Mini-novela: NARCOLEPSIA de Ahmed Oubali
N ∀ R C O ⅂ Ǝ P S I ∀
Por Ahmed Oubali
«Cada mañana y cada noche unos nacen para el dulce deleite;
otros, para la noche eterna.» William Blake.
SINOPSIS
Un joven universitario invita a sus amigos a festejar su cumpleaños y, entre porros y bailes, se ve inesperadamente involucrado en el asesinato de una de las invitadas, tras lo cual decide huir precipitadamente. Poco después, en un momento de lucidez, recuerda los hechos incriminatorios, las personas y la escena del crimen y comprende que su escapatoria lo conducirá a un abismo sin fondo.
1
Ifrán, una fría tarde de abril, al noreste de Tizguite. Dos coches abandonaron la carretera comarcal que lleva a la Zaouía y enfilaron una larga pista hasta llegar a una verja abierta a propósito con acceso a un gran patio adoquinado en forma de un círculo abierto al huerto y al lago, un efluente del río local. Aparcaron y el primero en apearse era Murad Butaleb, el anfitrión, alto, delgado, ojos color canicas, cabello marrón cepillado hacia atrás, un hoyuelo en la barbilla. Vestía un traje de invierno marrón con gabardina gris, camisa blanca y una corbata verde. Se aclaró la voz y dijo con entusiasmo:
—Bienvenidos a la finca familiar, amigos míos, y gracias por acudir todos a mi cumpleaños.
Bajaron, además del chófer y servidor de la familia Butaleb, tres chicos y cuatro chicas, todos ellos bien arropados contra el inclemente clima.
El chófer, Balga Krikas, era un individuo huesudo y sonriente, de unos cuarenta años, ojos de color ámbar y adormilados, con un espeso bigote negro que cubría la mayor parte de su boca. Llevaba tejanos y una chaqueta de cuero amarilla. Ayudó a bajar del Tuareg negro todo terreno a un joven moreno, alto y musculoso, Habib Madras, nariz puntiaguda y mandíbula débil, y a dos chicas, una flaca y pelirroja, Saída Bendris, la nariz afilada, ojos enrojecidos y los brazos como cerillas. Ocultaba con su maquillaje diminutas manchas en las mejillas. La otra chica, Malika Lahsen, era, pese a su obesidad, una hermosa rubia sensual.
El conductor del segundo coche, un Mercedes también negro y todo terreno, el más esbelto de los chicos, era Elías Almuden, cabello corto por ambos lados, de rostro ancho y nariz prominente. Llevaba gafas finas de intelectual, un pantalón clásico, un abrigo de cuero largo, una camisa a cuadros y una corbata rosa. De su coche bajaron también un joven, Khalid Mohamed, piel lechosa, ojos grandes y oscuros, labios carnosos y una oreja con un ostensible piercing, y dos chicas, Asma Benabud y Huría Jalil, bajita e introvertida, ojos grandes y verdes, con hermosas pecas en la cara. Llevaban todos ropa moderna y cara.
La que más deslumbró a todos era Asma. Alta, cabello negro largo, nariz aguileña y ojos azules. Vestía a lo masculino: una chaqueta de pana marrón, tejanos muy ceñidos, una camisa vaquera azul claro y un típico pañuelo palestino que le servía de bufanda.
—¡Oh, qué lugar más apacible y romántico! —exclamó la joven.
—Acompañadme, que os muestre el sitio —propuso Murad, después de dar instrucciones al chófer para los preparativos de la comilona.
Los invitados vieron a la derecha de la entrada los locales de la maquinaria agrícola y al guarda en la puerta de su habitación, boquiabierto, agitando la mano a guisa de saludo. EL viejo era un individuo estropeado por el alcohol y el tabaco. Los pocos dientes que le quedaban estaban mellados por el sarro. A la izquierda se extendía el parking y varias habitaciones, el dormitorio del chófer, utilizado cuando la actividad se hacía intensa, dos salones tradicionales, una cocina grande y un baño al extremo.
Salieron seguidamente del patio tomando el corredor rumbo al huerto, un espacio de pasto también, donde admiraron el lago con su típica plataforma sumergida en madera y con barandillas. Pasaron al establo donde observaron cómo pastaban apacibles las veinte vacas holandesas y finalmente visitaron la pequeña instalación frigorífica. El entorno constituía una vista espectacular. Los últimos copos de nieve acababan de derretirse y la temperatura se hacía cada vez más cálida.
—¡Qué bonito! ¡Felicidades, Murad! —expresó Asma con voz enternecida.
Todo cercado de setos, esta gran diversidad de árboles frutales, este lago de ensueño, la cascada y este olor irresistible a jazmines que anuncia la primavera… Ahora entiendo por qué se cree que estanos en Suiza.
—¡De cine, chicos! Te invita a escribir poesía —entonó Elías, eufórico, guiñando un ojo a todos, luego añadió en tono serio—, pero yo me estoy muriendo de hambre.
—Como todos nosotros —corroboró Murad—. Ahora es hora de pasárnoslo bien.
El salón, en forma de cuadrado, estaba bien ordenado y decorado. Dos lámparas de cobre, ya encendidas, colgaban del techo. A un lado, las típicas mtarbas, tapizadas con tela estampada de calidad, aunque un poco desvaídas, y adornadas con cojines de varios colores, constituían el conjunto rinconera en forma de ele. Una mesa redonda a juego de cristal en el medio junto a varias mesitas de té con teteras y vasos en bandejas de plata, rodeadas de los típicos pufs marrones, todo sobre un suelo alfombrado. Al lado opuesto y adosadas a la pared, destacaban dos largas mesas para el bufé, cubiertas con mantel blanco. Había de todo. Los comensales no pudieron reprimir su admiración y sorpresa. La típica tarta de cumple en chocolate puro, varios zumos, limonadas y platos variados. Al fondo, una estufa a gas junto a una estantería donde reposaba una enorme radio portátil estéreo, listas a funcionar. Las paredes estaban decoradas por impresionantes retratos de la tradicional caballería marroquí.
—Queridos amigos —declaró Murad, cuando todos se hubieron instalado cómodamente alrededor de la mesa de cristal—, hoy celebro mi cumple y también mi último año de Ingeniería y elegí este lugar por una razón esencial: aquí quiero que os liberéis de todos los tabúes y sobre todo del peso de la tradición. Vuestro cuerpo os pertenece y haced de él lo que os pida. Vamos a brindar por esta libertad. Hay zumos de fruta y limonada pero en esas teteras tenéis vodka y whisky Ballantines y algunos cigarrillos adulterados que tiene Elías, ya sabéis a qué me refiero. Mi chófer los obtuvo de estos vendedores invisibles que merodean cerca de la universidad. Y ojo, no lo olvidéis nunca: la moral verdadera nos dicta disfrutar de todo pero con tolerancia y sin exceso ni abuso.
Todos agradecieron las consignas y se pusieron manos a la obra, sirviéndose cada uno según sus gustos y preferencias. Se encendieron algunos cigarrillos que parecía normales pero con una densa dosis de hachís oculta y poco después entonaron todos la melodía del happy birthday acompañada por los yuyos de alegría típicos de las mujeres.
Para la sorpresa de todos, Asma solicitó la atención para anunciar que bailaría la danza del vientre en honor a Murad. Se quitó de repente la chaqueta de pana, puso una casete en la radio, se descalzó y desabotonó la camisa para mostrar el ombligo y los sostenes color rosa. Empezó con unos movimientos suaves y fluidos, involucrando diferentes partes del cuerpo. Alzó los brazos, extendiendo el pañuelo palestino en lo alto y, al compás de la música miliunanochesca, ejecutó los frenéticos movimientos de la milenaria danza oriental. Destacó primero la pierna derecha, elevando la cadera. Retrocedió luego torciendo ahora la cadera de lado e irguiendo la espalda, los brazos a los costados. Seguidamente, dio varios giros sobre sí misma y, cambiando de ritmo, flexionó y estiró los músculos del abdomen esta vez manteniendo la columna y las caderas quietas, los brazos serpenteantes, imitando literalmente a la divina Naíma Akef. La frenética y sensual ondulación del vientre y de los senos turgentes dejó hipnotizados a los invitados que captaron el doble sentido simbólico de la danza: una profunda tristeza existencial expresada con movimientos rotativos lentos, la mirada melancólica y las manos sufriendo contorsiones y, en contraposición, una irrefrenable alegría de vivir interpretada ahora con movimientos electrizantes y eróticos de la pelvis y los glúteos, oscilando compulsivamente entre el twerking y el perreo, las manos ora en la nuca, ora en jarras, revoloteando sus ondulados cabellos, los pies golpeando la alfombra y finalmente alzó los brazos para formar una U, a guisa de las alas de las aves al emprender el vuelo de la libertad.
