Perfidia de Áspid por Ahmed Oubali
PERFIDIA DE ÁSPID
AHMED OUBALI
NOTA.
El enamoramiento, que por fortuna no dura mucho, es un estado de demencia temporal, un comportamiento obsesivo-compulsivo que disminuye las facultades mentales de quien lo padece. Distinta del cariño y del atractivo sexual, esta patología activa ciertas sustancias en las neuronas que hacen del ser amado la única obsesión, el único objeto primordial… Según el dicho popular, el amor es ciego.
…
Sureste de Ouarzazate, una tórrida tarde de agosto, en los alrededores de la zagüía sidi Munsif. Hace un calor de mil demonios. El paisaje yermo e inhóspito se extiende en la lejanía, hasta donde llega la vista. La atmósfera asfixiante parece haber inmovilizado el tiempo.
Dos hombres rastreando huellas delatadoras de la presencia de ofidios. Son cazadores y encantadores de serpientes. El mayor, Ziriab Dehia, aparenta unos cuarenta años, bien fornido, con barba oscura, expresión un tanto ausente y cara de hacha, desfigurada por un áspid que hace tiempo le escupió el veneno a los ojos, mientras rezaba a la intemperie y se volvía de lado para concluir con el saludo espiritual final, dejándolo tuerto. Viste un atuendo local, una gandura azul y turbante. Su vida se reduce a cazar serpientes y rezar. El más joven, Muntasir Dehia, frisando los treinta, de cabello negro y piel curtida, parece más deportivo, aventurero y jovial. Lleva vaqueros desteñidos, alpargatas y un enorme sombrero.
Caminan por donde abundan las madrigueras de rata obesa y ardilla moruna, de sustrato suelto, espacios donde se marcan bien las huellas de los reptiles. Saben identificar cada tipo, su hábitat, si son venenosos o no. No utilizan botas altas que cubran los tobillos y piernas, ni pantalones de lona y guantes de cuero grueso ni botiquín de primeros auxilios. El mayor lleva solo una vara larga para mover rocas y troncos y el joven va armado de unas pinzas y un bastón ahorquillado.
Pronto empiezan a localizar unos surcos zigzagueantes que llevan a una hura. Revisan meticulosamente el lugar, para asegurarse de que el ofidio se ha introducido en el agujero y que no ha salido por el lado opuesto. Permanecen inmóviles, a la escucha de posibles movimientos. Muntasir saca entonces un espejo del bolsillo y lo orienta a la luz solar para iluminar el interior de la brecha. Tras ver en el reflejo a dos cobras, introduce la horquilla en el agujero y empieza a hurgar próvidamente para desalojarlas. Salen precipitadamente de la hura, dispuestas a atacar, bufando fuertemente mientras se yerguen frotando sus escamas laterales y abriendo la boca para mostrar sus afilados colmillos, pero los dos hombres logran neutralizarlas sin dañarlas. Las inmovilizan con las horquillas, apretándoles la nuca ligeramente contra el suelo para cogerlas por el cuello, evitando así posibles picaduras. Son de color verde amarillento. Miden casi dos metros de longitud y tienen el cuello extensible, la cabeza ancha, triangular y bien diferenciada del cuello. Las escamas son cúpreas, con manchas pardas en aparente zigzag sobre el lomo.
Tras enroscarlas en el bastón, las meten en una caja de madera con tapa deslizante, más segura que las bolsas o sacos de harina, utilizados anteriormente.
Tarea bien cumplida. Son ya seis culebras capturadas. Ahora hay que llevarlas a casa, a su alojamiento, cuidar bien de ellas antes de venderlas. Los Dehia no las van a utilizar ahora en los corros, como en el pasado, porque últimamente algunos laboratorios e institutos pagan con creces la venta del veneno reptiliano, por estar destinado a curar el cáncer.
Los Ulad Dehia pertenecen a la orden religiosa de los Aisauas, una congregación estrechamente unida a las serpientes. Se dedican desde milenios a la captura de reptiles, los más mortíferos, en particular la cobra asesina Naja haje, la víbora bufadora y la culebra bastarda. Lo hacen con finalidad económica, religiosa y por tradición. Antes las exhibían en los corros de las ciudades imperiales, junto a otras actividades como clavarse grandes agujas en la nariz y los pómulos, comer vidrio o ascuas, sin sufrir daño alguno. Estas faenas hacían de ellos personas poseedoras de poderes ilimitados, como el repeler el mal de ojo y realizar curaciones mediante ritos místicos y ungüentos donde las serpientes son las principales protagonistas.
Actualmente, los dos hermanos viven en una vieja y ocre mansión heredada, de tres plantas, junto a la zagüía y al río Awragh. Ziriab ocupa la primera y la segunda planta con sus cuatro mujeres y ocho hijos y Muntasir, el tercer piso.
Al día siguiente, por la mañana. Una mañana inusualmente ardiente. El sol, como un péndulo, baña la región con sus garras de fuego. Muntasir toma el autobús rumbo al centro de la ciudad para disfrutar del jueves, su día libre, donde le tocaba vivir a la bartola y, en caso de tedio, disfrutar de un sexo casual; también día del zoco semanal: desayuno real en una de las cafeterías de la concurrida y cosmopolita plaza circundando el museo de arte cinematográfico; la compra semanal y el paseo callejero habitual en busca de alguna turista solitaria, de piernas largas, curvas sensuales y pecho endemoniado. La ventaja del ligue con las extranjeras reside en que uno no derrocha dinero a manos llenas ni es perseguido luego por un insoportable compromiso matrimonial. En su día libre le fascina pasar de encantador de serpientes al de las gacelas. Con plan de pasárselo bien y escabullirse luego, como un calamar, sin dejar rastro. Sin promesas ni enamoramiento. Saber nadar y guardar la ropa, como reza el dicho. Cazar, morder y desaparecer, es el lema que le enseñaron las serpientes. Para seducir, no regatea en gastos de aseo y pulcritud: ropa de marca, peluquería, dentista, sauna, manicura, etc.
Terminado el desayuno, se levanta para iniciar la caza. Busca a una gacela sumisa, respingona y dócil, sin veneno y con expectativas placenteras. Aunque sí es cierto que las hay más venenosas y sulfúricas que el mismísimo satanás. Él no tiene estudios pero sí una filosofía de la vida. Para él, la naturaleza humana es esencialmente reptiliana. Los humanos, como los animales, son regidos por una sola ley de supervivencia: o cazas o te cazan. O eres predador o presa. Los animales se sirven del camuflaje adquiriendo el color del ambiente en que están para atacar o burlar a posibles predadores. El hombre utiliza la cultura y la fe para encubrir sus instintos reptilianos. En ambos casos, la testosterona es la que rige los mecanismos de esta lucha, con el único fin de perpetuar la especie, multiplicando los individuos a lo infinito, sin meta alguna. Como consecuencia, la realidad viene a ser una serie de actos absurdos, mayormente viles y mezquinos, donde las guerras y los crímenes de toda índole, junto a la vanidad, la insensatez, el egoísmo y la codicia, no hacen sino aumentar la desgracia y el dolor de todos. Para Muntasir, el mundo es un sórdido museo de crueldades donde el mal tiene carta blanca. Y los que mejor subsisten son los animales porque, por no tener lengua ni cultura, viven sin ilusiones ni ridiculeces y desaparecen en el flujo de la evolución, sin folklores ni teatralidad.
Dos incidentes lo sacan de su ensimismamiento. Ve primero acercarse a una chica muy elegante, visiblemente hacendosa, el culo respingón. La saluda con parsimonia y jovialidad, dicharachero, pero esta, pusilánime, le muestra una sonrisa torcida de hastío y pasa de largo, contoneándose. Frustrado, se dispone a tomar la callejuela del zoco cuando ve, no muy lejos del museo, un corro formarse alrededor de una mujer que gesticula y grita: «Mi bolso, mi bolso». «Detened al niño con el bolso amarillo», vociferan al unísono otras personas. El ladrón corre a toda velocidad, esquivando a la gente y decidido a tomar la calle del zoco. Adelanta a Muntasir en su enloquecida carrera, pero este lo persigue con la misma rapidez hasta detenerlo y llevarlo ante la agredida. Para su gran asombro y el de los transeúntes, la mujer, magnánima e indulgente, perdona al delincuente y lo libera sin más.
