Bajo la doble lupa de…Anna Miralles y Manu López – Un tío con una bolsa en la cabeza de Alexis Ravelo
UN TÍO CON UNA BOLSA EN LA CABEZA
BAJO LA DOBLE LUPA DE…
Anna Miralles y Manu López Marañón
RESEÑA DE ANNA
Alexis Ravelo (Las Palmas de Gran Canaria, 1971) es dramaturgo, autor de libros de relatos, de varios libros infantiles y juveniles, y de novelas de género negro como La última tumba, Premio de Novela Negra Ciudad de Getafe 2013, o La estrategia del pequinés, Premio Hammett a la Mejor Novela Negra publicada en 2013 y Premio Tormo de Las Casas Ahorcadas. Es el padre literario del peculiar detective Eladio Monroy que se dio a conocer con Tres funerales para Eladio Monroy, la primera novela de la saga, a la que le siguen Solo los muertos, Los tipos duros no leen poesía, Morir despacio y El peor de los tiempos. En Siruela ha publicado La otra vida de Ned Blackbird y La ceguera del cangrejo.
Su última novela, publicada también en Siruela este año que difícilmente vamos a olvidar, es Un tío con una bolsa en la cabeza, y, de entrada, su título llama especialmente la atención. Pronto, desde las primeras líneas, sabemos que el tío cuya cabeza está metida en una bolsa de basura azul y, además, perfumada es Gabriel Sánchez Santana, «Gabrielo» para los amigos, alcalde corrupto de San Expósito, una población canaria en pleno pelotazo urbanístico. Él es quien nos refiere que dos individuos, a quienes no ha podido ver, pero sí escuchar (cree reconocer la voz de uno de ellos), le han atacado mientras accedía a su casa, lo han atado de pies y manos, le han robado el dinero que llevaba encima (el cobro de su última comisión) y lo han dejado tirado en el sofá con la dichosa bolsa atada con cinta al cuello. La situación en la que se encuentra es más que preocupante: pedir ayuda es imposible; además, según van pasando los minutos la sensación de agobio es mayor y la asfixia crece.
«Habría apostado cualquiera de mis muertes a que la que habría de tener no sería esta. […]. Pero, fíjate tú, quién habría podido pensar que al final el final llegaría porque dos chorizos de los torpes se olvidaron de hacer un puto agujero en una bolsa».
Se dice que cuando estamos a punto de morir, la vida pasa ante nuestros ojos como si de una película se tratara. Algo similar le ocurre al protagonista de la novela: durante unos minutos angustiosos en que respirar cada vez va a resultarle más difícil, su cabeza va a toda velocidad porque el tiempo juega en su contra y siente la imperiosa necesidad de saber quién o quiénes están detrás de ese ataque y, sobre todo, qué les mueve a llevarlo a cabo. A partir de este momento, Gabrielo nos contará –se contará- su vida para entender cómo ha llegado al punto en que se encuentra. Curiosamente, en esta historia víctima y detective se funden en la misma persona.
«Pero si no salgo, si no voy a salir y me voy a morir aquí, en el suelo del salón, amarrado y con una bolsa en la cabeza, tiene bemoles la cosa: eso quiere decir que entonces estoy aquí investigando mi propio asesinato. Lo dicho: el detective. También la víctima».
Alexis Ravelo acierta plenamente utilizando el monólogo interior como recurso expresivo para dar voz al protagonista: con ello consigue que nos metamos de pleno en la historia, la conozcamos de primera mano y sintamos la agonía del personaje. Incluso llegamos a empatizar con él, aun sabiendo que es alguien deleznable.
Gabrielo hablará de su vida profesional ligada al Viejo, alcalde de San Expósito que transformó un pueblo de mala muerte en un lugar turístico. Nicolás Umpiérrez Bosch es su mentor, quien ve en él a su sucesor y quien lo moldea para que cuando sea el momento oportuno tome las riendas y lo releve en la alcaldía. Gabriel se refiere a él como su segundo padre, el modelo a seguir, a quien quiere parecerse: acabará consiguiéndolo porque es buen alumno y aprende rápido; además, le sobra ambición.