Sin pensárselo un segundo, los demás se unieron a ella y el baile adquirió repentinamente proporciones feéricas.
La estancia se llenó súbitamente de otras melodías. La radio estéreo, con bafles funcionando a todo gas, reproducía ahora música blues entremezclada con la de los Guenawa. Se volvieron a llenar las teteras y otros cigarrillos se encendieron.
—Tienen que ser dinamitas en la cama —observó Elías en tono felino, con una sonrisa que parecía atravesarle el rostro, expeliendo el humo de su cigarrillo—. Capaz de hacernos olvidar lo absurdo y asqueroso que es este puto mundo.
Murad asintió con un guiño de ojo, dándole un codazo y se limitó a fumar y beber un sorbo de su copa antes de apurarla.
—Sé que Asma y tú…
—¡Ya no! —le cortó Murad con amargura—. Es agua pasada.
—Pero si es hermosísima. Y con ese trasero tan divino. ¿Y por qué la dejaste?
—Me dejó ella. Más tarde la pillé con Huría.
—¡Vaya por Dios! Bueno, yo voy a ver si logro hincarle el diente a nuestra rubia y sexy amiga que está ahora haciendo piruetas de swing —espetó Elías, señalando hacia Malika con la barbilla. Y se fue a su encuentro.
—Hola, mi preciosa —dijo, guiñando un ojo—, ¿por qué no bailamos el truco de la naranja, para variar un poco?
—Ni sé lo que es —respondió ella, frunciendo el ceño.
Y él se lo explicó, después de solicitar la colaboración de los demás. Se apuntaron solo Asma y el atleta y ambas parejas iniciaron el juego erótico. Sostuvieron una naranja entre las frentes, luego, con las manos colocadas a la espalda, intentaron, siguiendo el ritmo de la música, arrastrarla hasta el ombligo y luego de vuelta hasta el cuello, procurando que no cayera al suelo.
Murad tuvo súbitamente vértigo. Sabía que no era a causa de la droga, de la que nunca abusa, sino de un brote repentino de narcolepsia, enfermedad que venía padeciendo desde hacía ya un año. El aire adquiría ahora un olor acre y sutil que le cosquilleaba las fosas nasales. Aunque la claridad era intensa, no lograba distinguir con nitidez los rostros. El ritmo del tiempo parecía estancar. Los minutos eran ahora mucho más largos. Tenía la sensación de que habían transcurrido varias horas y, sin embargo, la corta canción de «Sing, sing, sing», de Benny Goodman, seguía entonando la misma melodía electrizante. Apareció Balga para ver si faltaba algo, se desperezó con complacencia y volvió a la habitación del guarda para seguir viendo el partido de fútbol. A parte de esto nada pasaba de extraordinario. Barrió la estancia con la mirada. Vio a Saída sentada y triste, observando con odio y resentimiento a Asma que seguía bailando con Habib, ambos empujando ahora la naranja con sus pechos, rumbo a sus cuellos. Le pareció oír a Malika, pese al ruido, decirle a Elías:
—No pongas esa cara, hombre, vale, si es tan urgente, podemos hacerlo en el establo.
—¡Dios mío, no! ¿Con esos olores a estiércol? Además no quiero toparme allí con ciertos amigos. Mejor mañana. Pediré las llaves a un compañero de clase.
Los vio enlazados ahora y besándose, por haber realizado con éxito el baile de la naranja. Al otro lado, vio también a Khalid observando, furibundo, a Habib. Vio por último a Asma ponerse la chaqueta y salir. ¿Adónde iba tan precipitadamente? Quizás a hacer pis o a respirar aire puro después de tanto fumar. ¿Le había guiñado un ojo antes de marcharse o lo había él imaginado? Los demás pronto saldrían también para vaciar la vejiga. Necesitaba él también estirar las piernas.
Afuera, la noche lo envolvía ahora todo en sombras. Notó que los jazmines expedían su perfume ahora con más intensidad.
Del baño de la esquina no provenía ninguna luz, por lo que supuso que Asma estaría en el huerto. «¿Dónde estás, pajarito?», se oyó decir mientras salía del patio. Tomó el corredor y avanzó hacia el lago. Tenía los pies entumecidos pero logró deslizarse lentamente hacia su objetivo. Y allí estaba descansando, no lejos de la plataforma, acostada de lado cuan larga era en el banco. Se acercó, sonámbulo, y se inclinó para despertarla. Le manoseó la nuca y luego le apartó la cabellera. La débil luz que provenía del establo le permitió entonces ver el rostro ceniciento de la joven: tenía los ojos desorbitados y la lengua colgando de la boca. Estaba muerta. Murad retrocedió, presa de horror, sumiéndose en la estupefacción. Sintió un agudo dolor en el pecho, como si unas manos heladas le oprimieran el corazón y notó que se le nublaba la vista y que su cerebro giraba a mil por hora. ¿Qué había hecho? ¿Él no quería…? ¿Qué diablos…? No atinaba a comprender.
Oyó rumores y pasos detrás de él y al volverse vio entonces a sus amigos acercarse, los rostros llenos de espanto al descubrir a la muerta.
Sintió de nuevo que la sangre se le helaba en las venas y, pese al frío que hacía, notó que el sudor le perlaba la frente. Se secó con el revés de la mano, se incorporó y se echó a correr, bamboleándose, como un pollo decapitado, dando vueltas, o un borracho en la cubierta de un barco azotado por mil tormentas.
Antes de llegar al parking, lanzó, despavorido, una última mirada por encima de su hombro, y los oyó gritar en un coro de exclamaciones ahogadas y protestas llorosas.
—¡Murad! ¡Oh, Dios mío! La ha estrangulado —aulló Saída, el rostro desfigurado.
—¡Está muerta! —lloriqueó Huría, al borde de un síncope—. ¡No me lo puedo creer!
—¡Ha huido! ¡Atrapadle! ¡Rápido! —vociferó de nuevo Saída, hecha ahora un manojo de nervios—. Que alguien vaya a la tienda de la esquina y llame a la policía.
Murad quiso creer que estaba soñando y que pronto esa pesadilla se disiparía. Avanzó hacia el coche, luchando contra la somnolencia e imaginando tener alas en los brazos, pero le pareció que flotaba, bajando por un infinito precipicio, los pies envueltos en hormigón. El pasillo que lo separaba de la salida parecía extenderse, ensancharse, distorsionarse, mientras que los segundos transcurrían con una agónica lentitud. Recordó que las llaves las tenía su chófer y, antes de acercarse al cuarto del guarda para pedírselas, lo vio salir, alertado por las voces de socorro.
—¡No te las voy a dar! Sabes muy bien que el médico te prohíbe conducir. Además la nieve sigue densa por la carretera. Te llevo yo a casa.
Pero Murad terminó arrancándoselas y, fiándose de su instinto de conservación, salió de la finca en un chirrido de neumáticos ensordecedor.
A continuación, Balga mandó al guarda a llamar a la policía y se llevó a los invitados al salón de fiestas.
—Escuchadme con suma atención. Ayudaremos a la poli en todo pero que quede clara una cosa: no quiero que descubran que estabais bebiendo alcohol y fumando droga. Son muchos años de cárcel, multas y una desgracia para vuestras familias y para mí también por haberla comprado. Que las chicas laven las teteras y los chicos hagan desaparecer cualquier huella incriminatoria. Dejad visibles los zumos y la limonada. Aireadlo todo. En la cocina hay dientes de ajo para disipar olores y café para despejaros. Yo tiraré las botellas de alcohol al lago.