—El pobre roba para alimentarse —declara la mujer, estando ya a solas con el hombre—, es inocente y víctima de un cruel destino, el de su familia. Por desgracia, la infancia abandonada es una lacra en el país y nuestras leyes siguen siendo laxas en este caso. —Menea la cabeza en un gesto desabrido, luego añade con voz suave—: Gracias por recuperar el bolso. Contiene lo esencial de una persona. Dinero, identidad, contactos, carné de conducir y llaves del coche.
—Me complace haber sido útil y la felicito por ser tan generosa e indulgente con el niño —apunta él, presentándose.
—Muy amable. No sé cómo agradecérselo. Yo soy Umaima Bendris. Vivo justo detrás del museo —exclama, extendiendo la mano que él estrecha con deleite.
Dejan de hablar un momento, como si no entendieran lo ocurrido. Se recorren con la vista, barajando teorías sobre la personalidad de cada uno. Se miran de hito en hito. Él ve a una mujer deslumbrante, atractiva, de unos veinticinco años, largo pelo negro azabache, ojos brillantes color ámbar, mejillas arreboladas. Pantalón gris muy ajustado, camisa verde, ciñéndole el pecho. Zapatos de charol beige con tacón de pedrería. Ella ve a un joven de ojos castaños, cabello oscuro abundante y, pese a su indumentaria de obrero aldeano, ostenta una esbeltez viril de las más seductoras, la silueta de un deportivo sano y jovial la deja fascinada.
En un instante de silencio como este puede ocurrir un sinfín de emociones que escapan a toda descripción. Está primero el juego de sus miradas. La dilatación de sus pupilas se produce porque ambos se sienten atraídos y se desean irresistiblemente. Está luego esa sonrisa encantadora que incita a la cercanía, la complicidad sentimental y el deseo. Por fin, el contacto físico, al enlazarse las manos, se hace suave pero volitivo. En seguida aparecen afinidades y todo fluye en la misma dirección, la de una pasión compartida.
—Encantada de conocerle —murmura, recobrando el aliento, luego añade, sin estar convencida de su decisión—: Ahora tengo que irme.
—Aún no, por favor —suplica él, temiendo faltar de tacto al cogerle las manos.
Salen de la plaza y se dirigen a un parque. Él anda despacio para acomodarse al paso de ella, con la mano persuasiva en su brazo, gesto que ella aprecia con visible satisfacción mientras juguetea con el pelo y se humedece los labios, casi mordiéndolos. Él la mira, ora con desconcierto, perdiendo un momento la compostura, ora con triunfo, al ver que acababa de conquistarla.
Absortos, toman un serpenteante y empinado sendero que lleva al monte desde donde se divisa el centro de la ciudad. La soledad del lugar los incita entonces a besarse y a perderse en los enredos de las caricias. El instante de silencio es placentero y el tiempo parece detenerse. Muntasir se asombra al verse en una situación inhabitual donde el cazador es a la vez cazado.
—¿Crees en el mektub? —pregunta ella, irresoluta.
—Por supuesto. No soy supersticioso, pero creo en la suerte —asiente él vigorosamente, animado al mismo tiempo por la curiosidad.
—Hace poco, una vidente me echó la buenaventura, leyéndome el futuro en las palmas de las manos.
—Nada grave, espero —inquiere él, de sopetón, con un atisbo de torpeza en la voz, mirándola con cierta conmiseración.
—No me creerás o te echarás a reír pero me habló precisamente de un encuentro que cambiaría por completo mi vida —confiesa ella, apartando un flequillo que le tapa la frente.
Muntasir la escucha, absorto, sosteniendo su mirada con ingenuidad.
—Claro que te creo, Umaima. En este descabellado mundo, todo es posible —concede, con credulidad en la voz.
—Aún es temprano para sacar conclusiones y hacer proyectos, claro, pero he de decirte desde ahora que no busco ni aventuras ni asuntos de cama. —Su voz suave progresa en un sollozo, como el de una niña a la que castigan. Su rostro se ensombrece—. Primero he de liberarme de una cruel e injusta relación.
—¿Violencia doméstica? —inquiere el hombre.
—Sí. Física y psíquica. Mis padres me casaron con un hombre muy rico pero senil y malvado. Me triplica la edad —declara ella, contrita, rompiendo en sollozos.
—Lo siento, de veras. Una mujer como tú no se merece este patibulario calvario. Cuéntame, por favor, insisto.
—No, ya es tarde para mí. Debo regresar al hogar. Mi marido es joyero y cierra dentro de poco. Intentaré liberarme mañana y nos vemos aquí a la misma hora, si no tienes compromisos.
—De acuerdo. Postergaré mi viaje a Marrakech.
Se iban a separar cuando de repente, un grupo de Guenawa los aborda para bendecirlos, a cambio de algunas monedas. Sin vacilar, los participantes ejecutan, con el guembri, el tambor y las castañuelas de metal, una danza ritual rítmica, acompañada con un canto místico dialogado. Mueven al mismo tiempo la cabeza, describiendo círculos, dando vueltas sobre sí mismos, al tiempo que se ponen en cuclillas y giran hasta entrar en trance.
Umaima les da una buena propina, terminada la representación, porque sabe que con su bendición se quita el mal de ojo, se expulsa del cuerpo a los demonios, se curan las enfermedades de toda clase y se auguran tiempos felices.
En su camino al zoco, Muntasir trata de ordenar el caos de sus pensamientos. «Umaima es prisionera de un sistema de valores caduco y quiere que yo la libere», murmura para sus adentros. Además de la atracción física, siente ahora ternura por ella, por estar desamparada y en garras de un anciano despiadado que se sirve de su riqueza para satisfacer sus deseos reprimidos, como lo hacen muchos, con una joven indefensa que pudiera ser su hija. Muchas mujeres de singularísima belleza, rebosantes de salud, educadas y cariñosas, sufren el mismo infierno. Peor aún, hasta hay padres que casan a sus hijas desde los nueve años con hombres que frisan los sesenta. Muntasir no entiende por qué tales individuos no son condenados por pedofilia. Por fortuna se abrogó la ley del matrimonio temporal, un contrato concluido oralmente y en privado por los mismos interesados, llamado «contrato de goce» o «alquiler sexual» que unía a la pareja por algunos días. También se ha abolido el matrimonio entre menores, pero en remotas regiones no se controla o se hace la vista gorda. Muntasir siente un nudo en la garganta al recordar estas bárbaras costumbres. Intuye entonces que el episodio del niño delincuente, robando el bolso de Umaima, era sin duda una señal del cielo, para unir dos destinos y enderezar una injusticia.
Ya de noche, Muntasir vuelve a la aldea y se dispone a dormir, pero no puede conciliar el sueño. La imagen de Umaima ocupa sus pensamientos. Recuerda su rostro, su voz, su coquetería, su cuerpo sensual y un sentimiento profundo de euforia lo invade al saber que es correspondido. Ahora necesita cambiar ciertos modales. No tiene la necia vanidad de ser un perfecto gentleman pero le anima la esperanza de que ella viera en él al hombre de su vida, el hombre que la sacaría de esa pesadilla.
Vuelven a encontrarse en el lugar convenido y, para estar cómodos y a salvo de curiosos, Muntasir llama un taxi y le da la dirección de un salón de té en el Riad Ksar Ighnda, a la salida de Ouarzazate. El edificio presenta una arquitectura miliunanochesca, con sus tres piscinas, sus jardines impresionantes y un solárium, además de la zona de estar, un bar y una sauna. Todas las instalaciones y habitaciones con aire acondicionado.
Una vez instalados en unos cómodos sofás de cuero marrón y hechos los pedidos, Umaima abre la polvera de plata para mirarse en el espejo y empolvarse, mientras que él enciende un cigarrillo, le da una profunda calada y observa las volutas de humo que se forman y se elevan, antes de echar un vistazo alrededor. Ve a varias parejas ensimismadas en vivas charlas. Algunas mujeres observan con interés a Umaima que aparentemente encuentran más elegante y hermosa que ellas.
Muntasir da otra calada al cigarrillo y se inclina para tirar la colilla en el cenicero. Umaima guarda la polvera y esboza una triste sonrisa.
—Bueno —explica ella, rompiendo el silencio—, mi historia es la de muchas otras mujeres casadas a pesar suyo. —Se reclina en el asiento y alza la vista para sonreír a un camarero almidonado que llega en ese instante con el pedido, dos helados de vainilla en grandes copas y, al marcharse este, añade—: Solo que a mí me ha tocado vivir con un ser cruel y depravado.
—¿Por qué no divorcias o lo abandonas simplemente? —sentencia él, con las cejas hirsutas, haciendo hincapié en su desgracia.
