La muerte también baila en Málaga de Ahmed Oubali

 

LA MUERTE  TAMBIÉN BAILA  EN MÁLAGA

Por Ahmed Oubali.

 

Lunes, a las  11 de la mañana.

Lubna se metió en el cuarto de baño y se observó reflejada en el espejo: cintura estrecha, piernas largas, senos firmes y voluminosos, labios voluptuosos. Detestaba depilar las ingles. Su trasero mostraba bien dibujados dos hoyitos a la altura de los riñones. Sabía que en la playa causaba torturas en los hombres y envidia en las mujeres.

Se duchó y se secó. Con un lápiz negro agrandó sus ojos y con el rímel retocó sus pestañas finas, luego perfiló las comisuras de sus labios con una barra roja y se roció un poco con el perfume Éxtasis.

Vestía en general ropa gris y rosa que le caía formando pliegues hasta los pies. Llevaba en ocasiones un brazalete con incrustaciones de brillantes en su muñeca izquierda y su aspecto denotaba educación y opulencia. Pero aquella mañana de otoño aún hacía calor y le antojó llevar una camisa transparente sin cuello donde anidaban unos pechos enhiestos sin sostén, prominentes y con pezones erectos y provocantes. Unos pantalones blancos estrechos y sus cabellos recogidos en la nuca en un pulcro moño. Desprendía gracia y suavidad por sus ademanes y la muchedumbre devoraba con la mirada  su bello cuerpo.

Los hombres la veían alta, esbelta y con talle cimbreante. Piernas perfectas. Su rostro irradiaba siempre una profunda alegría de vivir. Su melena era lisa y abundante. La mirada turbadora y vivaracha. Sus vestidos, falda o chilaba o camisas transparentes, le ceñían con elegancia las sinuosidades de su cuerpo generoso y ágil. Extraordinariamente hermosa, era una de estas raras marroquíes rubias y de grandes ojos azules, ensoñadores y de crecidas pestañas, que hacen que los hombres se vuelvan a echarle piropos y a suspirar de ansias por lograr una sonrisa. El pelo, suelto,  le invadía casi las nalgas, sin ocultar sus curvas admirablemente proporcionales y eróticas. Enloquecía más a los clientes porque sus amigas de trabajo, en cambio, eran casi todas gordas o flacas, piernas escuálidas, pecho apenas perceptible y el pelo, pobre y rizado. Se maquillaban con exageración  para suavizar su físico. Este contraste daba más belleza y carisma a Lubna.

Caminó al trabajo graciosa y atrevida, ondulando las nalgas.

Como de costumbre sus compañeros de trabajo la estarían esperando para devorarla con los ojos y su jefe se mostraría exageradamente solícito.

Nadie, sin embargo, sospecharía que detrás de esa inocente sonrisa se ocultaba una insoportable y trágica pesadilla: ella y su marido, Ramírez, formaban la pareja más infeliz del mundo.

Tras salir de casa a las 08:00 y conducir el coche hacia la empresa, Ramírez se quedó pensativo. Estaba al borde de la locura a causa de las infidelidades de Lubna.

Todo empezó hace un mes con los informes que le suministraba Pedro, contratado por él para espiarla. Condujo por la avenida Andalucía, dobló luego por la calle Virgen del Carmen, rumbo hacia Rosales. Rememoró. Cuando se casaron, él dejó de tener hasta la más mínima aventura con otras mujeres, no por deber sino por convicción y satisfacción personales. Lubna le consentía voluntariamente todo. Aunque él le llevaba años  —ella 25, él, 54—,  ella se mostraba satisfecha y colmada. En cuanto a su trabajo, que él suponía, no tenía ningún problema: siendo una cocinera de primera, trabajaba a la luz del día y volvía al caer la noche para ocuparse del hogar. Pese a la crisis, ganaban ambos lo suficiente y no sufrían de ninguna clase de privación.

Se detuvo ante un semáforo, cerca de la Facultad de Letras y, mientras tamboreaba sobra el volante, recordó las circunstancias que posibilitaban el adulterio por parte de su mujer. Cuando pasó a verde, maniobró y salió en tromba. Los informes de Pedro eran abrumadores.

