Justicia Vírica por Txema Arinas

Antes que nada, inspectora, disculparme por tener estar conversación con usted…

— De tú, trátame de tu, que nos conocemos desde hace años.

— Contigo. Perdona que tengamos que hablar por Skype; pero, ya sabe… sabes, las circunstancias de la pandemia nos impiden quedar, de momento, en un lugar público para poder charlar distendidamente.

— Tranquilo, si hace ya dos semanas que pillé el bicho y todavía estoy en cuarentena.

— Vaya, lo siento. La verdad es que los que estamos todos el día en contacto con la gente estamos cayendo como moscas. Yo lo pasé a principios de abril del pasado año: asintomático. Si en aquel momento los jefazos del periódico no nos hubieran obligado a hacernos una PCR a todos los de la redacción, ni me habría enterado de que lo había cogido.

— Yo no he necesitado acudir al hospital; pero, la verdad es que los primeros cuatro o cinco días los pasé mal de veras. Unos dolores de cabeza insoportables. No podía dormir. Me reventaba la cabeza. Eso y que cada dos por tres tenía que ir corriendo al baño porque me iba por la pata abajo. Menos mal que el médico me dijo que no me preocupara hasta que no empezara a tener problemas para respirar, que ni se me ocurriera acercarme hasta el hospital porque los míos eran síntomas leves y ellos ya no daban abasto con los que presentaban graves. Y la verdad es que pasados cincos días ya empezaron a remitir los dolores de cabeza y la diarrea. Ahora estoy con las secuelas; he perdido el olfato y el gusto. De modo que, para qué vamos a quedar a tomar un vino, aunque fuera en una terraza pasando frío o empapándonos con la lluvia, si me va a saber a lejía. Para eso mejor quedarse en casa.

— Dentro de lo malo tampoco ha sido para tanto. Los hay que…

— Que no salen, no. Como ese famoso hijo de puta asesino que la palmó hace un par de días de Covid y del que supongo que quieres hablar conmigo. ¿Por qué si no me ibas a llamar después de tanto tiempo, sobre todo después de que me destinaran a ordenar papeles en el cuartel de Erandio?

— Pues sí, quería hablar contigo de Kepa Larrinaga, el último asesino en serie que ha habido en la ciudad después de aquel famoso y todavía más letal del XIX.

— Sí, un verdadero emulo contemporáneo del famoso Sacatocinos.  

Cualquiera diría que Larrinaga había cogido el testigo de una…

— ¿Tradición local? No me toques las narices, que ya me las tocasteis bastante en su momento tú y todos tus colegas de la prensa.

— En cualquier caso, Larrinaga solo mató a dos personas y el famoso Sacatocinos a más de media docena, todas ellas mujeres.

— ¿Solo dos? ¿Tú también con esas?

— La justicia lo condenó las  muertes del empresario de máquinas tragaperras Félix Ruiz de Ocenda y la abogada Itziar Moreno.

— Pero sabes que también fue sospechoso de la muerte de la maestra Irene Zamudio y del ferretero gallego Amancio Ferreira.

— Solo pudimos demostrar las dos primeras, y eso gracias al fallo que cometió cuando, tras degollar a la abogada Itziar Moreno, se supone que tras un desacuerdo con ella por uno de los muchos asuntos que le llevaba, acudimos a su casa, al constar su nombre entre las notas de la fallecida,  y encontramos, no solo el cuchillo con el que había cometido el crimen, sino también un manojo de llaves perteneciente al empresario de las tragaperras, el cual había sido asesinado hacia meses antes con un destornillador.

— Los únicos asesinatos que reconoció haber cometido.

— En el caso de Amancio Ferreira pudimos demostrar que lo había conocido en el restaurante Otxandio que había enfrente de la antigua estación de autobuses a la que acudía semanalmente para coger el autobús que lo llevaba a Madrid donde vivía desde hacía ya un año. Amancio era el dueño de la ferretería donde había comprado el cuchillo de monte con el que mató a la abogada Moreno. A Amancio le atacó en su ferretería, lo dejo desangrándose atado a una silla con varias cuchilladas. Sin embargo, nunca pudimos demostrar su presencia aquel día en la ferretería y menos aún que el cuchillo con el que se cometió el crimen era el mismo que le había vendido la víctima.

— Con todo, el más terrible de todos fue el de la profesora.