—Me ha amenazado de muerte si lo intentara. Dice que tiene a matones que me degollarían.
—Vaya. Esto suena como en una película de gánsteres —observa él, desconcertado—, ¿matarte, has dicho?
—Sí. Está loco. Me arrea palizas tremendas por cualquier percance y justo después se arrodilla ante mí, pidiendo perdón.
—Ya veo qué tipo de demente es —concede él, comprensivo—, goza torturando a mujeres. A estos dementes habrá que encerrarlos en asilos. Ahora que me lo pienso: ¿y si sufriera un accidente?
—No entiendo —exclama ella, dubitativa, rondando la desesperación.
—Simulado, quiero decir. Hay varias formas de deshacerse de un ser malvado como este.
—¿Quieres decir…? —Deja la frase inconclusa, pero entiende que se trata de un asesinato—. No, por Dios. Ahora el loco eres tú, perdona que te lo diga.
—Pero él piensa matarte a ti —asevera Muntasir, con recelo en la voz.
—Ni se te ocurra —niega ella con la cabeza, horrorizada—. No podré soportarlo ni quiero que te involucres y me encubras.
—Pero no tienes remedio —sermonea él, mirándola con compasión—, si huyes, te seguirá por doquier. Y ahora que formamos pareja no puedo permitirlo.
—Pero cariño, matar es fácil solo en novelas, no en la realidad. —Umaima guarda silencio un instante antes de añadir, consternada—: Nos atraparían al día siguiente del crimen. Y la imagen de vernos en la cárcel me pone carne de gallina. Además, no disponemos de ningún arma.
—No te lo he dicho, pero da la casualidad que soy colector de serpientes y vendo veneno a los laboratorios.
—¡Dios mío! —prorrumpe ella, boquiabierta—, creí que eras distribuidor de fruta y legumbres. Pero si tienes un oficio peligrosísimo.
—Bueno, tomo mis precauciones. Como sabrás, una mordedura de cobra siempre es letal, sin tratamiento, y pasaría por un anodino accidente, ya que en esta región y sobre todo en el campo se suelen dar estos casos.
—Debo admitir que el arma del crimen es adecuada —concede ella—, pero no quiero ni pensármelo. Solo la vista de una serpiente me podría matar del susto —concluye con acritud y visiblemente afectada.
—Estudié el caso ayer con miliún detalles —asevera él, mesándose enigmáticamente los cabellos—. El plan es pan comido, cosa de coser y cantar.
—No obstante, lo veo muy arriesgado.
Sus miradas se cruzan por un momento, suspicaces, como muestra de choque de voluntades. Tras un silencio cargado de incertidumbre, él saca una pequeña caja envuelta en papel de regalo y se la entrega.
—¡Sorpresa! —canturrea con voz suave—, mi primer regalo. Ábrela.
—¡Un amuleto! ¡La estrella del destino! —exclama ella con alegría, después de desenvolver el papel y abrir la cajita—. Gracias, cariño, siempre he deseado poseerla y ahora no me separaré nunca de ella.
La Cruz de Tuareg, llamada también Iferwan, es un talismán ancestral, utilizado para atraer las energías positivas hacia su portador. Está en forma de estrella y es confeccionada a mano, con láminas de plata fundidas y labradas con diseño espiritual. Sus extremos simbolizan los cuatro puntos cardinales de las constelaciones estelares, visibles en las noches del desierto. El colgante lleva un cordón de cuero.
Tras poner al cuello el talismán y darle a Muntasir un afectuoso beso por el regalo, Umaima aprovecha el evento para esquivar el tema del crimen.
—Dime, ¿cómo hacéis esas perforaciones en la nariz, los labios y la palma de la mano, sin ningún brote de sangre y sin que sintáis dolor?
—Secreto profesional —contesta él, con una pizca de ironía, pero luego le guiña un ojo—, pero algún día te explicaré los trucos de nuestra profesión.
—Vale —concede ella, con voz insulsa—. ¿Y cómo haces para sacarles el veneno a las cobras y venderlo?
—Lo tienen en los colmillos. Estos poseen un canal especial por el que se desliza el veneno cuando muerden. Al hacerlo, las mandíbulas se cierran, los músculos se contraen y el veneno es expulsado por los colmillos. Yo preparo un vaso tapado con un plástico donde la serpiente hinca los colmillos y expulsa el veneno. Así de fácil.
—¿Y qué utilidad terapéutica tiene?
—Mucha. Sobre todo para tratar el cáncer y las enfermedades de la sangre con dificultad a coagularse.
—¿Y cómo copulan las serpientes?
—La hembra es dominante, no el macho. Se aparea con varios machos al mismo tiempo. Suelen tener unos doce pretendientes que se enroscan a su alrededor en un ritual que puede durar un mes. Algunas lo hacen hasta con cien machos. Esto permite producir una descendencia más saludable.
—Otra pregunta que siempre me ha intrigado: ¿qué truco utilizas para que la cobra se yerga firmemente y se mueva al son de la flauta?
—Ninguno. En realidad las serpientes son completamente sordas, por lo tanto, no pueden escuchar música. Perciben el movimiento oscilante de la flauta y lo siguen con la cabeza, sucesivamente, sin atacar porque saben que no hay amenaza.
—Última pregunta. ¿Qué efectos causa el veneno en la víctima?
—La mordedura es muy dolorosa. Provoca hemorragia interna y parálisis de la parte mordida; las toxinas del veneno destruyen entonces los glóbulos rojos de la sangre, cortando el flujo sanguíneo por coagulación, causando asfixia y destrucción de los tejidos, trombos, ataque de epilepsia, infarto y en poco tiempo, la muerte.
—Horrible. No soy ninguna criminal, pero dada la situación en que estoy, le deseo al viejo esta muerte con todo el odio que le tengo. ¿Cómo hay que proceder? —inquiere la mujer, ahora esperanzada y con una expresión inescudriñable.
—En realidad es muy simple. Lo estuve planeando ayer. Pero primero te tengo que hacer unas preguntas. Conviene no abandonar la serpiente en un edificio o piso. Ello pondría en peligro a otras personas. ¿Tenéis casa en el campo?
—Por supuesto. Mi marido la heredó de su padre. Mañana es sábado y precisamente suele pasar el weekend en ella.
—¿Habrá invitados?
—No. Solo él y yo y la sirvienta. El domingo suelen acudir algunos vecinos a tomar té.
—Perfecto. ¿Dónde duerme la sirvienta?
—Muy lejos de nuestro dormitorio. No sospechará nada.
—Mañana te traigo la caja.
—No, por favor —menea la cabeza, con una mueca de espanto—, no puedo soportarlo.
—Solo tienes que llevarla a la alcoba, deslizar la tapa y soltar al reptil bajo las sábanas.
—¿La caja pesa? ¿Y si me ven llevándola? —pregunta, con voz resquebrajada por la repulsión.
—No. Está en una cesta de compras. No levanta sospechas.
—¿Y qué tengo que hacer exactamente? —interroga, estupefacta.
—Memoriza ahora todo lo que te voy a exponer.
—Espera. Voy a tomar nota —ruega, rebuscando material en su bolso.
—No. Nada de huellas ni pruebas incriminatorias.
—Quemaré luego el papel.
—Vale. Pues apunta: después de cenar y cuando notes que el viejo está roncando, sacas la caja de su escondite y la metes bajo las sábanas, con la tapa abierta, antes de encerrarte en el cuarto de baño, donde aguzarás el oído. Escucharás ruidos, jadeos y voces de socorro, como en una terrible pelea. Notarás luego un silencio absoluto. Esperas media hora y luego sales. Tras verificar que el viejo está muerto, abres la puerta y las ventanas para que se escape la serpiente, vuelves a ocultar la caja y te pones a gritar y pedir socorro para que la criada acuda y alerte a los vecinos.
—¡Dios mío! —clama, resoplando—, es tan complicado. No creo que lo logre. Seguro que meteré la pata en alguna etapa.
—No olvides de esconder la caja en un lugar inaccesible para devolvérmela después.
—Vale —responde, esta vez impertérrita—, escondo la caja y quemo el papel. ¿Y cuándo volveremos a vernos?
—No tan pronto —dictamina él, ablandando la expresión—. Tengamos paciencia. Mañana te entrego la caja. Será solo un instante. Actuarás de noche. El médico que acudirá certificará que la muerte fue por accidente. Tú declararás que en el momento del ataque estabas en el cuarto de baño y que al escuchar gritar a tu marido, sales y corres a pedir auxilio. Habrá preparativos para el sepelio y el luto. No tengo teléfono en casa, pero mañana te doy el número de uno público que tiene la tienda de comestibles de nuestra aldea. Llámame lunes a las seis de la tarde. Mañana viajo a Marrakech para entregar la mercancía y vuelvo lunes por la mañana.