2
Poco después llegaron las autoridades, un inspector con tres agentes uniformados, el ayudante del Fiscal, un fotógrafo, el médico forense y una ambulancia. Balga Krikas los llevó al lugar del crimen, después de haberles relatado la rocambolesca huida de Murad, su amo, y asegurado que allí nada había sido tocado ni movido y que, exceptuando a los estudiantes, nadie había entrado en la finca. El guarda y él habían buscado en todos los rincones, incluidos los alrededores del lago. Nada. Se acordonó de inmediato el lugar del crimen, ahora surcado en todas direcciones por las luces de varias linternas, para la iluminación del cadáver y la detección de las pruebas. El inspector Zakaría Abdenbí, bajo la mirada del magistrado, inició la inspección ocular con toda meticulosidad, buscando evidencias e indicios incriminatorios para el informe preliminar. Era un hombre grandote y simpático, con un rostro largo y rojizo, bigote delgado color gamuza y labios apretados. Tenía en la mano la ficha completa de identificación de la víctima. El criminalista, en contraste, era un individuo flaco, pelo gris, con gruesas gafas, sin barba y sus pequeños ojos, de movimientos rápidos, recordaban los de un temible sabueso. Se acercó, después de que hubo terminado el fotógrafo su labor, para determinar la posición y el estado general del cadáver. Observó el rostro y las marcas en el cuello, la boca, las manos, la vestimenta, la posición de los miembros inferiores y finalmente palpó con detenimiento la parte superior de la nuca. Del lóbulo izquierdo colgaba un espléndido pendiente de oro amazigh con gema de ágata en granate. El lóbulo derecho no llevaba el pendiente.
—Todo muestra que la víctima murió por asfixia. La posición del cuerpo es decúbito lateral —declaró en voz grave, anotando en una libreta lo que decía—, no hay Rigor Mortis porque el cuerpo está aún tibio y lívido, por lo que la hora post mortem es inferior a dos horas. No hay señales de agresión sexual pero sí signos de defensa.
—Es un claro caso de homicidio por estrangulamiento —corroboró el inspector, entrecerrando los ojos.
El magistrado encendió un cigarrillo con la colilla del anterior antes de declarar con aridez:
—El próximo año se inaugurará en Casablanca nuestro laboratorio de policía científica. Pero en el caso de esta noche los hechos hablan por sí solos y no necesitamos a ningún Sherlock Holmes o Hércules Poirot. Aparentemente es un crimen pasional, pero podría tratarse de un asesinato en primer grado: el sospechoso cita a la víctima para copular pero, viendo que se resiste, la estrangula en un arrebato de locura, antes de huir. Así actúan los psicópatas. Mi jefe es un hueso duro de roer y hará trizas a la defensa, si la hubiera, para demostrar la culpabilidad del prófugo. Así que, sin perder más tiempo, procedamos al levantamiento del cadáver, a la entrevista de los testigos y al arresto del fugitivo, antes de que estrangule a otra chica. Evitaremos así que este asunto corra como fuego entre leña seca.
—He dado ya la alarma y su domicilio está bajo discreta vigilancia domiciliaria —aseguró el inspector—, y en cuanto termine aquí iré a casa de su tío a interrogarlo también.
—Buen trabajo —concluyó el magistrado, felicitando al policía y al médico, antes de despedirse.
Uno de los agentes se acercó poco después y dijo apesadumbrado, mirando al inspector:
—No hemos encontrado el pañuelo con diseño palestino que, según los invitados, llevaba la víctima anudado al cuello. Tampoco encontramos el pendiente de oro que faltaba.
—Seguid buscando —contestó el policía con aire condescendiente, luego, haciendo acopio de autoridad, pidió al tercer agente que le acompañara para interrogar a los testigos, acomodados en el salón contiguo al de la fiesta. El aludido, Lamrabet Muhamed, tenía cara de pez, la cabeza alargada, barba de chivo, con un enorme lunar negruzco en la frente, símbolo de fervor religioso, y unos ojos astutos, con nistagmo ocular, que denotaban ignorancia, cinismo y animadversión.
Al inspector le bastó una ojeada para catalogar a los estudiantes. Estaban atemorizados y tristes y al borde de un ataque de nervios. Pulcramente vestidos y con una carrera prometedora, con mucho dinero en el bolsillo, pero ahora con este cadáver entre brazos. Las chicas gemían, balbuciendo la misma letanía: «no hemos hecho nada», «no hemos hecho nada», «Nosotros somos sus mejores compañeros.»
—¡Hola a todos! —saludó el policía con amabilidad, presentándose junto con su ayudante—. El señor Lamrabet aquí presente os hará las preguntas habituales que se hacen en estos casos. No es un interrogatorio sino una corta entrevista para conseguir información. Vuestro testimonio es primordial. Más adelante, y si procede, se os interrogará sobre vuestras relaciones con la víctima. Aquí tenéis mi tarjeta —concluyó, entregándola al estudiante más cercano que era Elías—, llamadme sin vacilar si recordáis algo importante.
Y acto seguido fue a llamar al señor Butaleb para avisarle de su visita.
Al marcharse el inspector, Lamrabet irguió su cara de pez, que parecía ahora un globo amarillo deshinchado, ladeando la cabeza y dándose importancia. Se notaba que detestaba a los ricos y odiaba a los intelectuales. Sus dientes cariados de cocodrilo, su cabello hirsuto e irregular y su grotesca barba manchada por el Kif, le daban ahora el aspecto patibulario y siniestro de un antipático torturador reprimido. Cacheó con sus férreas manos de cangrejo a los seis estudiantes, uno por uno, buscando el pañuelo palestino, el pendiente de oro y cualquier indicio incriminatorio.
Los miró como un gato que mira a una pobre familia de ratones indefensos y declaró:
—El interrogatorio se hará por separado en esa esquina —señaló hacia una mesa y dos sillas opuestas, luego, haciendo caso omiso de la recomendación del inspector, dictaminó en tono desagradable, antes de ir a sentarse—: sé que vais a protegeros mutuamente intentando ocultar cosas que os puedan perjudicar. Si lo hacéis, cometeréis el delito de falso testimonio que está castigado con pena de hasta dos años de cárcel.
Hubo un murmullo de protestas que se apagó casi en seguida, sustituido por un silencio sepulcral. Los seis individuos parecían ahora tener más años pero era el pánico y no los años lo que los había avejentado. Estaban tan pálidos e inmóviles como cadáveres.
El primero en sentarse frente al policía era Elías. Entregó su documento de identidad al agente quien anotó los datos personales en una libreta antes de devolvérselo. La primera pregunta dejó al joven anonadado porque no tenía nada que ver con el asesinato:
—¿Qué os ocurre que oléis todos a ajo? —inquirió Lamrabet con hostilidad en la voz, pestañeando varias veces, antes de sacar un cigarrillo, encenderlo e inhalar el humo con voracidad.
Para evitar soltar una interminable carcajada, Elías procedió a limpiar los cristales de las gafas con el extremo de su corbata y luego miró a su inquisidor fingiendo mostrar un rostro imperturbable:
—Las chicas prepararon tortillas españolas y ya sabe usted cómo huelen a ajo y cebolla. De allí nuestro aliento impregnado de ajo.
—Y hasta aún llevas manchas de salsa de tomate en la mejilla.
Elías sacó un clínex y se limpió las marcas de carmín de su amiga Malika, reprimiendo una estrepitosa carcajada.
—Lo siento —dijo con el rostro impasible como una máscara.
—No sé lo que es una tortilla española pero ahora sí sé que nunca las probaré. Dime, ¿cuándo viste por última vez viva a la víctima?, ¿qué relación te unía a ella? y ¿dónde estabas a las ocho en punto?
Elías refirió con detalles todo lo ocurrido en la velada, salvo el hecho de que Murad saliese detrás de Asma:
—Nuestra relación era estudiantil. Bailamos durante toda la fiesta. Algunos salieron para dirigirse al aseo, como lo hizo Asma, poco antes de la tragedia. Yo no salí del salón.
—Última pregunta —aseveró el agente con fiereza en la mirada—, pero concéntrate antes de responder: ¿llevaba el pañuelo palestino al cuello?
—Afirmativo. Si no, estaría en el salón.
Huría llegó a la mesa semejante a una oveja que llevan al matadero. Se sentó y sacó un pañuelo de su bolso para enjugarse la frente y los ojos, empapados de sudor. Temía que saliesen a relucir secretos íntimos. El agente rompió el silencio, después de encender otro cigarrillo:
—Veo que la muerte de su amiga la afectó terriblemente —observó con un ademán falsamente tranquilizador, después de hacer las preguntas preliminares.
Los labios de la joven se torcieron en un rictus de dolor y sus manos empezaron a temblar. Sus mejillas se encendieron y una lágrima corrió por ellas.
—Éramos solo amigas de la facultad —negó con voz ahogada, mordiéndose las uñas.
—¿Pero quién dijo nada de que tuvierais una relación? —enfatizó el hombre, sorprendido—. Dime, ¿tenía ella enemigos que quisieran hacerle daño?
