La revancha por Txema Arinas

Por fin lo pillamos solo, lejos de su barrio y de su gente, desprevenido, a nuestra merced. Ahora sí, se va a enterar el muy cabrón.

  • ¿Qué pasa, no te acuerdas de nosotros?

Claro que se acuerda, aunque ahora lo niegue porque se ve acorralado. Hace menos de dos semanas él y los dos pasmarotes que lo acompañaban nos dieron el palo junto a la estación del tren de cercanías que hay en nuestro barrio. A plena luz del día, a la vista de cualquiera que pasara por allí. Nos sacó un chuchillo jamonero mientras sus dos colegas se partían el culo al ver el gesto de espanto que poníamos. Un cuchillo jamonero, sí, de los que tiene todo el mundo en la cocina de casa. Mi viejo cuenta -de hecho, siempre está con sus putas batallitas, como si alguna de ellas me sirviera de consuelo- que en su tiempo los quinquis llevaban navajas, que por eso muchos de los que eran asaltados luego se agenciaban una por si les volvían a salir al paso y había que hacerles frente. Cualquier cosa con tal de no volver a pasar por la misma humillación que pasamos nosotros; la peor de todas, la impotencia. Ahora, si luego, y por lo que fuera, sus viejos les pillaban la navaja en casa eran ellos los que se convertían en quinquis ipso facto y se les podía caer el pelo. Eso y que una navaja, o un cuchillo jamonero como ese roñoso con el que ese puto macarra nos amenazó para sacarnos menos de cinco euros, ya son palabras mayores. A poco que le pinche a alguien ya has cometido un delito de sangre. Y nadie, empezando por el macarra y sus colegas, quiere que corra la sangre. Por eso dudo que tuvieran intención de pincharnos, como mucho amedrentarnos para que les diéramos todo el dinero que llevábamos encima y que, insisto, no llegaba ni a cinco euros. Sin embargo, por eso mismo, porque estábamos casi seguros de que no se habrían atrevido a pincharnos con el cuchillo en el caso de habernos negado a entregarles el dinero, nos humilló tanto habérselo entregado sin ofrecer resistencia. Porque esa es la palabra: humillación.

 No sé qué se nos pasó por la cabeza en ese momento. Supongo que nos quedamos paralizados por la sorpresa de vernos atracados por primera vez en nuestra vida, incapaces de aceptar con la respuesta ante una situación para la que no estábamos preparados con quince años, atónitos incluso ante el dilema que se nos planteaba en aquel momento por primera vez en nuestras vidas: sucumbir o no a la amenaza más que improbable de ser rajados por un macarra de barrio. Porque los otros dos que lo acompañaba no cuentan. El único que nos amenazaba con un cuchillo era él. Los otros dos eran poco más que su comparsa. Puede que estuvieran allí de meros espectadores de la hazaña de su amigo. Al fin y al cabo, el chaval es conocido en la ciudad por su, digamos, ya dilata actividad delictiva, por decirlo de alguna manera. Poco más que pequeños hurtos en comercios, garajes, colegios y algún que otro palo a niñatos como el que nos dio a nosotros. Eso sí, siempre lejos de su barrio. Otro motivo para sentirnos humillados. Vamos, todo un figura con una carrera prometedora por delante, un verdadero deshecho social que dice mi padre, un caso perdido si no se le coge a tiempo, que dice mi madre, carne de juzgado de menores, insiste mi viejo.

Pues de eso mismo va lo de hoy, de parar los pies a este quinqui de mierda, en realidad un macarrilla del tres al cuarto en palabras de la chavala de unos de mis colegas, la cual lo conoce del instituto del que acabaron echándolo porque solo iba de tanto en tanto y siempre para montarla, que se ve que, como el chico no tiene muchas luces, en cuanto un profe lo ponía en evidencia se lo tomaba como una afrenta personal en toda regla y al rato se liaba a guantazos con él. Nuestro plan de venganza consistía básicamente en esperar pacientemente a que un día volviera a aparecer por nuestro barrio solo y desprevenido. Lo sé, un plan absurdo, a la altura de los pardillos que somos; pero, es que tampoco íbamos a ir a buscarlo hasta su barrio para luego salir trasquilados. Claro que tampoco lo fiábamos todo a cruzar los dedos. No, porque hemos tenido la suerte de tener la ayuda de esa amiga a la que me refería antes, la cual, como ya ha tenido más de un encontronazo con él y sabe por dónde se mueve, nos ha proporcionado la información necesaria para saber cuándo va solo y a dónde, en este caso a visitar a su abuela en la otra punta de la ciudad, y, lo más valioso de todo, aquello por lo que le estaremos agradecidos a la chavala hasta el final de nuestros días, atravesando siempre nuestro barrio. Gracias a ese dato hemos podido interceptarlo un día como hoy justo cuando cruzaba el descampado que hay no muy lejos de la estación del tren donde él y sus amigos nos dieron el palo.

  • ¿Qué, ya no somos tan valientes cuándo estamos solos sin los colegas?