—Cariño —murmura ella, con una brizna de esperanza en la voz y el corazón en la mano—, espero que la puerta de nuestros sueños pronto se abra y dé lugar por fin al dulce placer.
Tras entregarle la caja y el número de teléfono a Umaima, Muntasir toma el CTM de las 11.30, rumbo a Marrakech para entregar los reptiles a los encantadores de serpientes en la Plaza Yemaa El Fna, a un laboratorio que convierte las toxinas del veneno en fármacos y por último, a los clientes de mascotas, sin importarle que algunos las comercialicen para la obtención de pieles, carne o talismanes y remedios caseros.
En el autobús Muntasir pasa mentalmente los detalles y las etapas del crimen que le expuso a Umaima. Las cosas saldrían bien si ella quema el papel de instrucciones y oculta la caja en un lugar seguro. En cuanto al acto criminal en sí, ni él ni ella han de sentir remordimiento moral o culpabilidad porque individuos como ese desgraciado harían mejor en desaparecer.
Al llegar a la ciudad ocre, encuentra a su amigo el aguador esperándole, como de costumbre, para ayudarle a llevar las cajas. El hombre va vestido con una llamativa ropa de color rojo, un gran gorro y dos recipientes de cobre para servir agua colgando de su cuello. Algunos turistas le piden hacerse fotos con él. Él acepta, a cambio de una propina. Luego van la famosa Plaza donde los encantadores de serpientes (en la ciudad imperial son más de 84) habían desplegado muy temprano sus alfombras. Al llegar notan que en ellas siguen contoneándose las llamativas víboras, fascinando a los turistas. Falta poco para recogerlo todo y descansar. Un niño con una serpiente en la mano se dispone a colgársela al cuello a una joven turista, muerta de miedo pero aquiescente. Asqueada, se hace la foto y, al tocar la piel escamosa y ver los terribles colmillos, mil escalofríos le recorren la médula espinal.
Muntasir entrega tres cajas a Mohamed, padre del niño, indicándole tajantemente, pero con cortesía que a los reptiles no hay que arrancarles nunca los colmillos ni pegarles o coserles la boca, como suelen hacer otros encantadores. Le aconseja tenerlos siempre en buenas condiciones sanitarias. Y si se quiere evitar que regeneren su veneno hay que extirparles bajo anestesia las glándulas que lo reproducen.
—Antes de que se me olvide —entona el aludido, rascándose la cabeza—, hace tres semanas, una turista americana con su marido nos preguntó por un vendedor de buenas y sanas mascotas y te recomendamos, dándole tu dirección. ¿No te contactaron?
—No. Todavía. Quizás más tarde.
Tras cobrar, Muntasir y el aguador pasan por el laboratorio Wistman donde dejan cuatro cajas y por último, terminan en un Riad donde encuentran a una pareja de holandeses, de mediana edad, esperando a sus mascotas. Dar Nisrín, un antiguo Riad colonial renovado con los últimos toques tecnológicos, asimilando lo tradicional, ofrece una cocina típicamente marrakechí. La cena es una de las más asequibles y exquisitas comidas de la región. Consta de cuatro tayines distintos. La pareja holandesa hace de anfitrión y el menú que piden contiene sabrosos pasteles de hojaldre, albóndiga, carne de camello con verduras, macedonia de frutas, vino nacional, terminando con el muy asequible y digestivo vaso de té de menta. Todo ello acompañado con música de los Gnawa y una actuación en directo de danza del vientre.
Muy pronto los dos amigos se percatan de que el hombre es afeminado y que su acompañante muestra un agudo interés en ligar con ellos. Muntasir, pensando en quedar fiel a Umaima, deja la vía libre al aguador quien, visiblemente muy reprimido, se pone a escrutar el escote de la holandesa, sin importarle la indiscreción. La mujer resulta ser una verdadera belleza perturbadora para el común de los mortales. De unos treinta y tantos años, pelirroja y con cabellera frondosa, tiene algunas irresistibles pecas en el rostro, labios carnosos, voz suave y lánguida, actitud tímida y sonrisa cautivadora, donde asoma un sinfín de juegos perversos. Terminada la velada, Muntasir sube solo a su cuarto, la mujer lo hace con el aguador y el holandés, con un joven músico del equipo de los Gnawa.
La mujer que se hacía falsamente llamar Umaima coge la bolsa que le entrega Muntasir, se despide de él simulando cariño y se dirige a su coche, un Tuareg gris metalizado, aparcado al otro lado de la calle. Arranca y sale de la ciudad rumbo a la finca paternal, ubicada al norte, en dirección de Marrakech, donde tiene planeado asesinar, no a su inexistente marido, sino a su propio padre, acatando a la letra las instrucciones que le dio Muntasir.
La finca, una antigua residencia colonial donada a la familia Mundir, se extiende llana y está dividida en dos partes con dos entradas, una principal, con un gran porche, de acceso doméstico y otra trasera, laboral. La vivienda está rodeada de una gran variedad de árboles frutales. Por un lado hay un amplio patio, contiguo al establo. Por el otro, está la cocina campera bien equipada, contigua al salón con chimenea de leña, televisión y aire acondicionado, ambos con acceso al jardín y a la piscina. Arriba, están las habitaciones, con aire acondicionado y cuartos de baño. En el jardín, la falsa Umaima y otras tres mujeres se afanan en cubrir con manteles blancos las mesas para servir la comida del cumpleaños del viejo viudo. Habían ideado en secreto los preparativos del cumple, a modo de sorpresa, porque el viejo nunca ha celebrado un aniversario. La fiesta empieza cuando él llega al anochecer. La sorpresa le arranca algunas lágrimas de alegría y su felicidad es inmensa al verse rodeado de tanto afecto y al descubrir un menú de los más suculentos: una pizza de cebolleta y gambas, una tarta helada exquisita con siete velas, unas croquetas de pollo con salsa y legumbres, bocadillos por si vienen algunos niños de la vecindad, los canapés y las tartaletas de patatas y ensalada de mariscos. Y no faltan las limonadas ni el té a la menta.
Ya entrada la noche, cuando todos se hubieron dormido, la que se hacía llamar Umaima se desliza sigilosamente de la cama, procurando no despertar a su hermana, sale de la habitación y se mete en el establo donde tiene oculta la bolsa. La coge y se dirige al dormitorio de su padre, abre la puerta con una llave doble y se encierra dentro, en silencio. Los ronquidos del viejo la serenan y la animan a actuar. Se acerca a la cama y saca la caja con manos temblorosas. La alcoba está en sombras, pero un rayo de luz lunar se filtra por una ventana e ilumina tenuemente la estancia. Posa la caja al borde de la cama, desliza la tapa y examina el interior. Ve sobresalir una cola y retrocede instintivamente, aterrorizada, reprimiendo un grito. Se calma y vuelca con infinita precaución el contenido junto a los pies del viejo que están al descubierto y sale de la habitación, llevándose la caja para volver a esconderla en el establo, antes de meterse en la cama y cerciorarse de que su hermana duerme profundamente.
Poco después se oye un grito semejante a un relincho de un caballo. La cobra, tras enroscarse a las piernas del anciano y morderle, trepa al cuello para estrangularle.
Pronto se encienden las luces por toda la vivienda y la familia descubre con horror y espanto la tragedia.
Después del funeral, la falsa Umaima se pone al volante y conduce en dirección de un desértico desfiladero donde se reúne con un hombre.
—Misión cumplida. El muy idiota se tragó por completo mis mentiras —expone la mujer, triunfante—, primero la falsa escena del niño arrebatándome el bolso. Luego cuando fingí ser víctima de malos tratos de pareja. Lo de la vidente lo dejo escéptico, pero al final picó.
—¿No adivinó que habíamos indagado sobre él anteriormente?
—No. Por asociación de ideas lo orienté a que me revelara su oficio de encantador de serpientes.
—¿Ni siquiera dudó de tu simulado enamoramiento?
—Nada. El hombre es un aldeano torpe e inculto. Si vieras el odio que mostró por mi inventado marido…
—Tu papel de turista americana preguntando en Yemaa El Fna por un especialista de serpientes fue simplemente genial.
—El muy idiota no sabe que llevamos estudiando el caso más de tres semanas. Tampoco se dio cuenta de que fingí interesarme por sus conocimientos sobre los ofidios solo para alzar su alter ego.