Corroboraban sus sospechas.

En varias ocasiones Pedro vio a Lubna pasearse con individuos sospechosos, al salir del trabajo, y dirigirse a otros lugares en vez de ir a casa.

A veces se quedaba muy tarde en el restaurante donde trabajaba, cuando él tenía turno de noche.

Contrastando pistas, Ramírez rebuscó por aquel entonces en algún rincón perdido de su memoria para corroborar los informes de Pedro y vislumbró indicios insignificantes al principio pero agravantes al final: la manía que tenía Lubna  de cuidar su atuendo, despilfarrando cantidades exageradas de dinero; las múltiples escapaditas en que reincidía en su tiempo libre, alegando compromisos femeninos y profesionales; su negativa en la alcoba a practicar perversiones, alegando pudor y concupiscencia religiosa; sus visitas esporádicas al ginecólogo; sus misteriosos viajes a Tánger, para “ver a su madre”; las onerosas facturas de teléfono que pagaba ella misma…

Sin distraerse de la conducción, recordó que sus rivales eran reales y tangibles y concordaban con las narraciones de Pedro. Su jefe, Antonio Luis, era amabilísimo con ellos, insistiendo siempre en invitarles los fines de semana. Apoyó su promoción a cargos superiores en dos ocasiones y en presencia de Lubna, perdía los estribos.  Había que verlo tan solícito y servicial estando en su finca.

Saltaba a los ojos que él y Lubna…

El patrón de Lubna era aún más cortés. La autorizó a ausentarse en múltiples ocasiones sin pedirle tramitar papeleo. También insistía en invitarles a su vivienda en la alcazaba de Los Rosales. El pobre no soportaba la presencia de su mujer que, para ocultar su precoz vejez, utilizaba cosméticos y llevaba pesadas alhajas caras.

Era también obvio que él y Lubna…

El ginecólogo de Lubna, un solterón de cuarenta años, era el más apuesto y gallardo de todos. La última vez en que ella fue a visitarle, le había colocado un dispositivo intrauterino para aplazar el embarazo.

En cuanto al cuarto rival, era el vecino impertinente, al que vio en varias ocasiones, rondar por la acera de su vivienda. ¿Qué placer podía darle él a Lubna en la cama?, siendo un pelmazo fatuo, una especie de microbio viviendo a expensas de las mujeres casadas. Además era delgaducho, bigotudo y de ojos maliciosos.

Los cuatro rivales eran, sin duda alguna muy reprimidos en su vida sexual. Y según Pedro, no hay humo sin fuego…

Agrupando coincidencias y sacando conclusiones dio finalmente crédito al informe de Pedro: Lubna había visitado sola y en varias fechas las viviendas de sus respectivos jefes, por separado.  Recordó, por otra parte, haberla visto él mismo con el vecino vicioso: más que discutían en aquella callejuela, parecían reñir. Tenía él más de chantajista que de amante. Sabría cosas, el muy malvado. ¿Le sonsacaba dinero a cambio de su silencio?

En cuanto al ginecólogo, las visitas se repetían de forma muy exagerada.

Se detuvo de nuevo ante un semáforo. Recordó nítidamente la conversación-trampa que tuvo con Lubna hacía 15 días, cuando llegó a casa de noche. Quería contrastar pruebas. Y las estratagemas para cebar a su mujer dieron en el blanco sin despertar  ninguna sospecha. Se sentaron a cenar y él le lanzó el primer cebo.

—Hace un minuto, me crucé con nuestro vecino y ¿me creerás si te digo que ni siquiera se dignó saludarme?

Ella se sobresaltó un instante, como movida por un resorte, pero pronto se contuvo y dijo, como si no le interesara el caso:

—A veces la gente está en la luna y no ve a los que pasan y saludan.

—Me pregunto en qué se ocupará este curioso personaje…

—Me dijeron que su mujer trabaja en un banco y él está empleado en el Hotel Ibis. ¿Te ha hablado?  —inquirió irritada y parpadeando.

—No. Dime: ¿qué proyectos tenemos para este fin de semana?

—¡Ah! Ahora que me acuerdo: estoy invitada al cumpleaños de Elena.

