Novelas por entregas, Capítulo 18 por Ignacio Barroso

O´Connor se ha convertido en el portador de malas noticias por excelencia que precede a visitas incómodas y poco deseadas. Algo así como un aperitivo previo a la indigestión.
Primero fue con la noticia de la muerte de Russell. Primera página en varios periódicos de tirada nacional. «Asesinato de un policía en Los Ángeles», «todo apunta a un crimen pasional», «posible vinculación del agente M. Russell en una trama de pornografía homosexual». Nada que no supieras o no hubieras previsto, pero que no tardó en materializarse en un miedo visceral que te hacía permanecer inquieto y alerta. La sombra de Patterson era demasiado alargada y solo era cuestión de tiempo que se cruzara en tu camino.

Y eso fue justamente lo que pasó.
Tu pupilo había pasado a recoger su asignación semanal a cambio de algo de información sin sustancia sobre los movimientos de la hierba de los McGergor en la zona rica de la ciudad, y acto seguido llegó el encuentro con el capitán Patterson. Cara de pocos amigos. De poli chungo de los de verdad, de los que te pegan un tiro en la nuca y zanjan el problema que les ha llevado hasta ti sin molestarse en amenazarte ni nada por el estilo. Sus ademanes cortantes, trasmitiendo un mensaje conciso y cortante, como la navaja de un barbero con Parkinson apurando tu afeitado en la nuez. No he venido a que me tomes el pelo.
Pasando, previamente, por un intento de interrogatorio en plan colegueo, de buen rollo. Preguntas obvias, preparando el terreno para que te confiaras y bajaras la guardia antes de entrar en faena.
—¿Qué tal va todo, Sulivan? Pasaba por aquí y he decidido pasarme a saludar. A ver qué tal estabas. Veo que estás enterado —mirada suspicaz hacia los periódicos amontonados sobre la mesa—. Una verdadera lástima lo de Russell. Era un buen tipo— cambio de tercio. Tú, sentando indicándole con la mano que tomara asiento frente a ti. Él, aceptando con una sonrisa amenazadora en la cara—. ¿En qué andas metido? ¿Sigues con el asunto de los McGregor?
Movimiento negativo de cabeza. Gesto ofendido, de no haberle roto el brazo a un detenido en la puta vida. Patterson asintiendo, fingiendo satisfacción.
—Haces bien, Sulivan. Ya te dije que era un caso cerrado —pausa calculada para encenderse un cigarrillo—. Te mueves por un ambiente un tanto alejado de la legalidad. Ya sabes. Este barrio… La calle… No sé, la gente habla cuando se le pregunta. Aún es pronto para que nadie se haya ido de la lengua, pero supongo que no habrás oído nada sobre lo de Russell, ¿me equivoco?
—Patterson —tu voz sonando casi ofendida. Te sientes Marlon Brando en Rebelión a bordo, camino del éxito—, tú mismo lo has dicho. Es demasiado pronto.
Tu camino al estrellato a la mejor interpretación quebrándose. Laurence de Arabia llevándose todos los premios de la Academia y tú con cara de gilipollas. Patterson dando un puñetazo en la mesa. Una fina nevada de ceniza y papeles rebotando en el tablero. Sus ojos fulminándote. Los músculos de la mandíbula tensos, crispados.
—¡Sulivan! No soy gilipollas. Sé que sigues metido en esa mierda de los McGregor. Te estás metiendo en un lío demasiado gordo. Russell estuvo pidiendo archivos del caso —miedo. Acojone pleno. Un revólver apareciendo de la nada en la mano de Patterson, apuntándote de lleno en la cara—. Y, casualidades de la vida, aparece muerto de la noche a la mañana. ¿Crees que me chupo el dedo?
Intento de tragar saliva fallido. Sudor en las manos. Patterson fuera de sí, como un animal malherido dispuesto a morir matando. Temblor en tu mentón. Pupilas dilatadas. Respiración entrecortada. .
—Patterson, no sé nada. Lo juro por Dios.
—No metas a Dios en esto —el cañón firme y amenazador, fijo en ti—. Te lo voy a preguntar solo una vez más. ¿Qué sabes de la muerte de Russell?
—Nada.
—Sulivan, no juegues conmigo —el dedo presionando levemente el gatillo. El percutor haciendo un movimiento a cámara lenta hacia atrás. El tambor girando—. ¿Qué tienes que ver con la muerte del agente Russell?
—Nada.
El dedo terminando su mortal recorrido. Tú, cerrando los ojos con fuerza. Clic. Tus esfínteres vaciándose por completo. Un charco caliente de orina en el suelo. Temblores. Patterson poniéndose en pie. Tú, abriendo los ojos aterrado al escuchar el arrastrar de la silla.
—Está bien, Sulivan. Te creo —el arma volviendo a desaparecer como Houdini en mitad de una función—. Seguiré investigando. Volveremos a vernos, y, tal vez, quién sabe, la próxima vez quizá venga con balas.
Un suspiro de alivio. Patterson largándose a toda velocidad. La puerta cerrándose con fuerza. El nerviosismo dando paso al llanto. A la mierda la abstinencia. La necesidad de beber adueñándose de ti como el napalm de los campesinos vietnamitas que estaban en el lugar equivocado en el momento menos oportuno, aunque las cámaras de la NBC y demás plumillas deberían haberles servido de advertencia. Es hora de salir a la calle y ahogar el miedo en un bálsamo etílico.