—Pero dime, en caso de que indagara y rastreara información sobre ti…
—Cariño, sabes muy bien que mi nombre no es Umaima, ni estoy casada, ni vivo detrás del Museo cinematográfico. Para él, yo soy una pura sombra, un sueño. Así que no debemos tener la mosca detrás de la oreja: todo saldrá bien.
—Esto me tranquiliza. ¿Ningún remordimiento por haber asesinado a tu padre?
—Ninguno. El muy malvado se lo mereció. Después de morir mamá de cáncer, nos mantuvo durante años en privaciones y humillaciones, a mi hermana y a mí, pese a la colosal fortuna acumulada. Por fin puedo ahora solventar todas estas privaciones, comprar ropa cara, joyas, viajar a Hollywood, tener amistades en alta sociedad, etc. Si vieras cómo quedó su rostro después de la mordedura y la estrangulación…
—¿Y la serpiente?
—Después de soltarla bajo las sábanas, salí dejando entreabierta la puerta. El campo es vasto y no creo que la encuentren.
—¿Sospechas por parte de las autoridades?
—Ninguna. El médico certificó que el ataque mortal del áspid fue fortuito y muy recurrente en la región.
—Creí que el crimen perfecto solo ocurría en el cine y en las novelas. Te felicito. No en balde has estudiado arte dramático.
—Sin tus consejos y ayuda, nada hubiera salido bien, querido abogado penalista y encubridor de un asesinato. —Su voz suena socarrona, pero es suave y llena de ternura.
—¿Qué planes tenemos, su alteza?
—De momento ninguno. Tú vuelves a tu bufete en Casablanca, mi hermana (que nada sabe del crimen) y yo aguardamos a que pase el luto y se haga la repartición de la herencia y dentro de dos meses nos casamos y volaremos con destino a la isla Paradise. Ya puedes sacar los billetes y reservar una suite en el Atlantis Resort.
Al volver de Marrakech, Muntasir va por la tarde a la tienda de comestibles cercana a su casa, poco antes de la hora acordada, para atender la llamada de Umaima. Pide una coca cola y se instala en una silla junto al teléfono público. El tendero, un amigo de la infancia, le sonríe, guiñándole un ojo, muestra de que sabía lo que se tramaba. Una mujer se acerca, descuelga el auricular, inserta monedas en la ranura y marca un número. Muntasir no se impacienta porque faltan aún algunos minutos para las seis. La mujer cuelga el aparato poco después y se marcha. Llega luego otro hombre pero Muntasir se levanta y se interpone entre él y el aparato.
—Perdona. Espero una importantísima llamada —le espeta con dureza. El individuo, desconcertado, abandona el local, con expresión de un perro al que le quitan un hueso.
Seis en punto. El corazón de Muntasir empieza a perder el ritmo habitual y unas gotitas de sudor le perlan la frente. Mira el reloj de pared detrás del mostrador y ve que las manecillas de los segundos avanzan a cámara lenta. Se sorprende al oír el tic tac al compás de los latidos de su corazón. Las seis y cuarto. Nada. Las siete y media. Ninguna llamada. La desesperación y la falta de oxígeno lo entorpecen. A las nueve y antes de irse a cenar, le pide al dependiente que lo avise en caso de que llamara alguien preguntando por él.
Muntasir es presa de una intensa angustia al volver a la tienda a medianoche, hora del cierre, y su amigo le informa que no ha habido ninguna llamada para él. Entonces empieza a barajar hipótesis y teorías sobre el plantón de Umaima. Lo más verosímil es que le habría fallado algo. El marido habría descubierto la verdad y la habría castigado o delatado a la policía o peor, matado.
La desaparición brusca de la amada lo sume en un estado casi catatónico, dejándolo como un pájaro sin alas que busca sosiego y remedios a sus heridas. Empieza a desarrollar un duelo obsesivo por ella, visitando los lugares donde se amaron. Pasa por largos estados de ansiedad y sentimientos de culpa. Una aguda melancolía y un complejo de inferioridad lo embargan. Si Umaima salió de su vida, fue por su culpa, al encargarle algo imposible de realizar por una mujer.
Al día siguiente decide hacer una pequeña y discreta investigación, empezando por merodear por la calle situada atrás del Museo, en espera de ver a Umaima, en vano. Su labor detectivesca concluye cuando descubre, tras preguntar discretamente a los diferentes comerciantes de la vecindad, que en el barrio no existe ninguna mujer llamada Umaima Bendris, esposa de un joyero.
Intenta poner orden en sus pensamientos revueltos. Realiza un tenaz esfuerzo para demostrarse a sí mismo que la mujer a quien amó no fue un fantasma, sino una mujer en carne y hueso. Pero ideas confusas e imágenes espectrales le enturbian el entendimiento. Hasta los sitios y lugares en que estuvo con ella le parecen ahora extraños y desconocidos.
«¿Estaré perdiendo el juicio?», murmura para sus adentros, mientras que una sensación de cansancio y sopor lo envuelve. Poco a poco la mujer termina siendo en su mente una presencia fantasmagórica, etérea, una ninfa del desierto que surge de la arena para ofrecer el goce supremo y desaparece, un juego de espejos y ficción que termina sumiéndolo en la melancolía y el tormento.
Desencantado y agarrotado por la frustración de haber perdido un paraíso, estrambóticamente herido por haber sufrido un engaño, Muntasir decide errar por el desierto para reconciliarse consigo mismo. El desierto cura las heridas del alma. Regenera al ser fragmentado. Permite hacer borrón y cuenta nueva, mudar de piel, como las serpientes.
Muy pronto Muntasir se percata de que la pasión por Umaima se había esfumado como una pompa de jabón en el cielo.
Al regresar a la ciudad al día siguiente por la tarde para ver al peluquero, pasa por los vericuetos de las callejuelas de la kasba de Glaoui cuando unas voces chillonas atraen su atención y al mirar descubre por casualidad al niño delincuente que intentó robarle el bolso a Umaima. La única prueba concreta de la existencia de la mujer fantasma. Está entre un puñado de chavales, también vagabundos, que cuchichean sin ton ni son, peleándose aparentemente por distribuir el botín robado del día. Al acercarse Muntasir, los críos se dan a la fuga creyendo que era policía, menos el ladrón del bolso, a quien Muntasir detiene con mano férrea.
—No tengas miedo, no soy poli. Si me das una información, te pago y te suelto.
Esta vez los ojos del crío son catarrosos, inexpresivos, cara amarillenta y semblante de abrumada frialdad. Se nota que últimamente estuvo trapicheando con drogas. Cuerpo enclenque de antes, el mismo ojo insomne, espalda prematuramente encorvada, labios ajados y una boca mostrando una dentadura deteriorada por el tabaco.
—¿Qué clase de información? —carraspea el crío, en actitud recelosa, entre muecas de asco y miedo.
—¿No te acuerdas de mí? —pregunta el hombre, con falsa voz parsimoniosa y apaciguadora—. El pasado jueves te detuve cuando intentabas robarle el bolso a una mujer.
—Ah, sí. Me acuerdo. Pero ella me perdonó —espeta el niño, mirándole ferozmente, con ruda vehemencia, mientras que un rictus de disgusto le deforma el rostro.
—Sí, claro. Pero yo solo quiero saber cómo la conociste.
—Le pedí un día una limosna. Y más tarde, por compasión, me encargó recados. La señorita Miryem Mundir suele venir el día del zoco semanal. Estudia en el centro de arte cinematográfico por la mañana y por la tarde, cuando termina de comprar, le llevo al coche las bolsas. Me da una buena propina, sabe —explica, con un deje de gratitud y orgullo en la voz.
—¿Conoces a su marido?
—No está casada. Tiene un amigo, un abogado, creo.
—¿Qué marca de coche tiene y dónde lo deja?
—Un Tuareg. Lo deja detrás del depósito de agua, ya sabe, esa torre que se erige allí, al fondo.
—Ya veo. ¿Y dónde vive?
—En Marrakech. Pero sé que tienen una finca cerca de aquí, en Tizgzauin.
—Y ahora explícame una cosa —le apremia, asiéndolo de una oreja—: ¿Cómo puedes robar a una mujer que te conoce bien y que es además muy generosa contigo?
—No he dicho que la conozco —vocifera a voz en grito, con esquivez, intentando zafarse—, no la conozco, no la conozco.
—O me dices la verdad o te llevo a la comisaría. La poli sabe muy bien en qué chanchullos te has metido.