—¡Oh, no, que yo sepa! Pero sí muchas envidiosas. Porque ella lo tenía todo, belleza, dinero, glamour, éxitos…
—¿Alguna persona en particular? —inquirió con desdén, sin abrir la boca.
La joven se sobresaltó, luego permaneció dubitativa un momento, afligida por una idea fija. Sus pómulos se tiñeron de púrpura. Finalmente negó con la cabeza, sin mirar a su inquisidor. Hablar de la animosidad y los celos que sentían Malika y Saída por Asma supondría quebraderos de cabeza con la justicia y los amigos.
Habib se levantó, pálido y luchando por mantener su aplomo. Lamrabet ladeó su cabeza de pez y le dedicó una mirada zorruna antes de soltar una risita descompuesta:
—Después de ese obsceno baile con la víctima, te vieron salir y dirigirte al establo con alguien: ¿era Asma Benabud? —preguntó el agente, humeando de rabia.
Los labios del atleta temblaron un momento y dijo con voz estrangulada:
—¡Oh, yo… salí solo! —protestó con vehemencia, sintiendo un dolor abdominal, como si padeciera dispepsia—. Me dirigí a los aseos y no al establo. ¡Lo juro!
Se sonó la nariz ruidosamente con un clínex, buscando mantener la calma. El agente lo miró con suspicacia, sin mover ni un músculo de la cara. Sabía que el aludido mentía. Garabateó cosas en la libreta y su boca hizo una mueca, como si hubiera mordido la lengua:
—Está bien. Mañana firmarás tu declaración y espero que no cuentes disparates. Que pase el siguiente.
Khalid parecía la personificación de la desesperación cuando se sentó frente a su verdugo quien observó, fascinado y a la vez asqueado, su diminuto pendiente de oro que colgaba del lóbulo derecho, enmarcando un bello rostro con mejillas ahora sonrosadas. Miró a hurtadillas las uñas de sus largas y finas manos decoradas en rosa, contrastando con su cutis lechoso. El joven rezongó, presa de histerismo ante esas miradas asesinas y a la vez concupiscentes del agente e intentó contestar con voz apagada las consabidas preguntas. Los minutos se le hacían siglos mientras que las sienes le latían con fuerza, empapadas de sudor. Lamrabet se metió otro cigarrillo en la boca, lo encendió y murmuró para sus adentros: «Su pasión es tan mórbida que no vacilaría en asesinar a cualquier acérrima rival sentimental», luego, tras notar en la libreta esta verosímil hipótesis, inclinó su cabeza de ardilla, para escrutar con aspereza al joven, y dijo en voz alta para que le oyeran los demás:
—A los enfermos como tú y todos tus amigos los deben quemar en una hoguera, aunque de todos modos estáis condenados a ella cuando os muráis.
Khalid se levantó y se marchó, los ojos humedecidos.
Malika se dejó caer en la silla, somnolienta, la compostura descuidada. Pero este detalle pasó desapercibido para el policía quien observó en cambio el rostro sensual de la joven, bajando la mirada hacia sus pantaloncitos estrechos para detenerla en la entrepierna. Contempló luego fascinado el polo de invierno hinchado por unos senos provocativos y bondadosos. Inhaló del cigarrillo y exhaló el humo antes de preguntar. La joven se sintió ulcerada por ese comportamiento de gamberros y demoró en contestar las preguntas, sobre todo las relacionadas con la vida íntima de cada estudiante. Viendo su negativa a contestar, Lamrabet sonrió de oreja a oreja y dijo, inclinándose hacia ella y palpando la pistola que colgaba de su cintura:
—Escucha, vieja zorra —gruñó sin alzar la voz, pero su tono restalló como un latigazo—, si no cooperas ¿sabes dónde pienso metértela?
La pulla dio en el blanco y la joven se puso en pie, como expulsada por un resorte:
—¡Esto es inadmisible! ¡Payaso insolente de mierda! —soltó con desafío, indignada—. Mi padre tiene contactos…
—¡Me importa un huevo que los tenga! —estalló él, rabioso y con un gesto de querer escupir, lanzándole una mirada que pretendía pulverizarla—. Yo hago mi deber y tú no quieres cooperar. A las chicas como tú se las debe encerrar y destinar a las tareas domésticas, al rezo y a parir. Y hay que azotarlas sin piedad si no son sumisas. Sabemos que el ir a estudiar a la universidad os sirve solo de pretexto para putear.
—Son los bárbaros inquisidores medievales de tu calaña los que deben ser quemados vivos o encerrados en asilos —gritó la joven con repulsa y salió corriendo, como si escapara de un nauseabundo leproso.
Saída tomó asiento y demoró unos instantes en contestar. Necesitaba mostrarse convincente. Finalmente hizo crujir los nudillos y declaró solemnemente:
—¡Lo vimos hacerlo! Estaba inclinado sobre ella. Murad es el asesino. Lo vimos…
Para la sorpresa de todos, Lamrabet estalló en una risita frenética y atragantada que parecía una cuchillada rasgando una tela de seda:
—¡Por fin un testigo ocular! —exclamó triunfante, luego, concluyendo el interrogatorio, añadió con fastidio—: aunque todo el caso sigue oliendo a chamusquina.
La finca recuperó su plácida atmósfera. La luna, apenas visible, seguía centelleando débilmente a lo lejos en el horizonte. Una ligera e inesperada llovizna, distorsionada por una ráfaga de viento helado, empezó a purificar el entorno.
3
—Siento llegar a una hora tan intempestiva y sin una orden de registro y allanamiento —dijo el inspector Abdenbí al señor Abdeltif Butaleb que le abría la puerta del chalet.
—En absoluto —replicó el aludido, complaciente—. Si apenas son las diez y media y solemos acostarnos sobre la una de la madrugada. Por otra parte, es nuestro deber cooperar con las autoridades. Pase, por favor, vayamos al salón.
Era un típico señor rural de la vieja escuela, con su tez morena y figura altiva, cuerpo ancho y cuadrado y grandes y gruesas manos. Rondaba los sesenta años y se estaba quedando calvo. Vestía una gandura gris para la ocasión.
Antes de acomodarse en uno de los suntuosos sofás de cuero marrón, el inspector vio a una mujer bajar por las anchas escaleras del primer piso, ataviada con una chilaba malva. Era una mujer de apenas cuarenta años, de sólida contextura, apariencia dulce y reposada, morena, pelo castaño corto, ojos pardos de mirada honesta. Parecía muy preocupada por lo que sucedía. Butaleb la presentó como su esposa, Nuria Benmusa, pintora con fama nacional. El policía se percató al instante de que era una mujer de gran cultura.
—¿Qué temática recrea?
—Retratos al óleo de caballería marroquí a la carga, tipo Fantasía tradicional, inspirándome en Delacroix. En el salón de la finca tengo colgados algunos y aquí también.
—Ah, por supuesto, sí, son admirables. La felicito.
—Gracias, inspector. Siempre es agradable ver que hay policías sensibles al arte.
El salón estaba muy bien cuidado y en la barnizada mesa descansaban dos bandejas, una con tres tazas dispuestas junto a una tetera, todas en porcelana china, y la otra contenía una variada y exquisita repostería nacional. Una sutil música andalusí suavizaba la atmósfera.
—Hemos interrogado a todos los estudiantes y faltaba el señor Murad —explicó Abdenbí, los ojos clavados en las golosinas, el olfato cautivado por el aroma del té a la menta.
—Sírvase, por favor —invitó Nuria, poniendo a su alcance los pasteles y la taza de té. Luego añadió en tono grave y contrito—: Murad llegó aquí hace una hora en un estado mental lamentable y nos relató lo ocurrido. Le aconsejamos que se duchara y se cambiara y esperara la llegada de la policía para justificar su fuga y dar su versión de los hechos. Pero escapó poco después de que usted nos llamara. Creemos que le aterroriza la idea de estar encerrado entre rejas. Por eso salió corriendo de la finca.
—No tiene por qué paniquearse —tranquilizó el inspector—. Que conste que nadie ha sido inculpado y que de momento estamos solo recopilando información preliminar para la vista judicial. Perdonen la indiscreción si les pregunto sobre el señor Murad, su salud, algún cambio reciente en su comportamiento, sus relaciones, etc.
—Relaciones de camaradería en la universidad —puntualizó Nuria—. Apreciado por todos, sobre todo por sus profes, como bien lo muestran las notas sobresalientes que saca.
—En efecto —corroboró el esposo—. En cuanto a su salud, creemos que ha mejorado bastante con su enfermedad que se llama sololepsia.