—Eso queda cerca de la casa de tu jefe  —observó con enojo y voz asqueada.

Ella dio otro sobresalto, como si recibiera una carga eléctrica.

—Claro… Es verdad. Bueno, ¿y tú qué vas a hacer?

—No sé. Estar de Rodríguez. Ver la tele, o ir al cine… Ya veré.

Ya tarde, revolviéndose en la cama, recordó, pasó a otras artimañas. Empezó a desabrochar el camisón de su mujer. Su mano derecha alcanzó zonas prohibidas, deslizándose por las ingles. Sus dedos  emprendieron el sendero tan anhelado. Pero ella se movió, abrochó el camisón y dijo excusándose:

—Cariño, el ginecólogo me recitó otro tratamiento de quince días. Lo siento.

Acto seguido, le dio de espaldas. Él aprovechó esta postura para reanudar con su vicio predilecto. Arremangó el camisón de satén. Dejó que sus dedos hicieran lo necesario antes de embestirla. De nada le sirvió. Lubna se apartó y se echó a dormir a pierna suelta, como un lirón.

Ramírez recordó que apagó las luces, frustrado y, en vez de dormir, se puso a juntar los pedazos desparramados del puzle. Todo estaba claro. Hacía tiempo que su matrimonio había empezado a erosionarse, sin saberlo él, el muy idiota, pese a haber estado al loro todo el tiempo.

Aquella noche vislumbró una serie de escenas obscenas que harían palidecer de vergüenza al más atrevido de los perversos. Sintió que la razón se le abdicaba al comprender que el altar en que situaba a Lubna se desvanecía. La imagen del cuerpo desnudo de su mujer tomó proporciones inauditas. Lo entrevió jadeante y fogoso, acogiendo, gustosa, las torturas de sus cuatro amantes. El barrigón de su jefe se erguía y se encorvaba sobre ella, gritando de dolor placentero; el jefe de ella soltaba risitas patológicas, enloquecido por los quejidos de su amante; el fatuo vecino transpiraba como un cerdo bajo el peso de ella, mientras que el ginecólogo, variaba a lo infinito sus asaltos y retozos más atrevidos.

Aquellas escenas le produjeron súbitamente una tremenda jaqueca y sufrió alucinaciones. Miró entonces despavorida y fulminantemente hacia el cuerpo apacible y angelical de su mujer y le asaltaron deseos de estrangularla con la almohada pero temió desencadenar una reyerta con gritos que alertarían a los vecinos. “La muerte por envenenamiento, pensó, es la más eficaz”. Mas el reloj de pared del salón adquirió bruscamente una tonalidad inaudita y el tictac insistente taladró en sus oídos, enturbiándole los pensamientos. “Una puñalada podría ser mejor… ¡Zzaasss! El cuchillo se hundiría en sus tripas como si penetrara en un bloque de mantequilla. ¿No sería mejor cortarle las venas y simular un suicidio? O simplemente decapitarla, como se suele hacer en las novelas y tirarla al río”.

El semáforo pasó a rojo y Ramírez frenó para dejar pasar a los peatones.

Entonces otro remolino de imágenes y recuerdos aislados y desparramados  se apoderó de su mente y sintió de repente que la vida de su mujer hasta entonces viciosa era más enigmática y tenebrosa de desenmarañar y recomponer.

Recordó con espanto que ella, siendo musulmana, no había exhibido el tradicional paño que, para dar prueba de su virginidad, tendría que estar ensangrentado tras el coito, cuando celebraron la boda en Tánger, hacía dos meses. Más que eso: aquella noche hicieron el amor estando él borracho. ¡Y fue ella quien insistió en traer coñac! ¡Coñac! ¡Una musulmana pidiendo coñac! Más tarde dijo que había tirado el paño de prueba a la basura. ¡Les hizo creer a él y a su familia que era virgen! ¡Menuda cínica y mentirosa! Y eso que rezaba allí como una buena y ferviente agarena. Ahora que lo recordaba bien, él también fue partícipe de aquel cinismo aberrante al tener que convertirse ostensible e hipócritamente al Islam para autentificar el matrimonio. ¡Qué oportunistas e hipócritas habían sido todos! Él, subyugado por el hermoso cuerpo de la joven. Ella, por obtener residencia y papeles españoles. La familia de ella viendo en él al salvador bendito. Los adules haciendo la vista gorda, al ser sobornados. ¡Los adules! ¡Representantes de la ley musulmana! ¡Todos infringiendo descaradamente la ley coránica! ¡Estarían todos en la cárcel, de saberlo las autoridades!