—Por favor, no lo hagas. Lo diré todo. Ella me pagó para simular ese robo —confiesa finalmente, suplicando, con voz cansina, los ojos llorosos y el gesto adusto—. Me indicó que corriera en tu dirección y tropezara contigo para que me detuvieras y me entregaras a ella. La secuencia del robo era simplemente un pretexto para conocerte de forma inusual. Ella estudia para ser actriz, sabe.
Consciente de que el suelo cede bajo sus pies, Muntasir se apoya en la pared, pero acaba sentándose en el arcén, mareado, momento que aprovecha el niño para escabullirse.
El hombre lanza una mirada inerte y perdida alrededor. La calle está atestada de gente, pero él no ve nada. Su vista se enturbia. De pronto la traición, antes fuera del alcance de su entendimiento, se hace ahora patente y cruel. Le hubiese gustado hallarse en una leprosería o ser devorado por las víboras y no haber conocido a esa arpía. Se levanta y se pone a andar como un anestesiado, la zozobra en el pecho, una hoguera junto a una barra de hielo en sus entrañas.
En estas circunstancias el amor se muta infaliblemente en odio y desprecio. La figura amada, en polvo, y el poema, en basura. El enamoramiento, en pura estupidez. Sin embargo, Muntasir no siente ninguno de estos estados. Por muy paradójico y extraño que suene, siente gratitud y reconocimiento. Porque antes de conocer a Umaima, él era simplemente un vulgar aldeano, encantador de serpientes y un mujeriego. Ella, como Eva a Adán, le enseñó la ciencia del bien y del mal. Es decir, el bien como otra faceta del mal, su sucedáneo, matiz que Muntasir nunca había discernido antes. Una niña pordiosera en harapos, en estado de inanición se le acerca e interrumpe su ensimismamiento. Muy afectado por esta aparición, encarnación suprema del mal, saca un billete de cien y se lo da. En el rostro de la niña se dibujan múltiples y contradictorias emociones. Se apodera del billete y se echa a correr, como si huyera de alguna tenebrosa trampa.
Muntasir sufre una descarga de adrenalina y pugna por no perder la razón. Una sensación de absoluta frustración lo embarga. No sabe si llorar o reír. Se siente infinitamente desgraciado y a la vez estúpidamente satisfecho. Respira hondo y nota que empieza a recobrar la compostura. Un revoltijo de ideas se arremolina en su mente y le insta a decidirse antes de que sea demasiado tarde. Resuelve la ecuación tomando una sola decisión. La más adecuada.
«Te estoy muy agradecido, querida Umaima, por tu generoso trato —murmura el hombre, interiormente—. Gracias por recordarme que el enamoramiento no es sino una estúpida artimaña de una mente enfermiza. En cuanto a ti, Miryem, te prometo que te obsequiaré con el regalo que te mereces».
Ya en casa, Muntasir entra en la habitación reservada al cuidado de las serpientes colectadas.
De las 38 especies que existen en el país, tiene en su poder a las cuatro más mortíferas de África: la víbora cornuda, cuya toxicidad venenosa supera al cianuro; la mamba negra, cuya mordedura provoca el infarto de miocardio; la cobra Naja haje, cuya picadura provoca la asfixia después de la epilepsia y la víbora bufadora, considerada la más terrible de todas.
Al día siguiente, día del zoco semanal, Muntasir decide espiar a Umaima, alias Miryem. Sabe al dedillo su programa: clases de arte dramático por la mañana, las compras por la tarde y el weekend en la finca paterna.
Para ser irreconocible, va ataviado con una chilaba de verano, un turbante enrollado a la cabeza, gafas de sol y sandalias de cuero. Lleva en bandolera una pequeña bolsa de sortijas, amuletos y otros artículos. Un perfecto vendedor ambulante.
Llega muy temprano al parking del centro cinematográfico.
Poco después de las nueve, un chirriar de ruedas al frenar atrae su curiosidad. Un ostentoso Tuareg color gris metalizado se detiene junto al portal de la facultad. Muntasir ve desde su puesto de centinela un rostro distorsionado por el vidrio de la ventana. Una mujer se apea luego con un suave e insistente pisoteo de zapatos y él reconoce un instante a Umaima, ahora Miryem. El mismo rostro afrutado pero con dos caras. Dos roles. La visible y la desaparecida. La actriz y la muchacha antes enamorada. La diferencia reside en la interpretación dramática, claro. La que conoció era de clase media, filántropa con los niños pobres, una mujer casada, frágil y con grandes trastornos debido a los malos tratos. La que baja ahora del Tuareg tarareando una melodía y dirigiéndose a la facultad, ostenta otro papel, el de una personalidad fuerte, una mujer de alta sociedad, soltera y adinerada. Mucho más elegante, sofisticada y atusada hasta la cursilería. El moño es esta vez de suflé en espiral, recogido en la nuca. Las formas del cuerpo, muy sensuales, son las de una amante carnal, una felina que dejaría exhausto en sexo al más resistente. Pero lo que sí une a ambas mujeres es la imagen inconfundible de un ser calculador, malvado, inclinado a fantasear con el crimen gracias a su oficio de actriz. Miryem quiere imitar el prototipo de la mujer fatal hollywoodiano cuyo único objetivo es poseer todos los poderes solo para dominar al hombre y reducirlo a un mero objeto sexual, usando como medios sus encantos, pisoteando la moralidad como si fuera una colilla.
Le había dado gato por liebre, pero ahora al lobo se le ven las orejas.
Suspira, triunfante.
De repente se acuerda de su amigo Mohamed, quien le habló de una turista americana interesada en mascotas. Otro papel interpretado por ella. Se estremece al comprender que lo anduvo teniendo en el punto de mira desde semanas, mucho antes del truco del robo del bolso. Se había interesado desde el principio por su cobra y no por su persona. Además de actriz, es una mentirosa de tomo y lomo pues la creyó a pies juntillas y ahora duda de sus propias facultades mentales por haber sido tan ciego e idiota. Suspira hondo para reponerse. “Le había dado gato por liebre, sí, pero ahora al lobo se le ven las orejas”.
La pregunta crucial que se plantea ahora es: ¿a quién habría asesinado, puesto que no está casada?
Sabiendo que Miryem saldría de clase a la una, haría su compra y se iría a la finca entrada ya la tarde, Muntasir decide aprovechar este tiempo de la forma más rentable. Desayunar, ir a Tizgzauin para saber más sobre ella y pasar a la fase B.
Cuando llega a destino, se acerca a una tienda, compra una limonada y, haciéndose pasar por un representante de compradores de terrenos, pregunta al tendero, un individuo mayor, con el cuerpo en forma de pera, si puede ayudarle en su búsqueda.
—Sí, hay tres terrenos agrícolas de una hectárea cada, al otro lado de esa finca —señala con la mano una imponente construcción, luego cambia de tema, esbozando una mueca de pesar—, por desgracia, hace poco murió allí sidi Mundir, mordido por una serpiente.
—¿Serpiente, dice? —espeta Muntasir, atragantándosele la bebida, aterrado por la revelación, al asociarla con el proyecto de asesinato de Miryem.
—Sí. El Mektub, señor. El pobre hombre viene de Marrakech los fines de semana a descansar y llevarse luego la leche para su comercialización. Pero esta vez le llegó la hora. Ocurrió el sábado pasado. Dios es grande.
—¿Tiene familia?
—Su mujer falleció a causa de esa malvada enfermedad que no deseo a nadie. Tiene dos hijas, Miryem y Yusra. Sus únicas herederas.
Muntasir siente agudas cuchilladas en sus tripas. ¡Miryem, asesinando a su propio padre! ¡Utilizando su propia serpiente! Se apoya en el mostrador para no desmayarse.
—¿Se encuentra bien, señor? —inquiere un hombre que llega en ese momento y pide tabaco. Un barbudo con cara de caimán y una cicatriz profunda en la barbilla.
—Sí. No se preocupe. El azúcar, ya sabe —miente Muntasir.
—A mis tres pobres esposas les ocurre lo mismo —observa el hombre de la cicatriz.
—Pues cuando llegue frente a la finca —concluye el tendero—, doble a la derecha y diríjase a la mezquita. Allí, pregunte por Abdeslam. Hágalo después del rezo porque en pocos minutos el muecín llamará a la oración de la tarde. Que Dios le guíe.