— Como que encontramos el cuerpo descuartizado de la mujer en el interior de seis bolsas junto al portal de la casa donde vivía. Luego ya al subir al piso lo primero en lo que reparamos fue en que la puerta del domicilio no había sido forzada, por lo que la víctima podía conocer a su asesino y haberle flanqueado la entrada. La casa estaba limpia, inmaculada, y el arma homicida, otro cuchillo de monte del que tampoco pudimos averiguar su procedencia, apareció sin ellas sobre la cisterna del cuarto de baño. El cuerpo había sido desmembrado con precisión, lo que nos llevó a pensar al momento que el asesino era un carnicero, un matarife o un traumatólogo. Larrinaga, porque a mí no me cabe ni la más mínima duda de que fue él el asesino, empleó entre hora y media y dos horas en acabar el macabro trabajo después de quitar la vida a la mujer “con extrema violencia y un claro ensañamiento”, según reza el parte forense.

—Te vuelvo a hacer la misma pregunta que te hice en su momento: ¿por qué estás tan convencido de que fue él si no se encontraron pruebas que pudieran incriminarlo en asesinato de la profesora?

—Y yo te contento lo mismo, porque averiguamos que la noche de autos, un hombre joven, que cubría parcialmente su cabeza con una capucha, usó las tarjetas de Irene Zamudio para sacar una elevada cantidad de dinero de dos cajeros automáticos de Caja Boronia: 172.000 pesetas, el equivalente a 1.033 euros actuales. Incluso realizamos un retrato robot del sospechoso mediante técnicas de reconstrucción digital.

—Que los jueces desestimaron como prueba durante el juicio.

— En cambio, yo sigo convencido de que la inspección ocular que hicimos no fue la correcta, que no se comprobó en profundidad la grabación de la cámara de seguridad del cajero y que tampoco hicimos un barrido de las llamadas del teléfono de la mujer ni investigamos a fondo la supuesta huella de un zapato de hombre descubierta en la escena del crimen. No estuvimos acertados, no lo estuve yo como miembro del equipo de inspectores encargado del caso. Esa ha sido siempre mi convicción, y, sobre todo, mi obsesión ha sido durante todos estos años: demostrar que Larrinaga también era el asesino de la profesora Irene Zamudio, siquiera conseguir que lo confesara antes de que prescribiera el crimen en el 2018.

— ¿Por eso fuiste a verle varias veces a la cárcel?

— Solo fui una vez a verlo a la cárcel después de insistirle durante más de dos años para que me recibiera. Era un hombre muy frío que casi nunca expresaba sus emociones y pretendía hacer creer a todo el mundo que tenía nervios de acero. Sin embargo, yo no creo en los hombres de piedra, al menos no creo que él lo fuera. De hecho, el asesinato de la abogada, puede que incluso el del ferretero, no se debieron a un plan premeditado como parece que sí lo fueron el del empresario al que le debía dos millones de pesetas o el de la profesora a la que debió torturar hasta la muerte para que le confesara las claves de sus tarjetas de crédito. Por eso supe que acabaría cediendo a la curiosidad, sobre todo teniendo en cuenta que era una mujer, policía, pero mujer, la que insistía en verlo

— ¿Y eso?

—  Estamos hablando de un sicópata de manual, esto es, un narcisista compulsivo.

— ¿Y qué era lo que tenías contra él después de tanto tiempo investigando por tu cuenta?

— Nada, absolutamente nada.

— ¿Entonces?

— Entonces decidí marcarme un farol. Le dije que ya no teníamos solo los testimonios de varios vecinos de la víctima en los que aseguraban haberlos visto juntos en varias ocasiones semanas antes del asesinato. Testimonios que fueron desestimados según el juez por su falta de consistencia. Ahora también había conseguido recabar el testimonio de una prima carnal de Irene, la cual estaba dispuesta a declarar que ésta le había confesado haber iniciado una relación amorosa con un hombre cuyas características, tanto físicas como personales, coincidían en todo con las suyas; un moskorro guipuzcoano de casi dos metros de altura, complexión atlética y cara de niño incluso con barba, antiguo profesor en un euskaltegi de AEK y que por entonces se dedicaba a pequeños negocios de compra y venta de bebidas alcohólicas y, así en general, a cualquier cosa que le surgiera con visos de ser el gran negocio del siglo. De hecho, y ahí confieso que me vine un poco arriba, le comenté que la prima de Irene los había visto muy acaramelados en una cafetería del centro a la que él solía acudir habitualmente, con lo que no tardaría en encontrar otros testigos que pudieran corroborar la versión de la prima. Mi idea, conociendo el perfil de aldeano mojigato de Larrinaga, era que rechazara de plano cualquier relación amorosa con la víctima aduciendo que su relación con la víctima era única y exclusivamente profesional, o de cualquier otro tipo, distinto a la amorosa.