A él le importaba un pepino, siendo ateo. Pero todos ellos ¡salpicando por interés  su propia religión!

Esta súbita y execrable verdad redobló su odio hacía Lubna y justificó aún más la ceremonia macabra que le tenía como sorpresa aquella noche.

La solución final por la que había optado al principio se evidenciaba ahora con más rigor y convicción. La había aplazado por razones incomprensibles. Pero sí había resentimiento y deseo de humillarla y martirizarla.

Por eso, antes de asesinarla, quería vengarse de la forma más cruel: prostituirla en su propia presencia. Como en las narraciones de Sade. Demostrarle que él sabía que ella era una asquerosa puta.

Le excitó la idea de ver a dos o tres amigos suyos torturando a Lubna en la cama mientras que él los observaría e incluso participaría en las perversiones más prohibidas.

La excitación llegaría a su cumbre, lo sabía y lo deseaba,  al cruzarse su mirada, en ese estado,  con la de su ídolo de siempre, el emperador Heliogábalo, inmortalizado por un pintor surrealista en un famoso lienzo donde se  le ve en orgía con dos gladiadores. Todo ello acompañado por la banda sonora “Psychedelic Trance”, interpretando Make me feel love till death.

Así fue como elaboró ese tremendo programa inspirado en  Sade: cuando llegaba de noche a casa con sus amigos, ya borrachos todos, empezaba amenazándola con un cuchillo de cocina, a insultarla, a golpearla incluso cuando no consentía a hacer lo que le imponía. Siendo muy violento, a ella no le quedaba más remedio que acceder a satisfacer sus delirios, contra su voluntad, ante el inmenso y constante temor que sentía cada vez que empuñaba la navaja. Durante días ejerció sobre ella un total sometimiento que al final le infundió asco y odio, sobre todo las prácticas perversas. Sabía lo que podía llegar a hacerle si desobedecía sus órdenes. El cinturón y la navaja eran muy  elocuentes. Resistió el primer día. Pero él hizo crujir los nudillos, dominó su furia y le asestó un puñetazo en plena cara que le hizo escupir dientes. Tapándose el rostro huyó y se encerró en el cuarto de baño donde se quedó sollozando y limpiándose la sangre. La habría  estrangulado si no hubiesen intervenido sus amigos. El hedor a alcohol impregnaba el aire. Luego optó por obedecer, sumisa, esclava. Ahora ni siquiera necesitaba él ejercer violencia alguna sobre ella.

El semáforo pasó a verde y Ramírez salió en tromba.

Evocó la causa que lo indujo a abandonar las orgías.

Durante aquellos delirios se había dado cuenta con estupor que ella  gozaba de infinitos placeres en vez de sufrir por humillación, como él lo había supuesto. La sorprendió en varias ocasiones, mientras gozaba, mirarle victoriosa, feliz e irónica. Recordó cómo ella se estremecía y sentía infinitos orgasmos, luego, en un arrebato, sumisa e inocente, sin dejar de mirarle desafiante, apretaba sus labios contra los de su amigo, besándolo frenéticamente. Se oyeron chasquidos provocativos. Viéndola sonriendo, impetuosa y socarrona, le humilló por completo. Se estremeció al recordar que el gordo, el colmo del asco, era negro. Aquello le descalabró profundamente. Se sintió bruscamente el hazmerreír de sus amigos. ¡Se burlaban de él y no de ella! ¡Lo martirizaban a él y no a ella! Su plan de venganza había fracasado estrepitosamente. Se desmoronó como un castillo de naipes. Se sintió traicionado, defraudado y vergonzoso ante sus amigos.

Fue entonces cuando la idea de identificarse a Heliogábalo se concretó largo rato en su mente. Él y su ídolo se fundieron en  una y sola persona. Él era Heliogábalo.

