Lección de procedimiento por Juan Pablo Goñi
Brucco salió de la casa acomodándose los pantalones. Calosino se le adelantó, estaba en el asiento del acompañante en el vetusto Renault 21 de la brigada antes que el otro encarara el último tramo de las escaleras. El Tano maldijo, su joven colega era rápido cuando lo ganaba el entusiasmo. Y sus entusiasmos eran prólogos de malos ratos.
—Perfecto, Tano, ahora vamos a la casa de Melquíades y lo confrontamos, hasta hacerlo confesar.
Calosino se frotó las manos, los ojos encendidos. El inspector Brucco no respondió. Arrancó el coche despacio; al llegar a la esquina, giró a la derecha.
—Tano, por acá no vamos a lo de Melquíades. La casa queda hacia el norte, cerca del parque.
—Lógico, no voy a la casa de García.
—¿Cómo no vamos? La chica lo denunció. Tenemos que confrontarlo.
—¿Quién lo dice?
Calosino tragó saliva. El Tano conocía sus fuentes; las despreciaba, el joven inspector no conseguía hacerle entender que los escritores se documentaban bien cuando escribían una novela policial. La posibilidad de capturar a un narcotraficante de peso, nada menos que uno de los escasos millonarios de la ciudad, lo llevó a aventurarse a una diatriba de su colega más veterano.
—Es lo que hacen todos los detectives, Tano. Es un procedimiento no escrito. Eso te pasa porque no lees, no te enterás de cómo funcionan las cosas. Cuando tienen un dato, carean al sospechoso para estudiar cuáles son sus reacciones. De esa forma tienen nuevas puntas para investigar y conseguir pruebas. La detective Warshawski…
—¿Y esa? —interrumpió el Tano—. ¿Leés en polaco, ahora?
—No, es un personaje de Sara Paretsky.
—Si no es polaca, es rusa, entonces. Las dos, la escritora y la detective.
El Tano alcanzó la esquina y volvió a girar, como si diera la vuelta a la manzana. Calosino jugueteó con la lengua antes de responder. Buscaba aplomo para sonar firme ante el escéptico.
—El personaje es de ascendencia polaca, pero la escritora es estadounidense. Ella, la detective, siempre enfrenta a los poderosos, les tira la información que posee para ver cómo saltan. Y después actúa en consecuencia.
—Calosino, no somos de papel, somos de carne y hueso. Y no somos detectives privados, si es que existen todavía los detectives privados. Somos policías, tenemos reglas que seguir. No podemos interrogar a alguien sin pruebas, acusándolo de ser nada menos que narcotraficante.
—¿Cómo no? Lo hemos hecho mil veces, Tano, ¿con qué me salís ahora? Cada vez que pasa algo, le caemos a cuatro o cinco tipejos para apretarlos un poco. Siempre recurrimos a…
Brucco golpeó el tablero, seña que su paciencia topaba el límite.
—No estamos hablando de chorizos vulgares, a ver si abrís la cabeza. Con esos delincuentes no pasa nada, porque si no robaron algo hoy, robaron ayer o la semana pasada, siempre tienen algo que esconder. Estás hablando de Melquíades García, ¿cómo vamos a irrumpir en la casa del presidente de la unión industrial para preguntarle si vende drogas?, ¿tan estúpido te dejó el culo de la pendeja? Nos puede denunciar, pedir sanciones, hasta podemos perder el trabajo por un simple llamado de este tipo, cosa en la que no estoy interesado.
—Lo único que falta, ahora hay una ley diferente según el delincuente sea pobre o rico. Me parece que la constitución dice otra cosa.
—Bienvenido a la realidad, la constitución no es más que otro libro como esos que perdés el tiempo leyendo. Los procedimientos son diferentes de acuerdo a las personas, claro que sí, sobre todo cuando no hay una puta prueba, ¿cuánto llevás en la policía?, ¿todavía no te enteraste?
—Es la primera vez que nos enfrentamos con un narcotraficante, que yo sepa.
—En todo caso, para quedarte tranquilo con tu consciencia constituyente, ya que se trata de drogas, pasale el dato a la federal y que se encarguen ellos. Hacelo anónimo, o te vas a complicar la existencia.
Calosino se enfurruñó. Se le escapaba una investigación seria, de las grandes, las que salían en los medios. El Tano tomó una tercera curva a la derecha, en dirección a la calle donde estuvieron minutos antes.
—Igual, no iba a acusarlo, iba a decirle que teníamos el dato de que pasaba droga, para ver su reacción. Encontramos un sobre con cocaína y la chica nos dijo que se la había dado él, ¿sí o no? No veo por qué puede ofenderse, en caso de ser inocente, si vamos a visitarlo y le…
—¡Basta, Calosa! ¿Por qué no te concentrás en vez de ponerte a volar?
—¿Qué querés decir? Estoy concentrado.
—En las tetas de Solange estarás concentrado. Se te pasaron algunos detalles, Warwoski.
Calosino no lo corrigió; en cambio, repasó la escena en la sala del pequeño departamento que habitaba la prostituta, en el segundo piso de un edificio de cuatro plantas. La droga estaba sobre la cómoda, el sobrecito abierto. El Tano la vio. La chica les dijo que no era de ella, que se la había olvidado un cliente. Fue el mismo Brucco el que le exigió el nombre, amenazándola con llevarla a la comisaría. Recién entonces nombró a Melquíades. ¿Qué detalle se le había olvidado?, se preguntó el joven. La casa no la registraron porque no tenían una orden, no pasaron de esa sala coronada por el sofá que tenía pinta de recibir clientes.