Al llegar a la finca, Muntasir aprovecha la ausencia de la gente, que ahora está orando, para explorarla de arriba a abajo y memorizar sus partes y componentes. Tras lo cual se dirige a la mezquita, centrándose en la reconstrucción de un asesinato. Miryem lo ha utilizado haciéndose pasar por una Umaima enamorada, inventando la violencia de género para incrementar su compasión y su virilidad y, tras obtener el arma homicida, la cobra, se desembaraza de él, tirándolo a la basura, como si fuera un trapo sucio. Desaparece luego sin dejar huellas. ¿El móvil? La fortuna colosal que deja el viejo.
Los fieles empiezan a salir de la mezquita y al tercer intento, Muntasir localiza al corredor y ambos emprenden el camino hacia los terrenos en venta. Tras varias inspecciones y desplazamientos por los terrenos, los dos hombres concluyen un trato y se separan.
Muntasir, ahora solo, emprende el camino de vuelta y ve a distancia acercarse el hombre de la cicatriz, acompañado de dos jóvenes, uno alto y el otro, bajo y barrigón. «Quieren probablemente enseñarme otros terrenos», piensa.
Cuando llegan a su alcance, Muntasir se percata de inmediato que manifiestan una actitud amenazante. Sus rostros son iracundos.
—¿Qué pollas hace por aquí un mequetrefe y pelagatos como tú? —gruñe el chico alto, dotado de una fortaleza insospechada.
—Con que buscando terrenos, ¡eh! —ironiza el de la cara de caimán, con una larga sonrisa forzada en las comisuras de su boca que muestra unas encillas ennegrecidas por el tabaco—. Sin embargo, en la tienda estabas muy interesado por la finca del viejo Mundir. Planeando sin duda algún hurto.
—Hoy te arrancaremos los testículos para que no vuelvas por aquí nunca —vocifera el barrigón, increpándolo, cacareando una risa de oreja a oreja, mostrando unos dientes llenos de sarro.
Y sin rechinar, el chico alto le propina un puñetazo en la sien que lo echa atrás. Muntasir cae de bruces, cuan largo es. Intenta enderezarse y defenderse, pero el de la barriga prominente le da un puntapié en el vientre que lo pliega en dos, dejándolo en posición fetal. El de la cicatriz saca entonces un cuchillo y se echa sobre él para hincárselo en el pecho. Muntasir esquiva el golpe, echándose de lado, rodando por el suelo, al mismo tiempo que lanza una coz al pecho del joven alto y lo hace trastabillar. Se pone en pie, se quita la chilaba y ataca ferozmente primero al barrigón, lastimándole un ojo, luego da un puñetazo al caimán en plena nariz de donde pronto brota un hilo de sangre. El individuo, conmocionado y transido de dolor, suelta unas obscenidades, resopla y blande de nuevo el cuchillo para desgarrarle el cuello. Falla, al rasgarle con el canto y no con el filo. Los dos jóvenes se enderezan y se enzarzan en la lucha. Con el último ápice de fuerza, Muntasir lanza un gancho izquierdo al caimán, se zafa del barrigón, forma una «C» con la mano y golpea la nuez de Adán del chico alto, arrancándole un aullido de mil demonios.
En ese momento una furgoneta transportando jornaleros se acerca y los atacantes salen echando chispas, dejándolo al hombre hecho un Cristo.
El chófer y sus acompañantes socorren a Muntasir, sacándolo de la refriega y lo llevan de vuelta a Ouarzazate, directamente al hospital Bu Gnafer donde es atendido por una amable enfermera que lo tranquiliza después de limpiarle las heridas. Maltrecho, pero nada roto. Un corte en el antebrazo, una equimosis en la barbilla, un desgarro en la espalda, un moratón en el cuello y el labio inferior ligeramente lesionado e hinchado.
—Se nota que usted se ha salvado por los pelos. ¿Quiere solicitar un certificado para denunciar a los atacantes? —le sugiere la enfermera, solícita.
—No. Ha sido una anodina pelea entre amigos.
De vuelta a casa, Muntasir elucida lo ocurrido. Dos etapas. El niño delincuente corre a ver a Miryem y le cuenta que el hombre sabe la verdad. Ella, al regresar a la finca, es informada también por el de la cicatriz, quien por azar oyó su conversación con el tendero.
Medianoche. Muntasir se acerca a la finca sigilosamente y con los reflejos en alerta. La comarca ahora baña en un silencio absoluto. Apenas algunos deleznables ladridos de perros en la distancia. Un zumbido lejano de avión, maniobrando para aterrizar en el aeropuerto de Ouarzazate. La tienda donde estuvo antes está ahora cerrada y sumergida en las tinieblas. Tiene estudiado y memorizado el plano de la granja. Sabe con certeza quién la ocupa. Miryem y su amante. Mira al portal. El guardia no está. Probablemente liberado por Miryem, junto con los otros tres agricultores, para disfrutar de una intimidad total durante el weekend. Aun así, Muntasir opta por entrar por la puerta trasera, desvencijada y con una cerradura enclenque. De pronto es cegado por los faros de un furgón con distintivos de la gendarmería, viniendo a su encuentro, por el lado lateral. Muntasir se siente perdido. Lleva cajas de serpientes. A punto de cometer un allanamiento de morada. Su corazón está a punto de estallar. Un ígneo calambre le perfora el estómago. El sudor le escuece. La camisa se le adhiere a la piel. Demasiado tarde para darse a la fuga.
Bruscamente, una tormenta de arena surge de la nada e invade la estancia, sumiéndola en una densa oscuridad, impeliendo todo lo que se mueve. Muntasir se agarra a unos matorrales para no verse arrastrado. El vehículo policial se detiene y apaga los faros. Muntasir conoce bien las tres fases de la tormenta. Aprovecha la segunda, que es de decaimiento, para colarse en la finca y esperar que cese el torbellino y se marchen los gendarmes.
Poco después oye el arranque de un vehículo y unas ruedas que chirrían y se alejan.
Está en el patio, aguzando el oído. El único débil ruido que capta proviene del establo, donde descansan las vacas.
Deja las dos cajas al pie de las escaleras y sube a la primera planta donde se ubican los dormitorios contiguos. Distingue un resplandor bajo una puerta. Avanza de puntillas hacia ella e intenta encontrar una forma de espiar. Puerta cerrada. Dos ventanales por ambos lados. Uno cerrado. El otro, ligeramente entreabierto, probablemente por descuido. Un borboteo de agua de ducha interrumpe el silencio. Muntasir aparta ligeramente la cortina y ve un largo pasillo. Supone que a la izquierda están los cuartos de baño y el balcón y a la derecha, las puertas del pequeño salón y del dormitorio. En efecto, de este sale de repente Miryem, desnuda y descalza, con su culo respingón y sus tetas turgentes y se mete en el cuarto de baño.
—Oye, cariño, antes de que se me olvide —entona, alzando la voz, aunque la distancia entre las habitaciones es ínfima—, ayer el torpe de Muntasir encontró por casualidad al niño del robo y lo obligó a confesar nuestra estratagema so pena de conducirlo a la comisaría. Atando cabos, nuestro héroe llega hoy hasta la finca a husmear pero mis hombres le arrearon una paliza tal que no creo que vuelva más por aquí.
—Nada grave, espero —apunta el amante con tono luctuoso—. Delatarnos no puede, porque se delataría al mismo tiempo. Pero una venganza no está fuera de suponer.
—Las heridas lo dejarán fuera de combate durante mucho tiempo —asevera ella con despreocupación, luego añade enfáticamente—: De todos modos mi hermana está de acuerdo conmigo en poner en venta la finca. Ella se queda en Marrakech y yo iré a Agadir donde tenemos otra vivienda.
—Perfecto. Ah, para que lo sepas: ya tengo los billetes para Las Bahamas.
Muntasir siente que sus piernas se aflojan y su corazón se descalabra como si estuviera frotado con papel de lija. Reprime unos insultos y retiene la respiración, retorciéndose de rabia. Vuelve a mirar por la brecha. La mujer sale ahora envuelta en una toalla y desaparece en el dormitorio o quizás en el salón. Muntasir no está seguro. Abandona el ventanal y mira por el ojo de la cerradura de la puerta principal. No cree lo que ve. Dos cuerpos desnudos en el salón, brindando, haciendo chocar dos copas que Muntasir supone de champán o whisky. Luego, en vez de dirigirse al dormitorio, extienden una sábana sobre la alfombra, donde emprenden los preliminares del placer. Muntasir oye rechistar palabras eróticas, voces lascivas y chasquidos de besos y gemidos.
—Apaga la luz, cariño —murmura ella, con voz lánguida—, uno goza mejor en la oscuridad.
