Novela por entregas, (Capítulo 7) por Ignacio Barroso
A los pocos días sales del hospital libre de cargos. Patterson y sus cachorros no se molestaron en hacerte otra visita. De hecho, salvo las enfermeras de rostro serio y aspecto de estar siempre a punto de dar una mala noticia, el médico que te trataba y un grupo de estudiantes de rostros soñolientos y las hormonas disparadas, nadie más entró en tu habitación. Lo que se tradujo en tiempo para pensar. Quizá demasiado tiempo para pensar y alimentar paranoias próximas a la camisa de fuerza, terapias electroconvulsivas y una habitación de paredes acolchadas a las que dar cabezazos cuando la medicación dejara de hacer efecto.
Aunque ciñéndonos a la realidad, también te sirvió para poner en orden tus pensamientos. Por las noches, Mickey y Donald poblaban tus recuerdos, haciéndote añorarlos con fuerza. Pero al amanecer, la cosa cambiaba. La decisión que acabarías por tomar fue ganando peso con los días, haciéndote sentir un preso en régimen de aislamiento a medida que ibas mejorando. Hasta que llegó el día. Recogiste tus escasas pertenencias, entre las cuales encontraste tu 38, tus esposas y una nota firmada por Patterson con un sucinto: «no hagas que me arrepienta» y saliste de allí dispuesto a llegar al fondo de toda esa mierda en la que te habías metido y con ansias de encontrar a los hijos de puta que te mandaron al hospital para darles las gracias en persona.
Primera parada: una visita más que obligatoria a Joe.
Cuando te ve entrar en el bar no puede evitar sonreír, pero no con una sonrisa aséptica de película de cine. No. Sus ojos brillan de felicidad. Parece alegrarse de verte, y lo demuestra sirviéndote un whisky doble antes de que lo pidas.
Agradecido, das un trago. Puro fuego. Demasiado tiempo de abstinencia y caldos aguados. Toses. Miras el vaso como si contuviera veneno. Das otro trago. Éste pasa mejor, dejándote un regusto que te arde en la boca del estómago.
—Creía que estabas muerto o te habías fugado con alguna viuda adinerada —dice, dejando sobre el mostrador una bayeta mohosa.
—Nada, aquí estoy. Necesitaba unas vacaciones —respondes abriendo con parsimonia un paquete de Pall Mall.
—Por tu aspecto, diría que han sido unas vacaciones forzadas.
Enciendes un cigarro. Toses. ¿Qué coño te está pasando? Las costumbres de los viejos tiempos ahora te resultan desagradables. Das una calada corta, breve, como el niño que empieza a robar cigarrillos al abuelo y fuma a escondidas de sus padres.
—¿Cómo han estado las cosas por aquí, Joe?
Estás ansioso por saber qué se ha cocido por las calles durante tu ausencia. Deformación profesional o atracción fatal hacia un atajo a la tumba, según se mire.
—Poca cosa —responde sirviéndose un whisky—. Lo de siempre. Peleas entre mendigos. Una puta apareció abierta en canal entre la basura, la policía cogió al proxeneta y le van a caer unos cuantos años. Poco más —da un trago y se rasca la cabeza, como si tratara de recordar algo—. ¡Ah! Y un tal Snake, un drogota de poca monta con andares de matón, estuvo por aquí hace un par de noches preguntando por ti. Decía que tenía que hablar contigo. Eso es todo.
Asientes. Todo en orden. La sociedad que has fundado con O´Connor parece haber encajado a la perfección. Te acomodas en el taburete y apoyas los codos en el mostrador. El cigarrillo en una mano y la bebida en la otra. De no ser porque el traje que llevas está arrugado y con manchas de sangre reseca, perfectamente podrías pasar por el poli duro que fuiste sacando información a un confidente.
Pero el tiempo pasa. No eres más que un triste detective sin licencia con demasiados vicios como para constituir una amenaza seria a los bajos fondos. Quizá por eso sigues vivo. Una puta sombra de lo que fuiste; y Joe tiene poco de chivato. Preferiría mil veces acabar sustentando con su esqueleto los cimientos de un casino en Las Vegas a colaborar con la Justicia. Y lo sabes.
—¿Dijo qué quería?
—No. Sólo que quería hablar contigo. Estaba alterado. No sé si por el mono o porqué, pero se le veía nervioso. Mucho, diría yo. ¿Todo va bien, Dax?
—Sí, tranquilo. No hay nada que temer —das una calada. Tus alvéolos pulmonares parecen haber vuelto a tolerar el alquitrán. Expulsas el humo con deleite—. Es un buen chico.
—Entiendo. Tu confite. ¿Me equivoco?
Sonríes. Puto Joe, piensas, no se le escapa una.
—Me está ayudando con un caso —confiesas, dejando el anzuelo listo para que pique.