Llegó a la empresa, aparcó el coche, subió pensativo las escaleras y se metió en su despacho.

Su plan era sencillo, infalible y perfecto. No implicaba meterse en ninguna camisa de once varas ni armarse ninguna marimorena. La llevaría a su viejo apartamento secreto, en la calle Cañaveral donde, le mentiría, les estarían esperando “nuevos amigos” para “nuevos rituales” que ni Sade hubiese podido imaginar. Compraría lo necesario al salir de la empresa a las 17:00, iría al apartamento para estudiar los detalles de la escena final y pasaría a recogerla a las 21:00.

LAS 4 DE LA TARDE.

Lubna se desembarazó del delantal y fue a la cafetería a comer un bocado. Una pausa de casi tres horas.

En su cabeza hervían muchas ideas. La obsesión sexual de Ramírez no tenía fin. Se acordó de su amiga Maribel quien le había hablado de una eminente psiquiatra que podría ayudar a Ramírez a recobrar su cordura.  La llamó y se citaron en el consultorio del médico a las 17:00.

Mientras saboreaba el café la asaltaron las imágenes insoportables  donde ella protagonizaba a la inmolada. Las sesiones solían repetirse como dos gotas de agua, sumergidos todos en la música psycho trance con el macabro título de Make me feel love till death y bajo la mirada satánica de Heliogábalo. A Ramírez le enloquecía este personaje. ¡No paraba de mirarle mientras participaba en la orgía! Los tres amigos llegaban  a casa y hacían de su cuerpo lo que les dictaba su locura, bajo la mirada delirante de Ramírez. Le imponían posturas abyectas. Empezaba a sudar como una posesa. Sentía las manos viriles y sabias, sobre todo los dedos, iniciar unas incursiones imposibles de imaginar. Él veía cómo ella se estremecía, participando. Recordó que Ramírez sostuvo un insulto. Visiblemente estaba fuera de sí. Sus celos eran reales. Lo veía fijarse obsesiva y alternativamente en ella y en el rostro lascivo de Heliogábalo, como si esperara que este le felicitara por lo que hacía.

“¡Ojalá se sintiera ofendido, y abandonara estas humillantes e inhumanas prácticas!”, había  pensado entonces.

Lubna quiso antes prevenir las autoridades para poner fin a este martirio. Pero le dijeron que ella era adulta, casada y que aquellas orgías se hacían de común acuerdo entre los interesados. Que en caso extremo podía solicitar el divorcio. Que una violación con vejación debe quedar exteriorizada de un modo manifiesto y concreto y con pruebas explícitas como secuelas físicas, golpes y arañazos o heridas. Y como nadie presenta estas pruebas, por temor a vergüenza o a represalias, le dijeron, no suele haber acusación por un delito de maltrato sexual y la inocencia del marido siempre queda confirmada.

LAS 17:15.

Tras escuchar el resumen que le hizo Lubna de su triste vida matrimonial, la psiquiatra aclaró la voz y dijo, frunciendo el cejo:

—¿Cómo se te ocurrió casarse con él?

—Me prometió sacarme de la pobreza y darme un hogar, un trabajo…

—¿Qué aspecto tiene?

Viendo que Lubna se mostraba indecisa y deprimida, Maribel tomó la palabra:

—Deja que te ayude, Lubna. Y me perdonarás si seré directa: Ramírez tiene aspecto de un grotesco payaso: cara redonda, macilenta e insulsa; cejas espesas, barbilla luchadora y ojos hundidos. Barrigón, bajito y casi sesentón, lleva gafas gruesas y tiene moretones en la calva. Carácter desaforado y muy empalagoso.  Suele ponerse borde con todos. Tiene además mucho morro y solo piensa en sexo. Y esa horrible manía de hurgar y manosear la nariz con al dedo índice es simplemente nauseabunda.

—Ya veo. El tipo gordinflón machista que repele a las mujeres  —dijo irritada el médico—. El personaje obseso sexual concuerda con la narración que acabas de hacer. Es obvio que su caso es patológico. Tengo que convocarle para diagnosticar el grado de gravedad de estos celos. Es posible que lo internen.

