Crimen perfecto por Natalia Gómez Navajas
―¿Qué puede contarnos del señor Kipplin?
―Apenas lo conocía, inspector.
―¿Está seguro? Yo creo que trabajaba para usted, intentó establecerse por su cuenta y eso no le gustó.
―¿Para mí? Solo soy un hombre de negocios. Si lo desea, puedo hacer que mi secretaria le proporcione un listado de mis empleados.
―Sé lo que aparenta ser, un mero contable, pero los dos sabemos a qué se dedica en realidad y algún día conseguiré las pruebas necesarias para llevarlo ante el juez y meterlo entre rejas.
―¿De veras lo cree, inspector? ―El hombre mostró una dentadura perfecta detrás de una cínica sonrisa. Abrió una caja de madera que descansaba sobre el escritorio y sacó un habano. Con la mano derecha comprobó la humedad del tabaco antes de acercárselo a la nariz para aspirar su aroma―. ¿Le apetece uno? Son de una calidad excelente.
Thomas negó con la cabeza. No se dejaría comprar por un cigarro.
―¿Cuándo vio por última vez al señor Kipplin?
―Le repito que apenas lo conocía.
―Esta foto no parece indicar lo mismo.
El inspector colocó una instantánea de los dos hombres sobre la mesa.
Samuel Brandon la acercó hacia él a la vez que exhalaba una calada de humo sobre el rostro del inspector.
―Tengo entendido que Kipplin se suicidó. Es un caso cerrado. No entiendo qué busca aquí.
―La exmujer de Kipplin denunció la desaparición de su hija hace tres días. A la mañana siguiente, Kipplin fue hallado muerto con un disparo en la sien, con la pistola todavía humeante a sus pies y una carta manuscrita a su lado. Veinticuatro horas más tarde, una patrulla encontró a la pequeña. El examen médico dice que había sido drogada.
―¿Está insinuando que yo incité a que Vicen Kipplin se suicidase? De ser así estaríamos hablando del asesinato perfecto, ¿no cree?
―¿Lo hizo?
―Es el momento de dejarlo, inspector. Si quiere que responda a sus preguntas será en presencia de mi abogado.
La puerta del despacho se abrió y una rubia de curvas peligrosas hizo su aparición.
―Loise lo acompañará hasta la salida. Recuerde que siempre es bienvenido―se despidió Samuel Brandon detrás de una nueva nube de humo.
Un hombre con aspecto de boxeador entró en el despacho a la vez que el inspector Thomas y la rubia lo abandonaban.
―¿Qué hay de la niña? ¿Será un problema?―preguntó Brandon al quedarse solos.
―No se preocupe, jefe. La mantuvimos drogada en todo momento, no nos vio.
―¿Y la mujer?
―No tiene ni idea de lo que ocurrió. No hay nada que relacione la desaparición de su hija con el suicidio del exmarido.
―¿Y la grabación de la niña que le mostrasteis a Kipplin?
―Destruida una vez que cumplió su cometido.
Tres días antes.
―El señor Brandon te deja elegir. Tú decides: la vida de la niña o la tuya.
―¿Qué garantías tengo de que ella no sufrirá daños?
―Sabes como funciona esto. El señor Brandon siempre cumple su palabra. Nunca deberías haber roto las reglas.
El gánster dejó el teléfono sobre la mesa y sacó un pequeño revolver del bolsillo.
Kipplin lo cogió. Sabía que el número de serie estaba borrado. Él mismo había ofrecido armas de las mismas características en otras ocasiones.
Estuvo tentado de apuntar al hombre con ella, pero no lo hizo, sabía qué ocurriría. En vez de eso, la colocó sobre su sien, respiró profundamente por última vez y apretó el gatillo.
***
Samuel Brandon se acomodó en su butaca, le dio una larga calada al habano que se consumía entre sus dedos y sonrió.
©Relato: Natalia Gómez Navajas, 2021.
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