—Narcolepsia —corrigió Nuria con voz melancólica, cogiendo la taza de té.
—Perdone mi ignorancia pero ¿qué es? —inquirió el inspector con voz ronca.
—Nosotros lo sabemos porque su padre, que en paz descanse, la padecía también. Se trata de sufrir ataques repentinos de somnolencia en cualquier lugar y a cualquier hora.
—Conviene hacer un resumen al señor Abdenbí de nuestra familia, querida —aclaró Butaleb, mirando a su esposa, luego, volviéndose al policía, explicó—: Murad es mi sobrino y su padre era mi hermano. Consultó a varios especialistas. Hubo mejoras y pocas recaídas. El médico le había prohibido conducir pero él hizo caso omiso de la recomendación.
Por quedarse el esposo sin habla a causa de la pena que lo embargaba, Nuria siguió con la explicación, reprimiendo un sollozo:
—Un día su chófer estuvo de baja y él tuvo que conducir para visitar a sus suegros, convencido de que bajo la batuta de su mujer y con velocidad lenta no ocurriría nada. Por desgracia murieron los dos.
—¡Accidente por somnolencia! —exclamó el inspector—. Sí, recuerdo perfectamente el caso. Fue el año pasado, ¿no es así?
—Exacto —confirmó el marido con voz quebrada.
—Las estadísticas —declaró el policía— muestran que este tipo de accidentes son tan letales como los causados por la ebriedad. Los datos a nivel internacional revelan que entre el 25 y 45% del total de accidentes de tránsito es causado por el factor sueño y la fatiga.
—Después de esa tragedia —prosiguió Nuria en tono apesadumbrado—, Murad prefirió estar con nosotros a quedarse en casa paterna solo y sin comodidades.
—¿Pero no vive en casa de sus padres? —preguntó el policía, pensando en la vigilancia domiciliaria que había ordenado.
—No. La tiene cerrada hasta que decida sentar cabeza y casarse. Claro, nunca podremos sustituir a sus padres, pero Murad está muy feliz con nosotros. Ese trágico accidente, inspector, le causó mucho daño psíquico y estamos ayudándole en todo y con abnegación, ya que no tenemos hijos.
El inspector mostró su admiración por esta ejemplar magnanimidad y, cambiando de tema, preguntó:
—¿Era la víctima una amiga íntima de Murad?
Marido y esposa intercambiaron una mirada de complicidad que no escapó al policía.
—¡No! Eran amigos sin más. Díganos, inspector: ¿hubo violación?
—No. No la desnudaron. Suponemos que el asesino la estranguló con su propio pañuelo que llevaba al cuello y que, para no dejar huellas, se lo llevó consigo.
—Dicen que cambió de ropa después de ducharse. ¿Puedo echar un vistazo a sus prendas y a su apartamento? —inquirió el policía y, viendo el espanto invadir sus rostros, añadió—: Nada oficial, pura rutina, señores.
—Queremos cooperar, inspector, tiene nuestro total acuerdo —enfatizó el esposo—. Además estamos seguros que Murad es inocente.
—Su ropa sucia está en el cuarto de baño, frente a su dormitorio —añadió Nuria—. Mañana viene la criada para limpiar, hacer la colada y llevar a la tintorería la ropa de lavar en seco. Suba las escaleras y en el primer rellano a la izquierda lo encontrará.
El policía inspeccionó el lugar indicado y en poco tiempo encontró el misterioso pañuelo palestino en uno de los bolsillos de la gabardina de Murad. Lo cogió por una extremidad y lo metió en un plástico para el equipo forense, no para buscar huellas dactilares en un tejido, porque los medios no lo permitían, sino para extraer posibles desprendimientos de la piel de la víctima para confirmar o no que fue estrangulada con el mismo.
Al ver a Abdenbí bajando las escaleras esgrimiendo un pañuelo envuelto en plástico, los ojos de Butaleb se abrieron como platos y Nuria reprimió un grito de pánico y se esforzó en no desmayarse.
—¡No puede ser! —tartamudeó, al borde de la estupefacción.
—Aun así creemos que Murad es incapaz de hacer daño a una mosca —aseveró Butaleb.
—Ahora más que nunca necesito interrogarle para aclarar esto —dijo el inspector—. No es de mi incumbencia ni me lo permite mi función aconsejarles pero por simpatía les recomiendo…
—Por favor, aconséjenos, inspector —suplicó Nuria, interrumpiéndolo—. La aparición de este pañuelo nos ha trastornado por completo.
—En caso de que su sobrino estuviera inculpado, tienen que…
—¿Qué debemos hacer, señor Abdenbí?
—Pagar una fianza para evitar la prisión preventiva y contratar a un buen abogado que, con la ayuda de un psiquiatra, solicite la capacidad disminuida que se aplica a los sujetos irresponsables de sus actos, como los sonámbulos o los que padecen precisamente narcolepsia. En general la fiscalía acepta el diagnóstico médico y el tribunal declara inocente al enfermo, con recomendación de seguimiento terapéutico.
—Le agradecemos eternamente estos valiosos consejos. Por fortuna tenemos a ambos hombres. Y pagaremos lo que sea con tal de ver libre a Murad, sea inocente o irresponsable.
—El pañuelo constituye una prueba incriminatoria demoledora si lo confirma la investigación y, en caso contrario, yo tengo una corazonada y no descarto ninguna hipótesis.
—¿Qué corazonada, inspector?
—Si Murad no mató a esa pobre chica, ¿entonces cuál de los estudiantes lo hizo y con qué móvil?
Y salió, dejando anonadado al matrimonio.
4
Poco después de las diez de la noche Murad tomó un taxi e indicó al conductor que lo dejara en el depósito municipal de coches. Enfilaron la avenida Mohamed V, luego la calle Zemur. No quería que el taxista supiera que se dirigía a Tidiquín, donde vivía su amigo Abdelhak a quien pediría la dirección de Nadia Rahalí por ser ella una colega de trabajo en el hospital estatal. Murad se apeó y esperó a que desapareciera el taxi para dirigirse al norte del barrio popular. Su decisión de huir le mantenía en pie. Quería a toda costa evitar estar recluido en una cárcel o en un asilo, no por cobardía, sino por miedo a sufrir todo tipo de agresiones, físicas y sexuales, por parte de los propios reclusos, además de arriesgarse a contraer enfermedades incurables o, peor, morir de inanición. Cambió varias veces de dirección. Refrenó su marcha rápida para recobrar el aliento y no llamar la atención, aunque las calles estaban desiertas y frías. Uno puede despistar a cualquiera pero, tratándose de la policía, eso era harina de otro costal, por eso ahora vestía un abrigo de piel corto con capucha. Los efectos del hachís se habían disipado porque ahora estaba consciente de la noción del tiempo. Pero el espectro de la narcolepsia seguía torturándole. Por eso necesitaba ver a Nadia. Se conocieron el verano pasado, en Aín Diab, Casablanca. Resultó ser que estudiaban en la misma ciudad, habiendo ella obtenido ya su título superior en enfermería psiquiátrica. Y cuan grande fue su sorpresa la semana pasada al recibir una carta donde ella le anunciaba su nuevo puesto en el hospital estatal, unidad de salud mental. Fue a felicitarla e invitarla a su cumpleaños, invitación que ella declinó por tener turno de noche los viernes. Siguió avanzando, proyectando su sombra por las paredes de las callejuelas. Oyó de repente un paso a su espalda, luego otro. Pasos furtivos como los de la policía. El pánico lo invadió como una oleada de productos tóxicos, paralizándole el cerebro, mientras que su corazón se le hinchaba como un globo de chicle a punto de explotar. Por un fugaz momento tuvo la impresión de que unas garras de acero le atenazaban la nuca. Pensó en darse a la fuga. Se volvió para entregarse pero vio, con gran alivio, que se trataba de algunos gatos amedrentados y hambrientos, buscando desesperadamente alguna presa fácil. Cuando llegó finalmente al sector de unos edificios decrépitos, se acercó a una puerta y presionó un timbre. Poco después apareció un hombre joven que, al ver a su amigo, abrió grande la boca, mostrando unos dientes manchados por la nicotina:
—¿Tú por aquí y a estas horas? ¡Imposible! —exclamó en tono amistoso.
—Disculpa, Abdel, pero necesito un favor. No hace falta que entre.
—¡Pero qué tontería! Pasa, por Dios, para eso están los amigos.
Murad sabía que su amigo era de estos que no dan un palo al agua pero que nunca dejarían en la estacada a un amigo.