—Quisiera saber, doctora, si es peligroso seguir con él  —inquirió Lubna, intimidada.

—Me temo que sí. Pero primero tengo que hacerle ciertas preguntas. Crímenes por celos los hay cada día. Precisamente ayer hubo uno. Te enseño el artículo.

El médico alargó la mano, cogió un periódico, lo desplegó y las dos amigas pudieron leer:

                  “Una madre de familia, de origen marroquí, desaparecida desde el pasado mes de abril, fue hallada sin vida, enterrada en una vivienda, en las afueras de Estepona. El esposo de la víctima confesó el crimen —informó la policía—. El homicida, identificado como Juan Medinas, contó que actuó cegado por sus celos enfermizos al creer que su pareja le era infiel con un vendedor ambulante de frutas. Miembros de la División de Búsqueda de Personas Desaparecidas y de Homicidios ya iniciaron las excavaciones en el lugar del crimen  para recuperar el cuerpo”.

—¡Dios mío! Es alucinante. Creí que los celos eran cosa normal.

—Los hay de diferentes orígenes. Podríamos definir los normales como un estado emotivo ansioso que padece una persona y que se   caracteriza por el miedo ante la posibilidad de perder lo que se posee, (amor, poder, imagen profesional o social…). Existen otros celos más mórbidos como proyección de deseos de infidelidad, donde el celoso está siendo infiel. Como en el caso de tu marido. Veré si tiene relación alguna con una homosexualidad latente reprimida donde él pone en juego complejos mecanismos de identificación y proyección, al permitir en su presencia que otros hombres te hicieran el amor, como si se lo hicieran a él. ¿Lee algún libro raro o tiene algún ídolo?

—¡Qué casualidad, ahora que me lo dice! Pues las orgías empezaron curiosamente desde que compró el Heliogábalo, al que visiblemente admira… Está también loco por la música Psychedelic Trance.

—Entonces todo concuerda. Hay identificación con ese depravado emperador.

          »El origen de los celos de tu marido hay que buscarlo sin duda alguna en situaciones psicopáticas, ya que pasó súbitamente de sentir celos normales a permitir orgías colectivas sádicas pero donde él es masoquistamente víctima. Estos cambios de ánimo delirantes solo se dan en un psicópata que pasa de activo a pasivo. Y esa rara música le permite este paso. Fue lo que le ocurrió también a Heliogábalo. Es un caso típico en psiquiatría. Los celos patológicos, como en este  caso, siempre conllevan violencia en el momento de la inversión sexual, según S. Freud.

        »Tu marido presenta un cuadro de celotipia que puede en efecto llegar a culminar en el crimen de pareja, destruyendo al “objeto amado” por ser obstáculo o Súper Yo, para dar luego vida a su nuevo papel de pasivo masoquista. Y el que no haya querido tener hijos contigo es también un síntoma en el conjunto de la psicosis. Habría que tomar medidas por tu seguridad, Lubna. Paradójicamente tú representas un peligro para él. Por eso querría deshacerse de ti. Incluso matarte.

—Dios mío. Tengo que ausentarme algunos días. Iré a Tánger. ¿Se curan en general estos casos, doctora?

—Difícilmente. Según el caso, yo indico lo más adecuado, un tratamiento individual, de pareja, grupal, o diferentes combinaciones entre los mismos. Pero me temo que tu marido esté en la fase más grave. ¿Entonces crees que acudirá a la consulta?

—Intentaré convencerlo. Diré que la terapia es para ambos.

—Una última aclaración  —inquirió el médico, molesta e intrigada a la vez—,  supongo que no has cometido ningún adulterio fuera del que él mismo instigó.

—Ninguno, doctora, le doy mi palabra de honor y de mujer honesta e íntegra. Me tomó además virgen cuando nos casamos. Tampoco le dio importancia al hecho y prefirió hacerme el amor borracho, pese a mi oposición.

—Acudan mañana a la misma hora —ordenó gravemente la psiquiatra.

NUEVE DE LA NOCHE.

Ramírez se presentó ante el restaurante con diez minutos de antelación. Esperó en la esquina sin hacerse percibir. Empezaron a salir las amigas de Lubna. Salieron los hombres.