— ¿Y por qué iba a reconocer que conocía a la señorita Zamudio después de haberlo negado durante el juicio?

— Porque en aquel momento era un hombre casado y con un hijo, alguien del que su exmujer todavía hablaba con cariño porque decía que sus desavenencias conyugales se debieron única y exclusivamente a problemas económicos, alguien que siempre le fue fiel y que, además, como padre se desvivía por su hijo dedicándoles todo el tiempo que tenía libre. Larrinaga no dejaba de ser el típico aldeano de caserío mojigato para el que insinuar que podía tener una relación extramatrimonial con la víctima siempre resultaría mil veces más deshonroso que reconocer que mantenía una relación con la víctima con el único propósito de intentar sacarle el dinero que necesitaba para sus chanchullos.

— ¿Y cómo reaccionó él?

— Ni se inmutó. De hecho, fue terminar de hablar yo y llamar al funcionario para dar por finalizada la visita sin dirigirme ni una palabra.

— Lo cual coincide con la opinión de la mayoría de los funcionarios y presos: un hombre frío que apenas se relacionaba con nadie. Y eso a pesar incluso de estar a cargo del economato de la cárcel.

—Sí, no creo que nadie lo vaya a echar de menos.

—De todos modos, creo que ahí te la jugaste.

— Como  el muy hijo de puta presentó una queja y mis superiores de la Ertzaintza decidieron apartarme de mi trabajo como inspectora con la excusa de que estaba obsesionada con el caso de mujer descuartizada.

— ¿Y no es así?

— Por supuesto. De todos los crímenes de ese sicópata el de Irene Zamudio fue el más espantoso: descuartizada en seis trozos.

— El del ferretero tampoco fue moco de pavo.

— Ya. Pero el del gallego no había manera de relacionarlo con Larrinaga, aparte del hecho de que hubieran coincidido en más de una ocasión en el restaurante de enfrente de la antigua estación de autobuses. Sin embargo, en el caso del de Irene teníamos las grabaciones de las cámaras de seguridad del banco en el que aparecía un encapuchado cuya corpulencia y andares coincidían en prácticamente todo con los del asesino. Eso y los testimonios de los vecinos que decían haber visto a la víctima con Larrinaga en más de una ocasión. Para mí no había ninguna duda: él era el asesino de Irene. Yo solo tenía que demostrarlo. ¿Y sabes por qué?

— ¿Por qué?

— Porque se lo debía como mujer. Llevo muchos años en la policía y he visto cómo las víctimas femeninas son siempre las que se llevan la peor parte, aquellas con las que más se ensañan los asesinos y en general todo tipo de criminales. Eso y también las que menos atención reciben cuando surgen complicaciones durante las investigaciones, quedando la mayoría de ellas relegadas al olvido a poco que sean mujeres que viven solas y sin apenas conocidos o familiares con cierta influencia, como era el caso de Irene. Se lo debía como  me llamo Ekiñe Saenz de Buruaga.

— Sin embargo, no solo no has conseguido las pruebas necesarias para reabrir el caso, sino que Larrinaga solo ha pasado dieciocho años de los cincuenta años a los que fue condenado en los tribunales.

— Lo cual demuestra que no hay justicia verdadera en este mundo.

— Fue puesto en libertad en aplicación del artículo 104, que permite conceder el tercer grado a internos con enfermedades incurables «por razones humanitarias y de dignidad personal, atendiendo a la dificultad para delinquir y a su escasa peligrosidad», según me consta en la información que tengo a mano.

— Pobrecico. Por eso fui a verle al caserío de su madre adonde había ido a pasar sus últimos años de vida; para interesarme por su estado de salud.

— ¿Estuviste en su casa?

— Sí, exactamente hace ya más de una semana, cuando más fiebre tenía por lo del coronavirus; pero, no tanta como para no poder montarme en mi coche y conducir hasta su pueblo. Me lo encontré en la huerta del caserío de su madre, plantando acelgas.

—Se debió quedar de piedra al verte.

—Todavía más cuando me fui hasta él, lo abracé un buen rato, y luego, sin mediar ni media palabra, me di media vuelta y me fui directa hacia el coche.

 

©Relato: Txema Arinas,2021.

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