La habitación era cuadrada, dividida en dos partes, un lado que servía de dormitorio y otro, de salón-comedor amueblado con dos viejos sofás color gris desteñido. Olía a comida y hedía todo a sudores y moho. De la cama se alzó una hermosa adolescente, apartando las mantas, para decir algo, pero la mirada fulminante de su amante la disuadió y volvió a cubrir su desnudez por completo.
Viendo lo embarazoso que estaba Murad, el hombre anotó la dirección de Nadia y se la entregó.
—Vive cerca del hospital, entrando por la calle Zemur. Acaba de terminar su turno nocturno. A mí me toca mañana sábado. Bueno, Murad, ha sido un placer ayudarte.
El hombre agradeció el gesto y se marchó precipitadamente.
Veinte minutos más tarde, y después de una caminata de vuelta parecida a una pesadilla, estaba delante del portal donde vivía su amiga. Presionó el timbre del segundo piso y poco después bajó ella a abrirle.
—¡Murad! ¿Qué viento te trae por aquí a estas horas? —dijo, dándole un beso en la mejilla, luego añadió, preocupada—: espero que nada grave.
—Me temo que sí, Nadia. Si no molesto te lo voy a explicar.
—Ven. Subamos.
—Déjame mirarte primero. Pero si estás más guapa que la última vez que nos vimos.
Nadia era, en efecto, perfectamente proporcionada de cuerpo. Silueta fina y tez suave, cara sin arrugas ni maquillaje. Su frente era recta como la de una diosa griega, el cabello oscuro y liso, cortado a la altura de los hombros y peinado con mechones suaves. Sus ojos eran grandes y de un gris vivaz, la nariz respingona, los labios finos y de un rojo coral. Llevaba aún la ropa de salir, unos tejanos ceñidos, un jersey de cuello alto de lana color rosa y un abrigo corto de invierno.
—Gracias por el piropo —dijo cuando llegaron al salón—. Me pillas llegando a casa. En cambio yo te veo muy pálido. Bueno, mientras me cambio y preparo algo de comer, instálate cómodamente en una de estas mtarbas. Luego me contarás.
Murad miró alrededor. Era un pequeño apartamento pero pulcramente amueblado, compuesto de un salón tradicional y un dormitorio, y al fondo, una cocina con balcón y un cuarto de baño. Todo limpio y bien ordenado como la propia inquilina.
Nadia salió del baño luciendo un elegante albornoz azul marino, el cabello recogido a la nuca, dejando al desnudo un cuello alto, hermoso y sensual.
—Bueno, siento no haber podido asistir a tu cumple —indicó al volver de la cocina y poner una bandeja de comida en la mesa. Era una cena frugal compuesta de un enrollado de pollo al horno, una tortilla de espinacas y un cuenco de fruta.
Colocaron las servilletas de tela en sus respectivos regazos y, manteniendo los codos junto al cuerpo, empezaron a hundir los tenedores en la tortilla y a masticar despacio y con la boca cerrada. Atacaron luego el pollo. Él tenía mucha hambre. Cuando terminaron de comer, colocaron los cubiertos uno al lado del otro en posición de descanso y él se limpió los labios para beber agua, felicitó a la anfitriona por la suculenta cena, luego dijo bruscamente, sin aliento, como si estuviera pidiendo socorro:
—¡Creo que he matado a una muchacha! ¡Y no puedo soportarlo más!
—¿Estás seguro de ello? —tartamudeó la mujer, aturdida por la inesperada confesión. Le miró al rostro y, cogiéndole las manos con cariño, añadió—: cuéntame.
Y él le narró todo lo ocurrido en la finca.
—Los hechos te inculpan inexorablemente —aclaró ella con voz apagada cuando él hubo terminado su relato—. El que te vieran junto al cadáver. Tu brusca huida. Sin embargo creo que hay dos elementos en tu favor. Crees que Asma te guiñó un ojo para que la sigas. ¿Y si lo hubiera hecho en dirección a otra persona? Por otra parte se necesitaba una fuerza gigantesca para llevar a cabo la estrangulación y tú no la tenías, dado tu estado de somnolencia, y en este caso ella se habría zafado fácilmente. Tu único error fue haber huido pero no es grave, mañana te entregas y dices que fuiste por tus pastillas.
—Esto me da mala espina. No soportaré estar bajo custodia o encerrado entre rejas, antes me suicido.
—Ten agallas, hombre. Tu tío puede pagarte una Fianza para que estés libre durante el proceso penal. Pero antes quisiera saber dos cosas.
—Sé que eres una fanática de Agatha Christie y que escribes relatos cortos, pero no sabía que tuvieras talento para jugar también al detective.
—Bueno, mi talento de urdir historias policíacas nunca ha sufrido mengua, pero lo de jugar a la detective, que solo se da en las novelas, creo que es mejor dejarlo a la policía.
—¿Qué cosas querrías saber?
—Si Asma salió al baño o fue a reunirse con alguien.
—Alguien la había citado junto al lago. De esto estoy seguro. Y es lo que corrobora el guiño de ojo. ¿Y cuál es la segunda pregunta?
—¿Qué fármacos tomas para tu tratamiento?
—Dexedrina.
—¡Vaya! Es una anfetamina que toman también los estudiantes cuando preparan exámenes. ¿No te recetaron modafinilo o armodafinilo?
—Nunca he oído mencionarlos.
—Algunos psiquiatras suelen cometer negligencias en sus diagnósticos. Muchos confunden la narcolepsia con el embotamiento mental. ¿A quién consultaste?
—A uno en Rabat, hace un año. No recuerdo su nombre. Era psicólogo y no psiquiatra.
—Entiendo —concedió ella, terminando de comer la fruta—. Déjame ahora explorar el fondo de tus ojos —ordenó, sacando de un estuche un oftalmoscopio—, dirige la mirada en todas las direcciones, luego mira a un punto fijo. Así es. Muy bien. Es para saber si los nervios craneales que inervan los músculos oculares funcionan bien y no presentan indicios de hipotonía muscular. Ahora ponte en pie para el examen físico.
Nadia realizó a continuación los habituales procedimientos que se llevan a cabo en una valoración de enfermería, como la inspección corporal, la palpación, la auscultación de los sonidos y la percusión mediante suaves golpes en áreas específicas del cuerpo.
—¿Y bien, Nadia, cuál es tu diagnóstico? —preguntó el joven, ansioso, cuando ella hubo terminado la auscultación, añadiendo luego en tono de broma—: ¿estaré pronto de patitas en un manicomio?
—No presentas ningún problema físico ni psíquico. Incluso me atrevo a descartar provisionalmente los dos tipos de narcolepsia, el tipo uno, con cataplexia o debilidad muscular y el tipo dos, sin cataplexia. La exploración ocular denota, por otra parte, que no padeces alucinaciones ni tomas los sueños como si fueran realidad.
—¿Y qué hay de la transmisión de esta enfermedad de padres a hijos?
—El riesgo es nulo: solo representa el 1 %. Así que en tu caso, y porque no padeces narcolepsia, los efectos secundarios de la Dexedrina son responsables de todo lo que te aqueja. El uso exagerado de este fármaco puede causar efectos graves al corazón e incluso la muerte. Tienes que dejar de tomarlo. De todos modos llamaré mañana a mi antiguo profesor de psiquiatría que vive ahora en Mequínez y concertaremos una cita con él para zanjar este tema.
—¡Qué alivio, Nadia! Tenemos que anunciarlo a mi tío.
—Vaya, pero si es casi la una de la madrugada —exclamó ella mirando el reloj—. Ahora hay que descansar un poco.
—¿Qué planes tenemos para mañana?
—Yo trabajo de ocho a tres, comeré algo, llamaré al psiquiatra y luego iré a ver a tu tío para tranquilizarlo y organizar un encuentro para preparar tu defensa.
—Es mejor que llames a nuestro chófer. Él te llevará a casa. Te anotaré su teléfono. Luego me indicarás dónde iré a veros. ¿Y yo qué hago, mientras tanto?
—Dormirás en el salón hasta mediodía para recuperar fuerzas. Te traigo uno de mis pijamas y una manta. Dúchate y prepárate un desayuno pantagruélico. Hay cosas en el frigo. Espera mi llamada que atenderás en el café de abajo sobre las 19 horas.
—Pero Nadia, esto es demasiado para ti. Te agradezco que arrimes el hombro pero no quiero que te involucres más en este asunto que puede salpicar tu persona y tus relaciones y hasta te arriesgas a incurrir en el delito de encubrimiento.