Segunda entrega.
Dos días más tarde. La ginebra te ha dado ardor de estómago. Sientes náuseas cada vez que eructas. La puerta vuelve a abrirse. Entra O´Connor. Te mira desde la entrada. Parece abatido. Cansado. Se acerca hasta la mesa, despacio. Las manos metidas en los bolsillos. La mirada fija en el suelo.
—Cuéntame, chico —dices, arrastrando las palabras. Te sientes jovial, el alcohol ha trasformado el miedo en ganas de diversión. En beber hasta perder el conocimiento o morir apuñalado en una refriega en la puerta de algún tugurio, lo que llegue antes—. ¿Qué has descubierto?
—¿Has vuelto a beber? —pregunta, sin atreverse a mirarte.
Te sientes insultado por ese mocoso. ¿Quién coño es ese yonqui para meterse en tus cosas? Sí. Has vuelto a beber. ¿Y qué? ¿Qué problema hay? Llevabas demasiadas semanas sin empinar el codo. Todo superado. Nada de remordimientos ni voces dándote ánimos a volver a hacerlo una última vez. Una última copa de despedida ni gilipolleces por el estilo. Has vuelto a beber porque lo necesitabas. Él no sabe nada; ni puta falta que le hace.
—Ya veo —dice en plan insolente—. Sí, has vuelto a beber.
Sientes ganas de levantarte y cruzarle la cara antes de ponerle de patitas en la calle. De vuelta al arroyo del que le sacaste mientras nadaba entre la mierda y ni se ha molestado en agradecértelo.
Pero te contienes. Tu nivel de alcohol en sangre aún no es tan alto como para volver a convertirte en la bestia furiosa y sádica que fuiste en el pasado. Aún no. Apoyas las manos en el tablero de la mesa y le miras. Sus pómulos carcomidos por la intemperie y las ojeras que rodean sus ojos hacen despertar en ti algo parecido a la lástima. Quizá él también pasara por algo traumático que le llevara de cabeza a la droga, piensas.
—Sí, O´Connor. He vuelto a beber —dices al fin, ruborizándote como un colegial al que regañan por sus malas notas—. Ya lo he dicho, ¿contento?
—No, Dax. No. El alcohol…
—Métete en tus cosas, muchacho. Dime lo que quiero oír. ¿Qué has descubierto? La última vez no me contaste gran cosa, así que hoy te toca trabajar gratis.
Sus ojos brillan de una manera extraña. No estás en condiciones de interpretar mensajes ocultos en la mirada de un drogadicto que no llega a los veinte años y que habrá muerto antes de llegar a los veinticinco. Se relame como una serpiente y sonríe, al fin. Su preocupación parece esfumarse. Abre la boca. Sus dientes, blancos como lo cocaína, resaltan entre la capa de mierda que lleva adherida al rostro. Porque eso es lo que es Edward O´Connor: un jodido cadáver andante.
—Está bien, Dax —dice con voz cansada—. He estado preguntando. He tenido que pedir favores. He sobornado a unos cuantos…
—Abrevia, chico —al parecer,la ginebra además de ardor de estómago, ha traído consigo la mala hostia y la poca paciencia de otros tiempos.
—De acuerdo. La respuesta es sí. Hay un local muy turbio en Bel Air que lo llevan dos marineros. Antes lo llevaba un tío que desapareció —hace un elocuente gesto con el pulgar a la altura del gaznate—. Nadie sabe nada de él, de qué le pudo pasar ni dónde puede estar. Pero eso no importa mucho. Allí dentro venden una hierba muy potente que al parecer les pasan unos polis corruptos. La incautan, la cortan y se la entregan para que la distribuya.
—Nombres, ¿tienes algún nombre?
—No. Nadie sabe, o dice no saber, quiénes son los pasmas que están en el ajo. Les sirven dos veces al mes. Recogen la pasta, hacen la entrega y se largan.
—¿Cuándo fue la última entrega?
—¡Joder, Dax! Yo qué sé. La gente a la que he estado preguntando no lleva un calendario encima. Bastante tienen con distinguir el día de la noche.
Bajas las revoluciones. Enfadándote no vas a llegar a ningún lado.
—¿Sabes qué tipo de gente va a ese local?
—De todo. Policías. Actores y actrices. Deportistas. Putas de lujo. Chaperos de altos vuelos. La misma mierda con la que nos codeamos en este lado de la ciudad, pero con pasta.
—Perfecto, O´Connor. Buen trabajo.
Tu cabeza empieza a librarse del entumecimiento alcohólico. Dos entregas al mes. Las plantas de McGregor floreciendo. Listas para ser recolectadas. El tiempo es oro, o, en este caso, resina. ¿Una visita al jefe? ¿Bajo qué pretexto? No. Imposible. Hay que ir con tiento. Has leído el diario de Willy. Saben que estás al tanto de los negocios con la poli. Eso no tendría por qué ponerlos nerviosos, pero la muerte de Russell sí.

Patterson.
Mierda. Sus amenazas te hacen tragar saliva.
Enciendes un cigarrillo. Necesitas pensar. Te estás desviando del asunto. Willy McGregor desapareció. Te pagan por encontrarlo, no por jugar a los héroes y desmantelar una organización de polis corruptos que se ganan un sobresueldo vendiendo mierda.
Das una calada. O´Connor sigue allí, a la espera de recibir órdenes. Le indicas con un gesto que se marche. Necesitas estar solo y poner en orden tus ideas. El chaval obedece sin rechistar. Cierra al salir. Abres el cajón de la mesa. Sacas la botella de ginebra. Te recuestas en la silla. Bebes a morro. Das una calada. Toses. Las ideas se aclaran. Aún hay un modo de ir a visitar a McGregor sin levantar ningún recelo…

 

©Novela: Ignacio Barroso, 2020.

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