—¿Tiene que ver con los tíos del otro día? —asientes— No parecen gente de fiar, Dax. Ten cuidado.
El recuerdo de Bobby y sus amigos, el hospital y Patterson desfila ante tus ojos. Das un sorbo de whisky para diluirlos.
—No es un asunto muy complicado. No hay nada que temer. Tengo que encontrar al hijo de un ricachón de Hollywood. No sé si es un pez gordo o un nuevo rico que ha hecho fortuna en los últimos años soltando la pasta para que otros filmen películas de vaqueros, o engrosen los cementerios americanos de Saigón haciendo películas sobre los héroes de Guadalcanal con Anthony Quinn y John Archer en el reparto.
—Dax —dice mirándote a los ojos—. Ten cuidado. Preferiría enemistarme con un estibador polaco antes que hacerlo con uno de esos hijos de puta que me dices. Para ellos no somos más que mierda, Dax. No lo olvides.
— De momento no hay nada que temer —tratas de quitar hierro al asunto—. Todo me suena a la pataleta de un niñato malcriado que se enrabieta y coge el coche para desaparecer unos meses y castigar a sus padres con su ausencia.
Última calada. Dejas caer la colilla al suelo y la pisas. Un trago para limpiar de humo la garganta. Dejas el paquete de Pall Mall sobre el mostrador y te acaricias el mentón, áspero de días, con indiferencia. El juego del interrogador interrogado que os estáis marcando parece llegar a su clímax. Miras a través de las ventanas. Las calles están desiertas, como el local. Perfecto. Nadie parece ir a entrar en el momento menos oportuno y pegar la oreja a lo que os tenéis que decir.
Joe te mira, estudiándote en silencio y coge un cigarrillo. La curiosidad mató al gato y tu acompañante parece estar ansioso por descubrir si él también tiene siete vidas que derrochar. Le acercas el mechero. Te agradece el gesto con una sonrisa bañada en humo.
—No parece un caso fácil, Dax —dice, negando con la cabeza—. Si el chaval se fue por su propia voluntad, no creo que vaya a volver porque tú se lo pidas.
—Me pagan por encontrarle. Lo que pase a continuación queda entre papá McGregor y su díscolo hijo William —dejas caer los nombres como quien no quiere la cosa.
Joe se humedece los labios. Su cara parece una máscara de piedra. Impenetrable. Una defensa formidable para alguien que no le conociera como tú. No sabes lo que está pasando por su cabeza, pero hay algo que te ha quedado claro: tanto el nombre del desaparecido como el apellido familiar parecen significar algo para él. El pez ha picado. Sólo queda tirar del carrete despacio, con calma. No sea que un arreón demasiado impetuoso te haga perder el sedal y la presa.
—¿Qué pasa, Joe? —preguntas, girándote en dirección a la puerta en un mal intento de fingir sorpresa ante alguna visita inesperada.
Silencio. Joe te mira. Le aguantas la mirada, expectante. Su cara sigue siendo una pantalla inexpresiva, pero, al parecer, empieza a agrietarse.
—Dax —dice al fin. Su voz tiene el tono de una confidencia entre hampones en una calle concurrida—. No soy amigo de darlos, pero voy a darte un consejo. Olvídalo. Coge la pasta y desaparece. O, si eres honrado —por la manera en que lo dice intuyes que duda mucho que lo seas—, devuelve el dinero que no te hayas pulido y déjalo. Vas a acabar mal. Willy McGregor desapareció. No hay nada que buscar. Asunto resuelto.
—¿Qué pasó con Willy McGregor, Joe? —estás tensando demasiado la cuerda y es cuestión de tiempo que se rompa, pero el pulso se te ha acelerado y te martillea en las sienes— El asunto parece sencillo. Era un mariposón. Discutiría con su amigo o algo así. Cogió el coche y puso tierra de por medio. Es cuestión de saber en qué dirección se marchó y dar con él. Nada más.
—Dax —silencio incómodo. Violento. La ceniza del cigarrillo cayendo sobre el mostrador, los dos la miráis como si fuera la víctima de un accidente—. Hazme caso. Olvídate de lo de McGregor.
Media hora más tarde sales del bar. Ninguno de tus intentos de poli astuto que está de vuelta de todo han servido de nada. Joe se ha cerrado por banda cada vez que intentabas sonsacarle. Pese a sus silencios, algo en claro has sacado: el asunto es turbio, tirando a negro. Es la tercera persona que interviene en él, y a diferencia de los otros dos, es el único que claramente ha mostrado no tener ningún tipo de interés en tener información sobre los avances en tu investigación.
En la calle hace calor. Los indigentes y los yonquis se apiñan bajo la sombra de los edificios, viendo pasar el tiempo sin nada mejor que hacer que matarlo bebiendo de botellas camufladas en bolsas de papel y compartir colillas. Pasas frente a ellos. Aprietas el paso. Tienes prisa por llegar a tu despacho y dar con O´Connor.