«Yo no quería ser como él, como mi viejo, o, al menos, no quería acabar igual. Por eso me fui arrimando al Viejo, aquel que no era el mío, y no me importó no ser recto ni serio, no me importó ser un trepa, un listillo, uno de los Cachorros de Colacho, un sorrocloco, porque, como solía decir el Viejo, no el mío, sino el otro, Nicolás Umpiérrez Bosch, alias Colacho el Viejo, como solía decir, digo, él, Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente».
La realidad que nos muestra Gabrielo es una realidad que los lectores conocemos perfectamente porque llevamos mucho tiempo oyendo hablar de ella en los medios de comunicación: la corrupción política y económica. El protagonista acumula poder a base de cruzar los límites de lo legal, de lo moralmente correcto, de la ética, hasta llegar a un punto de no retorno. El cobro de comisiones, los sobornos, las recalificaciones, etcétera, serán su pan de cada día y Gabriel va a transformarse en alguien que solo busca su propio beneficio a costa del bien colectivo.
Un tío con una bolsa en la cabeza es una reflexión sobre el poder «al que se llega ya corrompido» porque «nadie que no sea un miserable moral» lo desea. El poder, y lo que viene asociado a él, convierten al protagonista en un ser despreciable que acabará por distanciarse de su entorno más cercano, de su familia. Desconfiará de quienes le rodean, traicionará y será traicionado. Va a pagar muy caro ser alguien poderoso: la soledad va a ser su compañera de viaje. La soledad y la culpa.
Cuando nos habla de su familia, Gabriel muestra su pena y su arrepentimiento, sobre todo, al referirse a su ex mujer Maru y a su hijo Yeray a quien apenas ve y del que no se hizo cargo cuando debería haberlo hecho. Ha sido un padre ausente, demasiado ocupado en sus corruptelas políticas y en Sol, su segunda ex. Sabemos además que hay algo en el pasado del protagonista que le duele profundamente, que no ha superado y que es el motivo por el cual acabó alejándose de los que más le querían, optando por la huida para no afrontar el dolor. En estos momentos, su vulnerabilidad es más evidente.
Un personaje importante en la novela es Rafael –Feluco–, el hermano, que simboliza aquello que rechaza, la mediocridad, la falta de ambición. El deterioro de su relación avanza paralelamente al ascenso de Gabrielo en el mundo de la política. Son polos opuestos. Mientras uno ha seguido los pasos humildes del padre, Juan el Albañil, el otro ha ganado dinero y vive rodeado de lujo; mientras uno tiene las manos llenas de «polvillo de mortero y uñas en las que también había algo de aquella mugre honrada que mi padre siempre decía que tenía que enorgullecernos», el otro las tiene limpias y cuidadas, pero solo aparentemente, en realidad están mucho más sucias que las de Feluco. Cuando Gabriel toma la decisión de anteponer sus intereses personales a los de su hermano y la familia, la relación queda rota para siempre.
A medida que el relato avanza y su tiempo parece acabarse va emergiendo el verdadero Gabriel, el que se esconde bajo esa fachada de hombre de éxito que ha conseguido todo lo que se ha propuesto, pero sacrificando mucho en lo personal: «Porque al final no soy Gabrielo, el alcalde. Al final no soy más que el chiquillaje aquel, Yeyé, Gabrielito, Gabriel, el hijo de Juan el Albañil».
Un tío con una bolsa en la cabeza es una novela negra original y muy lograda que describe una manera muy sucia de hacer política, que reflexiona sobre la corrupción y el poder, dos conceptos que casi siempre van de la mano. Me parece interesante la temática que desarrolla, pero soy de la opinión que el mayor logro de Alexis Ravelo es cómo lo hace. Consigue mantener la tensión narrativa hasta el final, algo muy difícil cuando estamos ante un monólogo y, por tanto, un solo personaje. Gabriel Sánchez Santana es un protagonista magníficamente elaborado que el lector se lleva consigo aun después de terminar la lectura.
La prosa de Alexis Ravelo es ágil, espontánea, rica en modismos canarios y con pinceladas de humor negro que nos sacan una sonrisa que agradecemos entre tanta miseria moral y ambiente opresivo. La ausencia de puntos y aparte y el uso frecuente de oraciones cortas nos obliga a una lectura apremiante; y nos falta el aire como le falta, cada vez más, al protagonista.