—Sabes, Murad —dijo ella con una expresión contrita—, cuando te abrí y vi en qué estado estabas, pensé súbitamente en un poema de William Blake que dice:
«Cada mañana y cada noche unos nacen para el dulce deleite;
otros, para la noche eterna.»
—O sea ¿quieres decir que yo he nacido para la noche eterna?
—Yo me reconozco perfectamente en estos versos, Murad. Yo también soy huérfana, yo también pensé un día suicidarme y he vivido también una larga lista de fracasos, incluida una ruptura sentimental. Así que, como ves, somos dos almas perdidas que viajan en un tren con destino desconocido.
—¡Cuánto lo siento, Nadia! Desconocía este lado oscuro de tu vida.
—No te preocupes. La resiliencia nos da fuerzas para capear todos los temporales. Ya verás, todo saldrá de perlas. Y ahora dame un beso de buenas noches.
5
Nadia dejó atrás el Lago de los Patos y se acercó al Restaurante Forest que hace esquina con el parque del León de Piedra. La tarde era fría, aunque brillaba el sol. En los tejados de las casas había muchos nidos de cigüeñas, señal de que la primavera se acercaba. «Clima alpino suizo», pensó la joven. Una flota de vehículos turísticos circulaba por la plaza central, en busca de aparcamiento. Nadia compró la prensa escrita en francés, entró al restaurante, abriéndose camino sin prisas, y se sentó en la parte con vistas a la calle, después de pedir una pizza vegetariana y un zumo de naranja.
Tenía ya resueltas las dos llamadas telefónicas. El psiquiatra los recibiría gustoso el martes próximo a las 15 horas. En cuanto a Balga, tomarían café en el Hotel Les Tilleuls sobre las seis de la tarde. Hojeó los periódicos. Nada sobre el asesinato de Asma Benabúd. Buscó en la rúbrica de los sucesos. Tampoco. Solo se hablaba de la famosa pareja de falsos curanderos, una mujer y un hombre de mediana edad y de tez oriental, en paradero desconocido. El artículo rezaba:
«La policía sigue investigando las actividades fraudulentas de dos curanderos impostores: Para sonsacar dinero a sus víctimas, mujeres en su mayoría, se hacen pasar por jeques reconocidos en el tratamiento coránico contra algunas enfermedades incurables, como brujería, envidia o males de ojo. Varias víctimas declararon haber sufrido tocamientos, acosos y hasta violencias físicas y psíquicas como terapia e incluso algunas fueron fotografiadas como método de extorsión posterior.»
El camarero llegó con el pedido. La pizza tenía el grosor jugoso adecuado y contenía los ingredientes requeridos: aceite de oliva, champiñones, berenjena, cebolla, tomates cherry, pimiento verde, rojo y amarillo, orégano y queso rallado. Estaba exquisita, aunque no tan exquisita como la que ella solía preparar. Pidió un té a la menta y volvió a ojear los periódicos. Miró su reloj de pulsera. Quedaba poco tiempo para la cita. Pagó y salió a dar algunas vueltas mientras tanto. Cuando llegó por fin al hotel no necesitó preguntar al recepcionista porque Balga estaba precisamente junto al mostrador, preguntando por ella. Se saludaron y fueron a sentarse a una mesa, después de pedir dos cafés.
—Bien, ¿cómo le va en nuestra ciudad? —inquirió el hombre, queriendo distender el ambiente.
—Me ha gustado mucho, la verdad. Todos los rincones son maravillosos. Uno se siente en Suiza.
—Es la opinión de todos. Dígame, ¿por qué no acudió a la fiesta?
—Tenía turno de noche. Pero ya he visto la finca de lejos. Está cerca de la Zaouía, con esas impresionantes cascadas y esos típicos cedros. Fue antes un asentamiento hebreo, ¿no?
—Así es. De hecho muchos judíos vienen a visitarla, aprovechando otras actividades culturales como el Festival Internacional Tourtite, el Festival de los Cantos de los Cedros, además de las Ferias de la Manzana y de las plantas Medicinales.
—Lo sé. Y no olvidemos el Festival «Miss Nieve» de Mischiffen que se acaba de celebrar.
—Por supuesto —asintió él, luego agregó en tono grave, cambiando de tema—: volviendo a nuestro asunto, esta mañana encontré al señor Butaleb y su esposa muy deprimidos porque anoche la policía descubrió el pañuelo, el arma del crimen, en uno de los bolsillos de la gabardina de Murad. Esto explica por qué huyó de la finca.
—No. Cuando se percató de que lo veían inclinado sobre el cadáver, decidió huir por temor a sufrir las vejaciones de la detención preventiva. ¿Lo vio usted también?
—No. Yo estaba con el guarda viendo un partido de fútbol, esperando que termine la fiesta para llevar a Murad a casa. Alertado por unos gritos, salí a ver qué ocurría y lo vi correr hacia mí, reclamando las llaves del coche. Tuvo que arrancármelas porque yo no quería dárselas por lo de su somnolencia.
—Traigo dos buenas noticias —declaró Nadia, satisfecha—: Murad no padece ninguna enfermedad y tengo una prueba abrumadora que demuestra su inocencia.
—Pero ¿y el pañuelo? —preguntó el chófer, el ceño fruncido.
—El asesino se las arregló para ponérselo en el bolsillo.
—¡Dios mío! Esto lo cambia todo. Cuando usted se lo diga a su familia… Ellos creen también que el asesino es uno de los invitados. ¿Nos vamos ya?
—¿Está vigilada la casa?
—Sí. Hay dos policías sin uniforme.
—Entonces ¿no es mejor que los Butaleb vengan a vernos?
—Entiendo. Voy a llamar a ver si están en casa. Ojalá con su ayuda se exculpe a Murad, pero ¿cómo puede estar tan segura?
—El psicólogo que vio a Murad se equivocó en el diagnóstico. Esto suele ocurrir a menudo. Murad solo sufre de estrés y de los efectos de la droga. En cuanto a la prueba de su inocencia, el juez la aceptará sin rechistar: su estado de drogado solo le hubiera permitido dar un golpe inofensivo a la víctima, abofetearla y hasta apuñalarla pero no estrangularla porque para ello se hubiese necesitado una fuerza hercúlea y una crueldad demoníaca.
Anonadado y con la expresión de un niño que recibe una golosina, Balga se dirigió acto seguido a una de las cabinas telefónicas del hotel y marcó un número. Volvió luego a reunirse con Nadia, ahora malhumorado.
—Hablé con su esposa. Él ha ido al Hammam turco y ella estará aquí dentro de poco.
—Mejor que mejor. Murad se explaya más con su tía que con su tío. Me lo dijo él mismo.
Poco después llegó Nuria en su coche, ataviada con una chilaba, la cabeza cubierta.
—Nos vigilan continuamente. Pero si hay un lugar donde la poli no podrá encontrarnos —exclamó triunfante— ese ha de ser la escena del crimen. El policía de servicio se marchó precisamente esta tarde a la una. Encantada de conocerte, Nadia. Ya me contarás por el camino, aunque lo esencial ya me lo ha comunicado el señor Balga.
—Mucho gusto, Nuria.
—¡Dios te ha mandado, Nadia! ¡Tenemos también al abogado! Podemos ahora decir que a la ocasión la pintan calva, como reza un refrán español.
—Ah, porque hablas español también, Nuria.
—Sí. Por supuesto. Nivel avanzado.
—Pues somos dos —enfatizó Nadia, hablando ahora en castellano—. El refrán quiere decir que en la vida las oportunidades son rápidas y raras y si no las aprovechamos, estamos abocados al fracaso. Voy a llamar ahora a Murad para decirle que se reúna con nosotras.
El chófer, que ahora conducía el coche, tenía el rostro desfigurado por la idiotez y le costaba mucho creer que viajaba en compañía de dos mujeres en carne y hueso.
6
En la finca los recibió el guarda, mostrando cara de un perro hambriento.
—Toma, aquí te traigo una bolsa con la cena y la comida de mañana —le dijo Nuria con compasión, luego, alejándose, añadió mirando a Nadia—: el pobre anda despistado desde que nos atropellaron al perro hace tres días. De noche cae borracho como una cuba. Nuestros empleados trabajan de lunes a viernes y suele comer con ellos. Ven, te vamos a enseñar la escena del crimen.