—Me rindo, Tano, ¿qué detalle me pasé?
Brucco llegó a la esquina. Estacionó sin meterse en la calle de la chica; desde allí tenía vista libre del edificio donde moraba. Bostezó.
—Dos detalles.
—¿Dos?
—Ajá.
El Tano bostezó, el otro se mordió para no apurarlo.
—Primer detalle, ni siquiera sabemos si Solange decía la verdad.
—¿Por qué iba a mentir?
—Oh, ¿cómo se me ocurre?,¿dónde se ha visto a una prostituta que mienta? Unas mujeres tan afortunadas que siempre se acuestan con los mejores amantes del mundo, con los amantes más dotados, con hombres que nunca las hicieron sentir así. No entiendo por qué cobran, deberían pagar de tantos orgasmos frenéticos que les provocan los clientes.
—Entiendo el punto, pero no somos clientes, somos policías.
—Es verdad, podemos pasar gratis, si arreglás antes con el jefe de calle.
Calosino enrojeció. El Tano lo contempló de reojo, mientras simulaba acomodar el retrovisor. Bastaba mencionar el sexo para provocar una reacción pudorosa en el más joven de los inspectores de la brigada; exagerada, más propia de una catequista septuagenaria que de un policía a punto de cumplir treinta años.
—No soy de esos, y lo sabés bien.
—Por supuesto, por eso no sabés nada de putas. Son tan auténticas, que esta se llama de verdad Solange, y no Agustina Precioso.
—A ver, genio del crimen, ¿por qué nos mintió?, ¿por qué nos dio el nombre de Melquíades?
—Porque sabía que sólo a un imbécil se le puede ocurrir aparecérsele para acusarlo. No nos iba a entregar al dealer auténtico para meterse en problemas.
Calosino se volvió en el asiento, escandalizado.
—Si lo sabías, ¿por qué se lo dejaste pasar?
—¿Para qué molestarse si igual no íbamos a poder hacer nada? Debe venderle un pichichi, ya va a caer por otro lado.
—No puedo creer que no hayamos hecho nuestro trabajo.
Calsoino se cruzó de brazos.
—Precisamente, ese es el segundo detalle que se te pasó por alto. Nuestro trabajo. ¿Para qué fuimos a verla?
El joven demoró la respuesta. Brucco no se impacientó, ya había calmado la exasperación al bajarlo al planeta tierra.
—Fuimos porque es conocida de José Luján. Okey, ¿qué tiene que ver eso con nuestra omisión?
Omisión; Brucco suspiró para evitar que volviera a subírsele la temperatura ante el vocabulario de su compañero.
—Nuestra …omisión, como decís, tiene que ver con nuestra misión, atrapar a José Luján y entregárselo al fiscal.
—Misión que estamos cumpliendo a la perfección, sentados en el coche, hablando… ¿Por qué no seguimos con los cómplices de Luján? La chica dijo que no lo ve hace meses, no entiendo qué hacemos acá.
—Cumplir con nuestro trabajo, Calosino. O me falla la vista, o ese que sale del edificio es José Luján.
El joven adelantó el rostro hasta casi pegarse con le parabrisa. El Tano puso en marcha el coche. El prófugo caminaba hacia ellos. Esperó que estuviera en la esquina, en tanto su colega extraía la pistola. Brucco aceleró y atravesó el coche sobre la calle. Calosino descendió y apuntó al morocho desgarbado; Luján se quedó inmóvil al ver el arma.
—¡Al piso! —gritó el policía.
El Tano bajó, esposas en la mano. Luján dudó, miró alrededor como si estudiara por dónde correr. Calosino se adelantó, separó las piernas y extendió los brazos en posición de tiro. El Tano se mordió para no reírse de la pose de academia.
—Dale, Luján, hacela fácil. Tirate al piso que te esposo.
Brucco se acercó al prófugo, cuidando de no interponerse en la línea de tiro. El hombre, más o menos de la edad de Calosino, primero se hincó y luego se extendió sobre el asfalto. Una vez esposado, el Tano dejó que su colega se hiciera cargo de meterlo en el coche. Le extrañó que el formalista no pidiera un patrullero de refuerzo, ellos no tenían el interior del coche a prueba de escapes. Calosino se metió con él en el asiento trasero. Fueron sin conversar hasta la fiscalía, allí se hicieron cargo los dos policías de uniforme que el Tano convocó durante el trayecto.
De regreso al Renault, Calosino sacudió la cabeza.
—¿Cómo supiste que estaba en la casa de la chica?
—Por la droga, es él el adicto.
—¿Y por qué no lo agarramos en la casa?
—¿Vos querés un problema con nuestro querido jefe de calle? O te pensás que esa chica trabaja sin protección.
Calosino alzó las manos, como diciendo me rindo. El Tano disfrutaba la escena, agregó una última frase para alimentar la bronca del novato.
—Además, no teníamos orden de allanamiento, y vos sabés que yo respeto las leyes a rajatabla.
©Relato: Juan Pablo Goñi, 2021.
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