RESEÑA DE MANU
De Alexis Ravelo (Las Palmas de Gran Canaria, 1971) Un tío con una bolsa en la cabeza, su última novela, no es lo primero que leo. Hace unos años disfruté con El peor de los tiempos (2017), quinta y última, creo, entrega de la saga protagonizada por Eladio Monroy –«el Mike Hammer de la calle Murga»–, peculiar detective aficionado, pensionista de la Marina y experto en literatura, que golpea eficazmente usando tanto una porra desplegable como sus puños de acero. Aparte del éxito de esta colección –seguida por una legión de lectores–, con La estrategia del pequinés (2013) Alexis Ravelo ha obtenido el Premio Hammett a la mejor novela negra y el Premio Tormo que concede el club de lectura Las Casas Ahorcadas. Siruela Policíaca, editorial de la obra que hoy nos ocupa, ha publicado sus dos anteriores novelas: La otra vida de Ned Blackbird y La ceguera del cangrejo.
Con un título así no tiene mérito acertar que a nuestro protagonista de hoy estrechan a su cuello una bolsa (azul, de basura) a la que sus agresores han ¿olvidado? hacer siquiera un pequeño agujero respiratorio. Atado de pies y manos usando bridas de plástico unidas con sogas de pita, las horas del protagonista –Gabriel Sánchez Santana, «Gabrielo»– parecen estar contadas:
«Aún hay aire en la bolsa. Un aire que se va volviendo pesado. Un calor de la puta madre y el sudor que hace que la bolsa se pegue en la frente al inspirar y puede que hasta me esté colocando con el perfume ese que le ponen a la bolsa de basura para que no parezca de basura».
Angustioso inicio que, sin tener demasiado en común, me ha recordado al de la película El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, USA, 1950), donde el protagonista cuenta las últimas semanas de su vida flotando sobre el agua de la piscina en la que ha caído tiroteado, y, también, al de la novela de Fernando Marías Esta noche moriré (Destino, 1996), que narra una venganza meticulosa y atroz para cuya ejecución es necesario el transcurso de 16 años.
Película y novela, narradas en primera persona, requerían del discurrir de un tiempo ceñido para que sus tramas fueran articulándose con eficacia. Un tío con una bolsa en la cabeza comparte con ambas una misma capacidad contagiosa de apuro que hace que te sueldes al sillón y no te levantes porque su historia –llena de odio, rabia y violencia– aturde. La tensión psicológica que sustenta la narración está dosificada por esas revelaciones –oportunas e in crescendo– de las miserias humanas, unas miserias que elevan a altas cotas la maldad de las acciones en que se traducen.
Asistir a cómo se apaga la vida de una persona, evidentemente, provoca angustia en el lector.
Pero Ravelo no abusa de este efecto y permite a su Gabrielo que, con parsimonia y detallismo, rememore pasajes de una vida de ambición y derrota, cuyo progreso arranca desde las carencias de una familia humilde, pasa por desempeñar la concejalía de Deportes, Cultura y Festejos, y llega a su cima con la obtención de la alcaldía de la isla San Expósito (único, agobiante escenario de la novela). Con descarnado tono (al dirigirse al público, como si quisiera defenderse o incluso buscara su compasión ante él, Gabrielo parodia al juez penitente de La caída, de Albert Camus) el escritor canario desnuda la conciencia de su protagonista apoyándose en la utilización de una violencia impetuosa (y no estrictamente física) que termina por revolver el estómago de quienes asistimos a ella tan solo en calidad de testigos.
Estamos ante un thriller cuyas piezas funcionan con precisión y que no permite pausas porque mantiene un desarrollo vedado al decaimiento. Las cartas se ponen sobre la mesa en una sucesión de lances y sorpresas (discusiones, ajustes de cuentas, revanchas, accidentes de coche, ahogamientos, etcétera) que se fusionan sin artificio durante presente y pasado. Todo ello contado, durante los 29 capítulos sin numerar de Un tío con una bolsa en la cabeza, sin, insisto, el menor asomo de desfallecimiento.
A partir de la figura de Gabrielo la novela presenta un variopinto crisol de personajes (de albañiles y buscavidas a funcionarios municipales, los cuales, al tener el ayuntamiento de San Expósito un papel tan importante, resultan ser mayoría). El microcosmos que supone esta isla, a la que vemos pasar de la pobreza al esplendor turístico (logrado en aquellos años de pelotazos, enchufes y colegueos), conlleva una ríspida mirada a esa España de las últimas décadas.