Al final salió Lubna… En compañía de su jefe.

“La hija de perra, la muy desequilibrada, no para” —pensó Ramírez. Se adelantó. Le vieron. Habló el jefe.

—Hombre, Ramírez, ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estamos? Iba precisamente a acompañar en coche a Lubna a su casa.

—Pues no se preocupe, pensé recogerla para ir al cine  —mintió—.  Gracias de todos modos.

—No hay de qué. Bueno, qué pasen pues una buena noche.

Momentos más tarde, emprendiendo la calle Maldonado, Ramírez soltó su ira en injurias.

—Te das cuenta, perra de mierda. Sales con él ante las narices de todos. ¿Dónde ibais a hacerlo esta vez?

—Te juro que te equivocas, me iba a llevar a casa porque no me siento bien.

—Pues ya te sentirás mejor cuando lleguemos al piso de mi hermano, donde nos esperan nuevos amigos.

—Pero si el apartamento está cerrado. Y tu hermano está en Bélgica.

—Tengo llave. Es allí donde haremos nuestras futuras guarradas. En mi casa los vecinos pueden husmear, escuchar y hablar… Iremos andando.

—Pero si son veinte minutos y estoy cansada.

—Cállate, mierda, siempre mintiéndome, siempre la última en llegar a casa. Y no lo olvides, tengo la navaja oculta en mi chaqueta, por si acaso no obedeces.

—De acuerdo, haré lo que digas. Luego descansaré en casa, mientras tú vas al trabajo. Ah, se me había olvidado, Maribel me comentó que podríamos ver a una psiquiatra para mejorar nuestra relación.

—Lo hablamos mañana. Primero a ver a nuestros amigos  —ordenó él con rabia, pensando en el asesinato.

 “La muy descarada y descerebrada, no sabe que nunca volverá a casa; que su cadáver desaparecerá para siempre en el  río Guadalmedina”.

Había comprado ya por la tarde el plástico donde envolvería el cadáver, el alambre para atarlo junto con grandes barras de acero que harían imposible que flote a la superficie.

Lo tenía todo dispuesto en la bañera.

 El crimen se anunciaba perfecto. Como en las películas. Le asestaría una serie de puñaladas con la navaja y tiraría el cadáver al Rio, cargado de peso.

          “¡Uau!” —Suspiró eufórico— unas puñaladas y adiós a todos mis problemas de sufrimientos e inferioridades de toda clase.  Buscaré por fin una relación masculina para evitar todas estas pesadillas”.

 —¿Decías algo? —preguntó Lubna, desasosegada.

—No, nada —mintió él, ensimismado, luego añadió irritado—: me cago en la puta, otra vez con las sirenas de la poli, seguro que persiguen a un indocumentado marroquí de mierda. Estaríamos mejor sin estos malvados extranjeros, sucios e incultos. Esta ciudad es hoy en día el paraíso de los inmigrantes, ladrones todos y bandidos, hijos de perra. Y encima ahora estos asquerosos negros. El infierno para nosotros. Me pregunto para qué sirven los impuestos que pagamos. Hitler los habría exterminado a todos. No habría paro. Ni esta puta crisis. ¿Por qué crees que no quise tener hijos contigo? ¿Para parir otros malditos monos como vosotros todos? ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

En efecto, no muy lejos el mugir de las sirenas se hacía cada vez más agudo, como el ladrido de un perro de caza, rompiendo la quietud de la noche. Se adentraron en la calle Mármoles, sorprendentemente sombría y silenciosa, a pocos metros del apartamento fatídico.

LAS 21:40.

Iban a cruzar la calle rumbo al piso cuando de repente un coche negro, contornando con gran velocidad la esquina de la calle, los adelantó con un chirrido de neumáticos estridente, antes de que se dieran cuenta. Detrás del coche venía a toda velocidad también una motocicleta de policía, persiguiendo al vehículo. Al llegar a la altura de la pareja hubo tiroteos estrepitosos por ambas partes. El coche desapareció por la calle Cañaveral y la moto volcó, se deslizó atronadoramente por la acera y terminó golpeando el dique del puente del río Guadalmedina. El policía cayó al lado, inerte. Estaba muerto.