No lo he podido evitar, me ha salido del alma en cuanto he escuchado su contestación con la misma chulería con la que nos dio el palo aquel día, que a ver de qué iba él a tener miedo, ¿de unos putos críos como nosotros? Un golpe en toda la cara con el trozo de manguera que me agencié en el taller de mi tío, uno de los muchos que suele tener esparcidos por el suelo donde guarda el material de su empresa de jardinería. Un trozo de manguera para hacer daño sin provocar lesiones irreparables.Y le ha dolido, vaya que si le ha dolido. No diré que tanto como a mí comprobar que, lejos de intimidarlo con nuestra presencia, el muy cabrón va y se nos pone todavía más chulo como si todavía pudiera estar en condiciones de acoquinarnos a nosotros y no al revés. Se lo tiene muy creído el Al Capone este de barrio. Pues ahí le va otro manguerazo en todo el muslo, y otro y otro, los que hagan falta hasta que se ponga de rodillas para suplicarnos perdón.

  • ¿Todavía te atreves a amenazarnos?

Ya imaginaba que se resistiría, le va en ello su prestigio como matón del tres al cuarto. Al fin y al cabo, en esta ciudad tan canija todo acaba sabiéndose y, en cuanto se enterasen sus colegas, y huelga decir que sobre todo sus víctimas, de que alguien le había puesto en su sitio, esto es, de rodillas, sobre todo alguien como nosotros, unos simples chavales de nuestro barrio, se le acababa ya el chollo, nadie más volvería a verlo como un peligro, todo lo más un raterillo del tres al cuarto que se viene abajo a la primera hostia que le calzan en serio. Ese y no otro era el propósito con el que he convencido a mis amigos para prepararle esta encerrona. Queríamos una revancha en toda regla por la humillación del otro día, devolvérsela por partida doble, puede que en realidad resarcirnos con nosotros mismos por nuestra cobardía. Claro que eso era exactamente lo que me insinuaba mi viejo el día que nos dieron el palo, siempre con ese puto gesto de decepción que parece dibujársele en la jeta cada vez que abro la boca, cuando le aseguraba, tengo que reconocer que fuera de mí, que me habría gustado darle una paliza al puto macarra hasta dejarlo inútil para el resto de su vida. Sin embargo, la verdad es que ambos sabíamos que exageraba llevado por rabia que me embargaba en aquel momento. Rabioso sobre todo conmigo mismo por haberme comportado como un pardillo. De lo contrario nunca habría podido convencer a mis amigos de que el único propósito de la encerrona, y muy en especial el del trozo de manguera, no era otro que obligarlo a ponerse de rodillas hasta que nos suplicara perdón, a ser posible entre sollozos, humillado. Ahora eso ya no es posible, ahora sé que tengo que aplicarme con la manguera si quiero doblegar su chulería hasta que ésta deje de recordarme la humillación sufrida aquel día.

  • ¡Venga, repite lo que has dicho! ¿No eres tan valiente?

Lo tengo hecho un ovillo en el suelo. Y digo bien: lo tengo, porque mis amigos hace ya un rato que han retrocedido varios pasos asustados por el cariz que está tomando la cosa. Cobardes, rajados, nadie dijo que la violencia fuera un juego de niños. Estoy solo frente a un bulto humano que me ofrece su espalda encorvada a la vez que protege su cabeza con las manos en previsión de que mi trozo de manguera pueda desfigurarle la cara o dañar los órganos de su cuerpo más expuestos a mi furia.

  • ¡Jura que no volverás a aparecer por nuestro barrio!

Ha sido escuchar que me mandaba a tomar por culo y no poder contenerme. Ahora no son solo manguerazos sobre su espalda, también propino patadas contra el saco de mierda que tengo delante. Entonces me doy cuenta de que no bromeaba, ni siquiera exageraba, cuando le decía al viejo que me habría gustado darle la paliza de su vida al hijo de puta al que le debo haberme sentido humillado, impotente, menguado, por primera vez en mi corta vida. De hecho, creo que se la estoy dando y con creces. Y lo que ya no sé si es mejor o peor; estoy disfrutando de lo lindo. Si no me para alguno de mis amigos no sé hasta dónde puedo llegar. Ya no soy yo, no respondo a razón alguna, es la ira la que se ha adueñado de mis actos y me impide pensar en frío, sobre todo cavilar las consecuencias de lo que estoy haciendo. Necesito que alguien o algo detenga la furia que se ha adueñado de mis extremidades antes de que cometa una desgracia.

  • ¡SANGRE, SANGRE!

Mis amigos gritan “sangre” a varios metros de donde me encuentro. ¿De donde viene esa sangre? Me temo lo peor y acierto. Un exiguo pero terso reguero de sangre aflora debajo de la cabeza de mi enemigo. Enseguida adivino que ese rojo sanguíneo es lo mas parecido a una alarma que salta de improviso en mi cabeza. El trozo de manguera que de repente me ha otorgado un poder que no había imaginado antes, queda suspendido en el aire al instante y las patadas otro tanto. Esa sangre es un borrón, no solo sobre la hierba lacia y sucia del descampado, sino también, o en especial, sobre mi conciencia.

-¿Te das cuenta de la barbaridad que acabas de decir? ¿Qué pretendes, ponerte a la misma altura de esa persona que dices que te ha humillado, convertirte tú también en un macarra, un matón, alguien al que todo el mundo tema tanto como desprecie? ¡Le quieres dar a un chaval como tú la paliza de su vida por cinco míseros euros!

©Relato: Txema Arinas, 2020.

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