Censando arribistas que con la llegada de la democracia (en este caso, a los ayuntamientos) supieron cambiar su chaqueta franquista, y alcanzando tiempos presentes en los que cualquier institución necesita de coaliciones para ser gobernada, Ravelo demuestra cómo en cuarenta y cinco años no ha habido giros de guion sustanciales en la peculiar manera española de hacer política. Y tomando prestada la voz de su personaje disecciona con envidiable pulso, como una apisonadora, su tesis, avanzando implacable para conseguir sus fines narrativos con un lenguaje realista que mezcla lo descriptivo y lo reflexivo sin esquivar la crudeza. Un tío con una bolsa en la cabeza resume una época y no hace referencia únicamente a la última crisis, que mostró su rostro más feroz; ambiciosamente levanta testimonio sobre lo que durante tanto tiempo se ha ido tapando. Porque lo que la mirada de Ravelo contempla, y sobre lo que luego levanta acta, no es otra cosa que la degradación de la política, su putrefacción ideológica entre tanto éxito momentáneo.
Paisajes envilecidos, lugares deshechos, rostros llenos de arrugas. Personajes como el padre –el albañil, Juan– que nada cuenta para su hijo al lado de Nicolás Umpierrez Bosch –el Viejo (su auténtico padre y mentor en el ayuntamiento)–, o el hermano –Feluco–, quien se conforma con una existencia gris y no quiere salir de la albañilería… todos parecen momificados. Y como contraste el lujo envilecido, favorecido por la trasformación del pueblo. Las grandes oportunidades que llegan en forma de comisiones, esas prebendas inherentes a cualquier cargo político que, en este caso, se ponen a tiro con obras de centros comerciales como el Sahara Center, negociando contratos con proveedores de servicios, haciendo recalificaciones de terrenos o adjudicando licencias de apertura para restaurantes de lujo en Siroco Beach.
En cada página de su nueva novela deja constancia Ravelo de un mundo progresivamente desarrollado y decadente a la vez, al que acaban por llegar los protocolos eternos para salvaguardar una «transparencia» a la que no se tarda en encontrar formas de burlar para continuar robando. Los saltos al pasado acentúan la sensación de pérdida porque el declive «siempre fue signo de los tiempos» –y siempre lo será, añadimos– como lo atestiguó, primero en 1975, aquel cambio de régimen político con esperanzas baldías de progreso y, después, crisis como las de 1993 o 2008 (de la que aún estábamos saliendo antes de la llegada de la covid) que obligaron a cerrar negocios convirtiendo a tipos prósperos y boyantes en seres amenazados con embargos y desahucios.
Gabrielo, narrador único, reconstruye sus ilusiones quebradas mientras se resigna a morir ahogado por una bolsa que ni siquiera sabe quién le ha puesto para –supone– robar los 5.000 euros de su última comisión. Rememora principalmente la complicada relación amor-odio con el Viejo y su forma de medrar en el ayuntamiento a través de una ambición que desconoció cualquier forma de piedad. Otros personajes lo acompañan en su ascenso y posterior caída: sus compadres Tano y Saulo, con quienes formó clan, la mujer, la abnegada Maru («miró por mí y miró por todos mientras yo me iba convirtiendo en el perfecto asqueroso, el perfecto abusón, el perfecto tirano») y el hijo, Yeray, que pronto descubre cómo su padre es un monstruo al que mejor no tratar. Viene luego la cohorte de abogados, concejales, correveidiles y empresarios, desvelados todos por una inteligencia en modo time lapse que los desnuda de forma destemplada:
«Joder, a ver si es verdad que tu cerebro sigue ahí, después de que la espichas, funcionando al galope, a ver si es verdad eso del tsunami cerebral y tú crees que sigues vivo aunque ya no lo estés».