Acto seguido, salieron del patio y se dirigieron al lago. Después de recorrer el siniestro lugar llevaron a Nadia al establo para mostrarle las vacas holandesas. Pese al olor habitual, todo estaba limpio, bien iluminado y provisto de una saludable higiene microbiana como el agua corriente, la capa de paja por el suelo, el canal por donde van los desechos líquidos, los abrevaderos de metal y, al otro lado, el local donde preparan los piensos y una plataforma para el ordeño.
Nadia se volvió para felicitar a Nuria y una mano férrea le tapó la nariz y la boca con un trapo empapado en cloroformo. Minutos después se desplomó, inconsciente, en los brazos del hombre quien la alzó seguidamente, la colocó sentada en un banco de madera luego la amordazó y le ató las manos a la espalda con cinta adhesiva.
—No sé de dónde surgió esta hija de puta —carraspeó con un rictus de repulsa—, pero iba a ser nuestra ruina total, husmeando en nuestros planes.
—Una suerte increíble el haberse entretenido contigo y no con la policía, cariño —dijo ella con un profundo suspiro de alivio, dándole un beso en la boca.
—Estaba a punto de desenmascararnos —espetó él, mordisqueándose el labio y echando llamas de ira.
—¿Qué te contó en el hotel? ¿A qué conclusiones ha llegado?
— Ahora sabe que estamos detrás de todo esto. Cree que el psicólogo que vio a Murad es un incompetente (¡no sabe que lo sobornamos!) y que la narcolepsia era una pura estratagema para perjudicar al joven, al que considera inocente. Cree, por último, que el verdadero asesino puso el pañuelo en el bolsillo de Murad para incriminarlo. Hasta llevaba un periódico en la mano donde hablan de nosotros.
—¿Qué periódico, cariño? No entiendo.
—El que contiene un artículo sobre los asesinos curanderos.
—¡Dios mío! Esta tía es el diablo en persona. Atando cabos, hubiera podido descubrir que se trataba de nosotros.
—No te preocupes. Tenemos la situación en mano. El guarda está fuera de combate, por estar borracho. Los matamos a los dos y los echamos al lago que los engullirá para la eternidad. Su desaparición además se olvidará en poco tiempo porque no hay ninguna conexión entre ellos.
—Procura no derramar sangre para no dejar huellas.
—Les ataré pierdas al cuello y sus cuerpos viajarán al abismo en caída libre y vertical.
—Eres un genio, amor mío. Nos quedará luego el tan anhelado «accidente» de mi «amado marido» que, por cierto, está ahora durmiendo bajo somnífero, siguiendo tus instrucciones.
—Su muerte es pan comido, querida. Calculada con un infalible temporizador. Enviudarás pronto y toda la fortuna de los Butaleb será nuestra. Vigila ahora a esta zorra cuando vuelva en sí mientras yo voy a buscar las piedras y a «recibir» a nuestra siguiente y última víctima.
Al marcharse el hombre, y viendo que la joven se agitaba como si quisiera decir algo, Nuria le quitó la mordaza, movida por la curiosidad.
—Quieres decir algo antes de morir, ¿eh, zorra? Yo también quiero saber cómo llegaste a desenmascararnos. ¡Habla! Dilo en español, que suena más dramático.
—Comprendí que alguien había utilizado el truco de la narcolepsia para maquillar en accidente el asesinato de los padres de Murad y luego inculpar a este del asesinato de Asma. Pero estaba lejos de adivinar que fuisteis vosotros. Era para quedaros con la finca, ¿verdad?
—Así es. Un simple corte de frenos y sus padres viajaron al otro mundo. Lo mismo le ocurrirá al idiota de mi marido que no me sirve de nada.
Hubo un brusco silencio que pronto fue atropellado con chorros de palabras como los disparos de un arma automática:
—¡El muy impotente y estéril! —añadió a continuación, quejumbrosamente—. Y el colmo de las desgracias quiere a Murad como si fuera su propio hijo, ocuparse de su futuro, mientras que yo, sin dinero ni nada. Por suerte tengo a Balga, él sí que es un hombre y de los que tienen grandes cojones.
—Ahora sé cómo ocurrió todo —expuso Nadia con voz apagada—: Tu amante entra al salón fingiendo ver si faltaba algo y cita a Asma junto al lago, pretextando algo importante. Esta le guiña un ojo a guisa de asentimiento, gesto que no escapa a Murad aunque no entendió su significado en ese momento. La mata y cuando Murad va a arrancarle las llaves del coche, aprovecha la sacudida y le mete el pañuelo en el bolsillo.
—Muy ingeniosa, desde luego —la interrumpió Nuria con desazón—. Me sorprendes con tus lúcidas y correctas deducciones. Pero es una lástima que te las lleves a tu propia tumba.
Poco después llegaba Murad en un taxi y Balga fue a su encuentro.
—Es lo mejor que has hecho, Murad. Aquí estarás a salvo.
—¿Y Nadia?
—Con Nuria enseñándole el establo. Ven. Se alegrará mucho de verte.
Avanzaron hacia el lago. El hombre aminoró el paso, se situó detrás de Murad y le asestó un fuerte golpe en la nuca. Desprevenido, el joven lanzó un grito agónico, lleno de dolor y cayó de bruces en el mismo banco donde el criminal había asesinado a Asma. Una familia de pájaros, que picoteaban ajenas al mundo del crimen, emprendió súbitamente el vuelo, huyendo de la maldad humana. Balga fue a por Nadia y, al ver que se esforzaba y agitaba para liberarse, la golpeó, dejándola semiinconsciente, luego la transportó en una carretilla.
Todo estaba ahora listo para el acto final. Las dos enormes piedras amarradas con cuerdas reposaban en la plataforma, junto a los dos cuerpos inconscientes.
A continuación Balga ató la cuerda al cuello de Murad y Nuria, al de Nadia. Luego empujaron los cuerpos, sin esforzarse. Hubo algunos chasquidos, luego burbujas y después reinó un silencio total. Procedieron entonces a borrar huellas, pistas e indicios que pudieran indicar hasta el mínimo rastro de lo que había ocurrido. De todos modos la lluvia no tardaría en hacerles el trabajo de forma natural. El cielo se oscureció y una densa niebla invadió los contornos de los alrededores. Se oyeron al otro lado unos ruidos, roces, algo como pasos rápidos y furtivos. Probablemente algún animal extraviado. Entonces estalló de repente un relámpago y la descarga eléctrica provocó un fuerte rayo de luz que iluminó a cinco individuos, Nuria y Balga, despavoridos, frente a dos policías armados, el inspector Abdenbí y su ayudante, acompañados por Elías. Los malhechores intentaron escabullirse pero en un segundo ambos estaban en el suelo, con las rodillas de los agentes entre sus omóplatos. Unas manos expertas tiraron de sus brazos hacia atrás y los esposaron. Sin perder tiempo, mientras que Elías y el agente se zambullían en la helada agua del lago para salvar dos vidas, Abdenbí cacheó a sus presos. Del bolsillo superior de la chaqueta del malhechor sacó un pendiente amazigh con gema de ágata en granate.
—¡Vaya! ¡Por fin el pendiente faltante! No necesitamos más pruebas: estáis acusados de tres asesinatos en primer grado y dos tentativas de homicidio con premeditación y alevosía, lo que significa que os espera, si no la pena de muerte, sí la reclusión perpetua.
…
Al día siguiente por la tarde, en una clínica privada, el señor Butaleb, Elías y Malika observaban cómo dormían plácidamente Nadia y Murad, en sus respectivas camas, con vendajes e inhaladores nasales pero sanos y salvos.
—Me llamó Murad a las 19:15 instándome a que vaya a verle a la finca –expuso el joven, con voz ronca y acartonada por el resfriado de anoche—. Al llegar encontré al guarda inconsciente, la botella de whisky vacía en la mano, y cuando vi lo que se tramaba en el establo corrí a la tienda y llamé al inspector.
—Habéis salvado dos vidas, hijo, y nuestra gratitud es eterna —manifestó Butaleb, dándole palmadas en la espalda.
–¡Qué valientes habéis sido, sacándonos de ese tenebroso y helado abismo! —balbuceó Murad, abriendo despacio los ojos y tendiendo una mano a sus amigos quienes se la apretaron con afecto, luego, girando la cabeza, añadió—: pero sin nuestra heroína, no estaríamos aquí para contarlo.
—No hemos dudado ni un instante de tu inocencia, Murad —aclaró Malika, con una lágrima bajándole por la mejilla.
—Bueno, chicos, dejémonos de sentimentalismos —aclaró con ternura el señor Butaleb— y pensemos en celebrarlo juntos tan pronto como os den de alta.
FIN
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