzan como cabezas de una hidra que se elevan en el aire para ventear. Por cada una que cae al suelo, dibujando ondas en el cemento, siete más se alzan. Continuo hasta que ya no puedo levantar los brazos, hasta que ya no puedo arrancar la punta del bastón del tronco del chico.

Doy dos pasos hacia atrás, la rodilla me falla y estoy a punto de caer al suelo. Mi sobrino me sujeta por los sobacos. Estoy cubierto de sangre desde la cabeza hasta los pies, gotea por las puntas de mis dedos.

–Deshaceros de él –digo entre jadeos–. Y traedme el puño del bastón, es un regalo de mi mujer.

La llamada llega tres días más tarde. El técnico especialista en bombas me cita en su taller, en una cabaña cerca del bosque. Desde fuera parece una casa simple, de una sola habitación con un pequeño huerto en la parte de atrás y una vieja furgoneta Renault Express en la puerta. De la chimenea emerge un penacho de humo que se retuerce antes de perderse en el cielo. No dejo que mi sobrino me ayude a salir del coche. He ordenado que arreglen el bastón, conservo la empuñadura que compró Marta, pero he hecho que añadan un alma de hierro al cuerpo. Ahora pesa más, pero no volverá a quebrarse.

Cojeo hasta la casa. Entro y mi sobrino se queda fuera. Es un buen chico, como lo éramos Saúl y yo cuando teníamos su edad. El interior está únicamente iluminado por el resplandor amarillento que se vierte desde el cristal ahumado de hollín de la estufa de leña. Apartó la alfombra y abro la trampilla del suelo. Contemplo las escaleras unos instantes, no es sencillo descender cuando una de tus rodillas no dobla, cuando una de tus piernas tiene la movilidad del Ken de la Barbie.

Cuando llego al sótano estoy sudando y el dolor de la pierna me obliga a apretar los dientes. Sube en oleadas atravesando los músculos y los huesos hasta la ingle. El técnico deja el soldador sobre su soporte, un hilo de humo aún se eleva desde la pieza en la que estaba trabajando y permanece unos segundos en el aire estancado del sótano.

El técnico es un antiguo ingeniero militar retirado. Tiene el cabello largo y una barba teñida por la nicotina. Huele a pólvora, a humo y a estaño. Me tiende una mano y se la estrecho y me señala una silla en una esquina. La ocupo con la pierna estirada. Dejo el bastón sobre una mesa de trabajo.

–Te acompaño en el sentimiento. Sé lo que es ver volar a uno de tus compañeros por el aire, desintegrarse como si nunca hubiese estado allí para empezar.

Tiene la voz rasposa, hace pasar las palabras por un papel de lija y nicotina antes de dejarlas salir.

–Te lo agradezco –Aún no he recuperado el resuello –Qué querías enseñarme, ¿qué es tan importante que no me lo puedes contar por teléfono?

Me tiende un papel doblado varias veces por la mitad. Cuando lo despliego es una tira de no más de diez centímetros por cinco de papel amarillento y grueso con doble pauta azul. Entre las dos líneas hay escrito un número de teléfono.

–¿Qué es esto?

–Escuché lo que le habías hecho al chico, al que había comprado el móvil. Lo entiendo, es la verdad, lo entiendo –Saca un paquete de cigarrillos del bolsillo delantero de la camisa. Se enciende uno y arroja el humo contra la bombilla que cuelga desnuda sobre nosotros–. Yo habría hecho lo mismo en tu lugar. Joder que sí. ¿Cuánto tiempo nos conocemos, Roberto?

–Unos veinte años.

–Veintitrés años y cinco meses. Desde que me licenciaron y tu padre me echó una mano y me compró esta casita y este sótano. Prácticamente os he visto crecer, a ti y a Saúl.

–¿A dónde quieres ir a parar?

Dio una calada y las siguientes palabras las dijo mascando el humo con la boca abierta.

–Ese chico, el que me trajo el teléfono, hablaba de vosotros como si fueseis, guerreros, o putos héroes mitológicos. Joder. Mientras terminaba de soldar el móvil al dispositivo no sé cuántas batallitas vuestras me contó. Él… él os admiraba, quería llegar a ser como vosotros.

No digo nada.

–Me parecía muy raro que hubiese sido él, así que hice un par de llamadas a la compañía de teléfonos. Aún tengo mis contactos, pero no ha sido fácil. No sabía el número, así que han tenido que triangular todos los móviles que había en la zona a la hora de la explosión. Por si no lo sabes, la triangulación por antenas no es precisa de la ostia. De entre los que quedaban sacaron todos los que recibieron una llamada. Luego cotejaron los IMEIS de los dispositivos para encontrar el Nokia 3310 que hizo detonar la carga. Les pedí el registro de llamadas. Solo había una.

Señaló el papel que tenía entre las manos con la punta del cigarrillo, cuando lo miré el numero temblaba ligeramente.

–Esto es…

–Una teleoperadora automática –aspira el humo y lo deja escapar por la nariz–. Llamaban para ofrecer una rebaja en la tarifa de teléfono o para que os cambiaseis de compañía de la luz, para que pusieseis placas solares en el techo o compraseis la última muñeca hinchable con gemidos pregrabados y tres funciones en el coño.

La tira de papel se desliza entre mis dedos, revolotea en el aire y cae el suelo de tablones sin tratar. Noto como si me precipitase tras ella, como si todo mi cuerpo fuese llamado por el suelo, o por algo que existiese aún más abajo, y no tuviese sentido ofrecer resistencia. Sigue hablando y su voz es como una melodía distante en un viejo disco de vinilo que ya nadie escucha, abrupta, desgastada, llena de surcos que hacen que la aguja salte con un chisporroteo.

–Puede que parezca que no tiene demasiado sentido, pero en ocasiones la vida es así. La muerte llega y no es culpa de nadie, nadie la ha llamado ni la ha buscado, no existe una cadena lógica de la que podamos tirar para justificar lo ocurrido, o para tranquilizar nuestro espíritu. Está ahí, a la vuelta de la esquina, esperando, y cuando te la encuentras… pues no hay mucho que puedas hacer salvo aceptarlo.

Se gira en la silla y apaga el cigarrillo en un cenicero de cristal con manchas de estaño y coge de nuevo el soldador y se inclina sobre una placa de silicio, verde y estrellada de puntos cromados. Mientras, me pregunto si fue nuestra arrogancia la que obligó al destino a cortar su hilo antes de tiempo, la que hizo que la llamadora automática marcase el número en ese momento y no en otro, la que impidió que viviésemos los dos, o muriésemos los dos, la que nos separó para siempre.

 

Relato: Emilio Chapí, 2023.

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