Con el análisis de las ambiciones y mezquindades del alma humana Un tío con una bolsa en la cabeza trasciende del localismo a que el marco geográfico parecía encerrarla para convertirse en algo intemporal, universal. Refleja, además, la locura que se apoderó del mundo en una época donde todo parecía poco, aquella desaforada turbulencia del «y yo más» que se estiró hasta esa última crisis financiera que zarandeó al sistema antes del coronavirus. Una sima, personal y colectiva, ejemplificada en este Grabrielo, cada vez con menos aire en la bolsa y que no encuentra manera de agujerear, tirado en el suelo de esa lujosa casa que no sin esfuerzos ha levantado y que parece va a terminar siendo su tumba…
Los personajes que Gabrielo ha ido mostrando son, asimismo, víctimas de contradicciones, de sueños de juventud y de fracasos de madurez. Por mucho que puedan decir aquello de «que me quiten lo bailao», ahora se muestran perplejos, algunos hasta arrepentidos en su apocalíptico derrumbe.
Desplomes sobrevenidos más por causas de uno que ajenas, más por decisiones propias que de otros. Esta es la lección final que deja Un tío con una bolsa en la cabeza, aguda radiografía de estos tiempos «nuevos» y siempre salvajes en nuestro país.
ENTREVISTA CON ALEXIS RAVELO
PREGUNTA ANNA:
La novela muestra una manera muy sucia de hacer política heredada de nuestro pasado franquista, que sigue vigente a día de hoy. Es además una reflexión sobre la corrupción y el poder.
¿Qué es lo que le ha llevado a tratar estos temas en Un tío con una bolsa en la cabeza?
En su pregunta va incluida la respuesta: que sigue vigente a día de hoy. Tal y como entiendo el género, su principal tema es la violencia. Me preocupa la violencia económica, la violencia estructural, que, en muchas ocasiones, está en el origen o es catalizadora de la otra violencia, la física, más explícita. Pretendía (pretendo) indagar en sus mecanismos, en su origen, en su naturaleza; preguntarme si es sistémica o, si, por el contrario, es accidental o coyuntural y, por tanto, si se puede hacer algo para acabar con ella o, al menos, para mitigar sus efectos.
Cuando se normalizan ciertos comportamientos se cruza una línea, un punto de no retorno, ya no es posible desandar el camino recorrido. Como dice Gabriel: «Por supuesto, en ese momento ya te has convertido en lo que ahora llaman un corrupto. Pero que nadie se rasgue las vestiduras: no hay corrupto sin corruptor». (pág. 126) Visto lo visto, parece que vamos sobrados en España de uno y de otro.
¿Cree que es posible a día de hoy hacer política de manera honesta, pensando en los intereses de los ciudadanos y no en los individuales del político de turno?
Me gustaría entender que sí y, de hecho, me consta que muchas personas de diferentes sectores ideológicos entran en política precisamente para eso. Si algunas se echan a perder, quizá eso tenga que ver con que la lucha contra la corrupción en nuestro país viene lastrada. Piense usted en algunas de las macrocausas contra la corrupción que han logrado llegar a los tribunales y conseguir condenas firmes: algunos de los corruptos han llegado a ser condenados, pero los corruptores, los sobornadores (los «donantes») han quedado en libertad y haciendo negocios, algunos sin tan siquiera el más mínimo reproche penal. ¿Qué les impide sobornar al siguiente dirigente que llegue al poder? Porque sus empresas siguen ahí, trapicheando con lo público. Puede que nuevas normativas, dictadas por la búsqueda de la transparencia, se lo pongan un poco más difícil, pero siempre habrá mecanismos para sortearlas.
Eso sin entrar en el asunto de cómo esas empresas pueden manipular a la opinión pública, financiar corrientes de opinión o hasta patrocinar medios de comunicación, falsas organizaciones no gubernamentales y hasta partidos políticos que defiendan sus intereses.
Así pues, el problema no es, creo, la política, sino cómo es manipulada por parte de poderes como los económicos.
Según vamos conociendo la vida personal de Gabriel es inevitable no sentir compasión por él; además, está a punto de morir por lo que acaba apareciendo la persona que el político esconde.
¿Buscaba esa compasión al desarrollar el personaje? ¿Hay un interés por su parte en «absolver» al Gabriel hombre y en «condenar» al Gabriel político, en diferenciar los dos perfiles?