Muntasir baja por las cajas, las sube y entra por el ventanal. Gira el pomo de la puerta del salón y esta se abre por sí sola, sin ruido, aunque nada escucharán los amantes, dado el estado de locura en que están. Suelta en la oscuridad a las cuatro serpientes, cierra la puerta y aguza el oído, en espera del desenlace programado.
Fuera, silencio absoluto. El zumbido de unos insectos parece haberse suspendido en el aire.
Muntasir sabe a ciencia exacta cómo actúan los áspides. Los imagina ahora en la oscuridad, avanzando con la rapidez de un relámpago gracias a las escamas ventrales que favorecen el movimiento hacia delante. Sacan ahora sus lenguas y la devuelven a la boca para analizar la información ambiental. Descubren de inmediato que están en presencia de dos cuerpos amenazantes, un peligro inminente que los acecha. Su visión en la oscuridad es tridimensional y estereoscópica. Su audición, reforzada por los demás sentidos, es la más aguda del reino animal. Les permite escuchar las vibraciones de baja frecuencia en el aire. Ahora acaban de localizar a los dos enemigos, incluso antes de verlos porque su olfato y su lengua han captado ya partículas ínfimas de olor, aliento y sudor. Sus cuerpos, una red de infinitos receptores táctiles, están listos para lanzar un ataque fulgurante y mortal.
Los amantes notan que no están solos. Pero no tienen tiempo de reaccionar. El primer grito de terror es lanzado por Miryem cuya voz se pone ronca al faltarle la respiración.
—Cariño, enciende la luz, rápido. Siento algo enroscarse a mis piernas —maúlla la mujer.
—¡Vaya! Lo mismo me está sucediendo —gruñe el hombre.
—¡Ay! Me han pinchado en el tubillo y en el cuello —brama la mujer, de intenso dolor.
—Y yo en la sien y en la nuca —aúlla de sufrimiento el hombre.
—Siento fuego en mis arterias —truena quejumbrosa la mujer.
—Y yo ya no puedo respi…
Muntasir oye ruidos discordantes, arañazos, gritos de espanto, forcejeos, jadeos, convulsiones, como cuando alguien lucha por zafarse de la muerte.
En menos de media hora y sin tratamiento, cualquier persona mordida por un áspid pierde la vida. Para tener una idea: una picadura puede matar hasta 30 individuos.
Vuelve a reinar un silencio insoportable, entrecortado solo por el insistente zumbido de algunos insectos.
Muntasir comprende que si los amantes no han podido incorporarse y encender la luz, es porque el veneno les ha provocado hemorragias internas, ataques de epilepsia, parálisis y finalmente la muerte.
Cuando enciende la luz media hora después, Muntasir descubre lo que esperaba ver. Rostros y pies inflados. Ojos desorbitados. Bocas grotescamente abiertas y llenas de espuma, reflejando todos los terrores del infierno.
Con su bastón horquillado Muntasir procede a enroscar a los cuatro áspides, ahora más dóciles y amansados, y ponerlos en las cajas. Luego, tras una meticulosa inspección, recupera dos objetos que pudieran haberle delatado: la primera caja, oculta en el establo y el colgante que estaba en el tocador, junto a unos billetes de avión con destino a Bahamas.
Desaparece en la noche, sin dejar huellas. El sonido de ranas y grillos es ahora diluido por la melodiosa llamada del muecín a la oración del alba.
Muntasir se despierta por la tarde. Curioso por conocer a Yusra, decide ir directamente a la finca en vez de asistir al funeral porque en Islam las mujeres no suelen acudir a los entierros ni participar en la procesión funeraria. Se afeita, se ducha y se pone su nuevo atuendo de verano que compró el domingo pasado en Marrakech: una camisa de manga corta con estampados coloridos florales, estilo hawaiano; un pantalón vaquero azul; zapatillas de tenis blancas; gafas de sol redondas y un sombrero de paja amarillo clásico. Contempla su reflejo en el espejo y se sorprende al no ver al encantador de serpientes ni al falso vendedor de sortijas ni al idiota enamorado de Umaima. Ahora pasaría fácilmente por un atractivo profesor de artes marciales o un director de orquesta.
El calor sigue remitiendo y un fulgor purpúreo embarga el cielo. Al llegar a la finca, se presenta como un viejo amigo del malogrado abogado. Un hombre barbudo, con un enorme callo tostado en la frente, señal de profunda religiosidad, marca hecha al prosternarse, la frente contra el suelo, lo recibe y le invita a seguirle al salón de hombres donde tiene lugar el velatorio y donde se hará la plegaria fúnebre y se preparará la comida. Pero Muntasir se disculpa alegando no tener tiempo y le pide que lo lleve a ver al familiar más cercano para presentarle el triple pésame. El hombre asiente y le señala con la mano un grupo de mujeres que no paran de abrazarse y sollozar por los difuntos.
—Pregunte por la hija del difunto sidi Mundir.
Muntasir se acerca y pregunta por la aludida. Una mujer se separa entonces del grupo y se acerca a él. El parecido con Miryem es impresionante. Difieren, sin embargo, las facciones de la cara y la silueta. Pese a su aspecto desaliñado por el duelo, Yusra resulta ser más elegante, sutilmente refinada, más reservada y más comedida. Rubia y etérea. Ojos de color celeste. Cutis de porcelana, sin maquillaje. Mayor, quizás de unos dos años, pelo corto cubierto por un velo, dada la circunstancia.
—La acompaño en el sentimiento, señorita. El malogrado abogado era uno de mis amigos —miente el hombre—. Que Dios los recompense y los acoja en su misericordia.
—Tenían la intención de casarse pronto y pasar la luna de miel en Las Bahamas. ¡Qué muertes más horribles! Primero mi padre y ahora ellos. Eran tan jóvenes e inocentes. No merecen tan horrenda muerte. Este verano la comarca atiborra de serpientes. Mañana mismo pongo la finca en venta. El pobre guarda, que descubrió esta mañana los cadáveres, está todavía en estado de shock. Ni habla ni puede mover los ojos.
—Es el mektub, señorita, y solo Dios lo sabe todo —explica él, sutil y enigmáticamente.
—Es verdad. La casualidad no existe en este mundo —concede ella, mirando al joven, visiblemente intrigada por su físico de atleta y su elegante indumentaria, luego añade, cambiando de tema—: ¿Cómo dice que se llama?
—Muntasir Dehia, para servirla.
La mujer sigue mirándole de hito en hito, como si quisiera descifrar un enigma. «Intenta catalogarme y no lo logra», piensa él.
—Me cae simpático, señor Muntasir —declara al final, estrechándole la mano—. Su nombre significa «victorioso», ¿no es así? En estas adustas circunstancias un amigo me vendría como anillo al dedo. Soy Yusra Mundir, soltera y profe de inglés. ¿Y usted?
—También soltero —contesta él y, para esquivar la probable pregunta sobre su oficio, improvisa, socarrón—: ¿Un anillo al dedo, ha dicho?
—Perdone —espeta ella, circunspecta—, no entiendo.
—Hace un instante me hablaba de un anillo al dedo.
—Ah, sí. Es una expresión, pero también alude al matrimonio. Que conste que usted también habló del mektub.
—Y usted, del Caribe.
—Lo siento, no estoy segura.
—Las Bahamas.
—Ah, claro. El destino donde iba a veranear ni pobre hermana.
—Un lugar de ensueños para descansar, después de las tragedias que acaba de vivir, ¿no le parece?
—¿Cómo que no me parece? —tercia la mujer, impetuosa pero con voz suave, el rostro resplandeciente, el entrecejo fruncido—. Es que me tiene liada con lo del mektub, los anillos al dedo y el viaje de novios a Las Bahamas. ¿Podemos tutearnos?
—Con mucho gusto —asiente el hombre, distendido—. Y perdóname si hablo de forma tan incoherente e indiscreta. Un hombre no puede evitarlo ante una tan hermosa mujer.
—De indiscreto, nada. Me gusta tu forma de hablar. Y gracias por el piropo. Lo que pasa es que ha sido todo tan brusco que no logro dominar la situación. Pero estoy tan…
Deja la frase inconclusa, al ver que la están solicitando. Saca entonces una tarjeta del bolso y dice, tendiéndosela—: Llámame pasado mañana y hablaremos con más tranquilidad del mektub, los anillos y del vuelo al Caribe. Por cierto —apunta con una sonrisa enigmática—, tu elegante camisa invita ya al viaje.
FIN
Relato extracto del libro:
Perfidia de Áspid. Ed. Indep. published, 2019, 230 p.
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