La calle volvió a ser silenciosa y sombría.

Aparentemente la gente estaba entretenida por un partido de fútbol. Y lo que acababa de suceder era como una exorbitante alucinación para la pareja.

Lubna se agachó y recogió la pistola automática que algún pasajero del coche había soltado, tras haber sido posiblemente herido por los disparos del policía.

 —¿Qué haces, idiota?, suelta el arma, maldita sea, ¿no ves que se puede disparar? Ponla donde la encontraste. Entremos en el apartamento antes de que llegue la policía. Esos asquerosos inmigrantes mataron al poli. Nos harán preguntas. Y yo no quiero mezclarme con esa chusma.

Lubna sopesó el arma, incrédula y miró fijamente a Ramírez.

Sus ojos brillaron y sus mejillas se sonrojaron. Luego, levantando la mirada hacia el rostro del hombre, enrojecido por la cólera y el odio,  dijo, sin reconocer su voz:

 —Sí. Podría dispararse. De hecho declararé que te disparó accidentalmente alguien del coche. Tampoco hace falta decirlo ya que así se reconstruirá científicamente el tiroteo: la bala que te alcanzó estaba destinada al policía, allí muerto. ¡Te mataron por equivocación!

 —Por favor, Lubna, no lo hagas  —gritó el hombre despavorido, luego, viendo que la situación estaba en su contra, cambió de vocabulario y de tono, antes amenazador y ahora suave y suplicante—: Sabes que en el fondo te quiero y siempre te querré. ¡No aprietes el gatillo!

 Lubna levantó estupefacta la pistola a la altura de Ramírez y apuntó hacia el corazón. Creyó que aquello solo se daba en las películas de Hitchcock. Que la muerte solo bailaba en Hollywood y no en Málaga.

 —Te lo ruego, Lubna  —suplicó gimoteando ahora el malvado—. Te daré todo el dinero que tengo guardado en el apartamento cerrado, acumulado desde hace años. Te mentí. El apartamento no es de mi hermano, es mío. Es tuyo ahora. El dinero también. Mucho dinero. Nunca te haré más daño. Retiro también lo que he dicho de los inmigrantes y de los moros. Te lo suplico, ¡nooo!

 Sus palabras fueron ahogadas por la detonación.

 El disparo hizo retroceder violentamente a Lubna.

 El movimiento le provocó un agudo dolor en la muñeca y en el brazo.

Ramírez se llevó las dos manos al corazón, dolorido y cayó de bruces. Sus pies se agitaron convulsivamente un momento, luego quedó inmóvil.

Estaba muerto.

LAS DIEZ DE LA NOCHE.

Lubna miró alrededor. Nadie a la vista.

La calle volvió a ser silenciosa y sombría, tras el disparo.

El fútbol tenía a la gente cautivada.

Ella sola en aquella calle, con la muerte bailando en la cercanía.

Se oyó de nuevo un débil pero largo alarido de las sirenas.

Era seguramente la policía. Llegarían dentro de poco.

Lubna tenía que apresurarse.

Borró primero sus huellas en la pistola y la dejó donde la había recogido, a algunos metros entre los dos cadáveres.

Volvió prontamente al de su marido, retiró sigilosamente la llave del apartamento donde recuperaría más tarde el dinero.

Cobraría también la póliza en su debido tiempo.

Se puso después a gritar como una loca, al notar  que el lamento de las sirenas se hacía cada vez más ensordecedor y la luz giratoria del vehículo policial, más cercana:

—¡Socorro, auxilio! —aulló con todas sus fuerzas— acaban de matar a mi marido.

Llegó el furgón de la policía, con las sirenas rugiendo como demonios, precedida de una ambulancia.

Entonces se encendieron más luces en los apartamentos de la calle.  Se abrieron ventanas. Surgieron rostros. Salieron muchos a ver lo que sucedía. Se animó la calle Cañaveral.

Todos se apresuraron a socorrer, tranquilizar y a consolar  a esa hermosa  pero  abatida viuda que accidentalmente, en un tiroteo entre fuerzas del orden y algunos delincuentes, acababa de perder a su querido marido.

FIN

 

©Relato: Ahmed Oubali, 2021.

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