Cuando un delito sale a la luz, tendemos a etiquetar al delincuente. En este caso, etiquetamos al corrupto, lo apartamos de la sociedad y así pensamos que no tiene nada que ver con nosotros, que es una excepción en el orden, que, castigado él, ya no volverá a pasar. Yo no soy cura, así que lo de absolver a la gente no es de mi negociado. Soy escritor y me interesa hacerme preguntas sobre el ser humano. Hasta en la persona más vil, hay un ser humano capaz de sentir, de amar o de ser amado. Eso no hace que sus acciones sean menos reprobables, pero pienso que deberíamos buscar siempre lo que nos asemeja a ella. Quizá así sería más fácil entender cuál ha sido el camino que la ha conducido (que podría conducirnos a nosotros mismos) a hacer el mal a los demás.
He leído en una entrevista que se puso una bolsa en la cabeza para cronometrar cuánto puede aguantar una persona en esa situación. Me gustaría que nos contase por qué lo hizo y cómo lo llevó a cabo.
Por una mera cuestión de documentación. Opino que para que una ficción funcione, ha de ser verosímil. En mis novelas, las coreografías de acción, por ejemplo, suelen estar muy medidas y estudiadas, porque prefiero, en ese sentido, ofrecer verismo antes que espectáculo. En este caso, el tiempo de ficción era el que tarda un cincuentón fumador y algo grueso en asfixiarse con la cabeza metida en una bolsa de basura de 30 litros, pero yo no era capaz de conseguir que nadie me dijera una cifra más o menos exacta de minutos. Yo soy fumador y bebedor, pesaba en ese momento 110 kilos e iba para los cincuenta, así que opté por la opción más lógica: tomé una bolsa de esas características, me la puse en la cabeza y activé el cronómetro de mi teléfono móvil.
Hay que decir que lo hice solo para calcular el tiempo, pero la experiencia me permitió hallar otras cosas que he utilizado en la novela, como la dificultad para romper la bolsa con los dientes o el juego con el olor o los colores.
El personaje protagonista es narrador, es víctima y es quien investiga su propio asesinato.
¿Por qué aunar estos tres papeles en un solo personaje?
Todo esto vino dado por la idea inicial. Cuando estás pensando una novela, muchas veces solo tienes que dar con un planteamiento que te sirva de resorte a la ficción y lo demás va colocándose en su lugar, casi como si estuviese así desde el principio y tu única función fuese descubrirlo. Al proyectar una novela que transcurriese en la cabeza de un alcalde corrupto metido en esta situación, lo demás fue surgiendo de forma natural. Además, me parecía una broma interesante: mostrar que puede escribirse una novela negra sin muchos de los tópicos que suelen atribuírsele. Está explicado en algún momento de la propia novela.
¿Cuáles fueron las principales dificultades con las que se encontró, si es que las hubo, y cómo las solventó?
Problemas de posición de narrador, sobre todo, que solucioné estableciendo convenciones casi intuitivas con el lector. Y, claro, también de estilo: tuve que ingeniármelas para hacer literatura con el léxico muy limitado de un señor muy bruto. Y, luego, sobre todo, dificultades de atmósfera y ritmo: la novela debía ser claustrofóbica, pero no tanto como para que agobiara al lector y acabara abandonando la lectura. Y ahí opté por usar técnicas clásicas de contrapunto.
Todo el peso de la novela recae en el personaje de Gabriel y el monólogo interior nos sirve para conocer en profundidad sus pensamientos y reflexiones.
¿Cree que en la novela negra actual hay un exceso de acción, y esto va en detrimento del desarrollo psicológico de los personajes?
No soy crítico. Pero como lector veo ese problema no solo en la novela negra. Quizá es una cuestión de lenguajes y códigos de otras disciplinas. Una novela no es un telefilm: nadie te obliga a ofrecer un giro argumental cada diez minutos. Es un tiempo distinto, el tiempo de la palabra. Y, como decía Italo Calvino reproduciendo un proverbio popular, el cuento no lleva tiempo. Sin embargo, parece que hay una cierta forma de entender la narrativa (la producción de libros, más bien) como un sustituto del relato audiovisual. A mí esa manera de trabajar no me interesa. Ni como lector ni, mucho menos, como autor. Si los argumentos de mis novelas funcionan y son adaptables, bien, no tengo nada en contra; pero cuando escribo novela escribo novela.
¿Cree necesario explorar otra manera de afrontar el género negro?
El género está siendo afrontado de maneras muy distintas desde siempre. Nunca ha dejado de haber autores y autoras que no seguían la corriente mayoritaria y buscaban modos distintos de contar. Piense en David Goodis, Patricia Highsmith, Friedrich Dürrenmatt, Leonardo Sciascia o Jean-Patrick Manchette, que hoy son clásicos. ¿Disparen sobre el pianista, El talentoso Mr. Ripley, La promesa, El contexto o Fatal no son novelas que afrontan el género negro de manera distinta con respecto a las corrientes mayoritarias de sus respectivos contextos culturales? O, en las últimas décadas, gente como Raúl Argemí, Rosa Ribas, David Llorente, Gabriela Cabezón Cámara, Carlos Zanón, Horacio Convertini (dejo de citar aquí, porque hay una larga lista) me resultan muy originales en sus modos de contar dentro del género. Ocurre que ciertas formas de escritura, más, digamos, convencionales, pueden ocupar más espacio público. Pero siempre hay voces más personales, que afrontan el género de manera diferente.
PREGUNTA MANU:
En una reciente película argentina, Marea alta, la protagonista se venga de un hombre amarrándole una bolsa, también sin orificios, al cuello. El sujeto tarda minuto y medio en morir. En su novela, gracias a la serie de interesantes sucesos que rememora, el lector concede que Gabrielo viva el tiempo que dure la lectura del libro; es decir, que aguante con la bolsa las horas necesarias para terminar de contar su terrible historia. Es gran mérito del novelista falsear así el tiempo real para llevarlo a su terreno narrativo…
¿Fue consciente de que manejar a su antojo para sus fines dos tiempos, el real y el narrativo, pudo llevarle a la inverosimilitud?
Creo que hay un malentendido: el tiempo de ficción (creo que usted se refiere a él como “tiempo real”) de la novela es poco más de un cuarto de hora. Unos diecisiete minutos. Gabrielo no aguanta horas con la bolsa en la cabeza; nadie podría. El tiempo de ficción en esta novela no está falseado. Con lo que se juega es con el tiempo psicológico y con la digresión, para ralentizar el tiempo narrativo y que este me permita contar lo que he de contar. Esa es una gran ventaja de la literatura con respecto a otras disciplinas: podemos jugar con el tiempo a nuestro antojo. Y, en ese sentido, mi novela es bastante clásica, no es nada novedosa. Piense en textos como La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño o Malone muere, de Samuel Beckett, que emplean esa técnica. Y, en cuanto al uso de la digresión, recuerde cómo Laurence Sterne la usa para dilatar el tiempo de Tristram Shandy hasta casi el absurdo. Así que entendí que ese riesgo no existía. Existían otros, pero ese no.
A medida que menos oxígeno queda en la bolsa, la clarividencia de Gabrielo se hace más lúcida y corrosiva.
¿Le parece que Gabrielo hubiera llegado a esos ásperos análisis del alma humana (empezando por la suya propia), a sus ambiciones y mezquindades, en circunstancias no tan adversas?
Creo que no. Creo que es cuando le vienen mal dadas cuando surge esa agudeza, especialmente en lo que respecta al análisis de sus propios comportamientos.
Aunque se haya editado en tiempos de pandemia, compruebo que su novela está terminada mucho antes de la llegada de la covid a España. Son feroces los ataques de Gabrielo a aquella cultura del pelotazo previa a la última crisis financiera que desmanteló esa forma de hacer «negocios».
Respecto a esto, ¿participa del mismo análisis de su protagonista respecto a la política española a partir de la muerte de Franco?
Gabriel lo enuncia de forma muy cínica y sacando unas conclusiones que no son las mías, pero los datos objetivos no hay manera de obviarlos.
Con la llegada de la covid 19, la visión tan negativa, nihilista, de Gabriel Sánchez Santana, ¿hubiera aumentado si cabe o, por el contrario, hubiera visto en la propagación de este virus, que causa millones de muertos, una oportunidad para reajustar y reestructurar el orden mundial?
Gabriel no. Gabriel, en realidad, no ve más allá de sus narices. Incluso habría podido buscar en esta desgracia una oportunidad de negocio. Llámeme suspicaz, pero yo me huelo que, en estos meses terribles, más de un Gabrielo lo ha hecho.
Gabrielo se ceba con la estructura familiar. Empezando por la suya –de la que pronto consigue escapar– y a la que lanza constantes puyas, y siguiendo por la creada por él, con su mujer Maru y sus hijos Yeray y Gabito. Tanto a su padre como a su hermano Feluco Gabrielo los encuentra sin nada que aportar. Y a su mujer e hijos, volcado en su ambiciosa vida pública, deja de hacerles caso temprano. Él encuentra su auténtica familia en el ayuntamiento de San Expósito, sobre todo en el Viejo, Nicolás Umpierrez Bosch, «Colacho». Es este un personaje logradísimo. El último alcalde franquista de San Expósito y el primero de la democracia resulta convincente –«y listo como perro hambriento. Uno de esos tíos a los que se lo das todo porque tienen un buen déjame entrar. Eso fue justo lo que hizo: entrar hasta la cocina y abrir la despensa»–.
¿Cómo llega a Colacho, tiene algún modelo real?
Colacho es un personaje que tiene mucho de simbólico, pero está formado a retazos de diversas personas reales. Algunas han fallecido y otras están aún por ahí. Sin embargo, al construirlo, me ganó lo simbólico, porque para mí representa muchos de los males que nuestro sistema democrático heredó del franquismo.
Que Gabrielo acabe ocupando su puesto y sea quien deba decirle que su tiempo en la política ha terminado, ¿tendrá algo de freudiano, de eso que se llama «matar al padre»?
No lo había pensado, pero es muy posible. Si se fija, luego el propio Gabrielo teme que sus acólitos le hagan lo mismo que él le hizo a Colacho. La idea ahí es que ciertos comportamientos inicuos van variando de formas y de personas, pero persisten en el tiempo.
Pasar de ser una isla pobre y sin atractivos a lugar puntero para el turismo internacional… ¿es esta transformación de San Expósito extrapolable a otros destinos turísticos canarios y españoles?
Sin duda. Yo hice San Expósito con retazos de municipios canarios y de otros muchos municipios de la costa española que conozco más o menos bien.
¿Vivió en las islas cuando tuvieron lugar las transformaciones económicas y de infraestructuras con las que Gabrielo –y otros como él– se enriquecieron durante aquellos años del «y yo más»?
Sí. Nací en 1971. Crecí viendo ese proceso. Además, durante mi adolescencia y mi juventud mi medio de vida fue la hostelería y la restauración. En el caso canario, existía un modelo turístico sostenible, culturalmente enriquecedor y económicamente exitoso, propuesto desde los años sesenta por César Manrique en la isla de Lanzarote (hablo de ello en mi anterior novela). Pero, desgraciadamente, el que triunfó fue el modelo de sol y playa, que, aunque reportaba grandes beneficios individuales a corto plazo, resultaba devastador para el medio, socialmente pernicioso y muy frágil y volátil desde un punto de vista económico. El enfoque de nuestra economía en el monocultivo de ese modelo ha sido devastador para nuestra sociedad; hemos visto sus consecuencias en cada una de las crisis económicas periódicas y, hoy mismo, dadas las características de la actual, lo estamos volviendo a vivir. Pero poco o nada se ha hecho para dar marcha atrás.
Tras esta novela de no muy larga extensión pero de una intensidad que, supongo, lo habrá dejado exhausto, para tomar aire quizá retome a su amigo Eladio para lo que sería su sexta investigación.
¿Se dispone a hacer esto o, por el contrario, tratará de sorprendernos con otra obra de argumento inolvidable como el de Un tío con una bolsa en la cabeza?
Las dos cosas. Acabo de terminar una novela que, como esta, dejaré en nevera durante un tiempo, y ahora estoy escribiendo la sexta de Eladio Monroy. Yo necesito volver a Monroy de cuando en cuando. Es volver a casa, volver al barrio, poder llamar hijos de puta a los hijos de puta y descargar muchas de mis rabias y mis frustraciones (que, acaso, sean las de algunos lectores). Pero también necesito hacer cosas distintas, salir de la zona de comodidad y ponerme retos a mí mismo, como ha ocurrido con Un tío con una bolsa en la cabeza. Más que nada, para aprender, que es para lo que me dedico a este oficio.
©Reseña y entrevista: Anna Miralles y Manu López, 2020.
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