Todo está como lo dejaste. La misma capa de polvo de siempre no delata que nadie haya estado hurgando en tu mesa. Compruebas que la pasta sigue en su escondite. Te sientas y fumas. Necesitas pensar. El trabajo de campo exige un nuevo paso de rosca. Ir al punto en el que puedas informarte de qué se investigó y qué no: la comisaría.
El problema es lograr salvar el obstáculo que representa Patterson. Una vez solucionado eso, todo irá como la seda. Los que escriben informes y llevan el control de archivos suelen ser polis viejos y puteros. O lo que es lo mismo, fácilmente sobornables.
Miras la hora. Cerca del medio día. Hora de comer. Sacas el fajo de billetes del pantalón y lo miras haciendo cálculos. Hay pasta suficiente para darse un capricho. Te cambias de ropa a toda prisa. La elección parece la adecuada. Un traje gris pasado de moda y desgastado en los codos. Coges una libreta de la mesa y sales. Es hora de sentirse vivo y empezar a jugar.
Un letrero blanco con letras negras corona la entrada al local. El Roastbeef Café, lees. Está tal cual lo recuerdas. Lo único que ha cambiado es la generación de polis que come en sus mesas y el personal. Por lo demás, todo sigue igual. El olor a fritanga. El mismo color deslucido de las paredes. Los mismos carteles publicitarios. Marilyn en una fotografía que amarillea dentro de un marco de cristal. El humo de los cigarrillos ahumando el techo. Las mismas mesas con publicidad de Coca- Cola. Definitivamente, entrar allí es revitalizante, rejuvenecedor.
Miras a los clientes. Despacio. Buscando caras, calculando mentalmente las probabilidades de éxito de tus planes. La mitad son polis jóvenes. Imberbes. Musculados y morenos de patrullar en coche. El resto hace tiempo que envejeció. Los abdominales se fueron, volviéndose fláccidos y dejando en su lugar la típica barriga que parece el requisito para mostrar a los nuevos el grado de veteranía en el Cuerpo.
Algo apartado de los demás alguien llama tu atención. Esta solo, en un rincón como el niño asustadizo que no quiere saber nada de los matones del colegio que acabaron convertidos en sus compañeros de profesión. Ese es tu objetivo.
Disimulas, fingiendo buscar dónde sentarse, pero sin perderlo de vista. De piel pálida. Entre 35 y 40 años. Miope. Desaliñado. Ha habido suerte. No le conoces, y posiblemente él a ti tampoco. Lo estudias un poco más. Está comiendo un sándwich a la plancha. Mastica sin prisa mientras ojea un periódico. Entre bocado y bocado se limpia la mayonesa que le mancha la comisura de la boca. A ojo, le queda un cuarto de hora largo. Tienes tiempo. Te acercas a la barra.
—¿Qué va a ser?— pregunta el camarero, un joven alto, rubio y fornido. Candidato perfecto para acabar muerto en mitad de la jungla a manos de unos campesinos vietnamitas cabreados con el Tío Sam cuando William Westmoreland y sus muchachos pidan una nueva remesa de dianas andantes que enviar al frente.
—Un sándwich de pavo y una cerveza.
Te sientas en un taburete de tintes futuristas. Te resulta incómodo, añoras el confort de Joe y sus remiendos con esparadrapo. A los pocos minutos el granjero de Missouri reconvertido en camarero en Los Ángeles tiene tu comanda.
—¿Es nuevo en la comisaría? —pregunta con una sonrisa.
Al parecer está aburrido. Conoces bastante bien el mundo de los bares y los que están al otro lado de la barra como para pasar por alto esta oportunidad. Camareros aburridos y cansados que dan conversación a los clientes para pasar el rato. Un filón de información a cambio de una sustanciosa propina. Le sigues el juego. No parece tener demasiadas luces y juegas con ventaja. Sabes lo que has ido a buscar allí, y él puede ser el nexo de unión.
—No, no. No soy poli —respondes, bajando la voz después de dar un trago—. Soy periodista.
—¡Ah! Husmeando en el bar donde comen los sabuesos, a ver qué pillas, ¿no?
Das un bocado. El pavo está seco y correoso. Parece que estuvieras comiendo cuero. Das un trago para ayudarlo a pasar, antes de dejar la Budweiser en el mostrador con mucha parsimonia.
—Más o menos —dices al fin—. Nunca se sabe dónde puede encontrar uno una buena exclusiva.
El camarero te mira y después se fija en tu libreta. Sonríe otra vez. Sus dientes son blancos, perfectos y regulares. Pese a su aspecto de redneck, parece que la genética ha sido generosa con su dentadura.
—Pues éste es el lugar perfecto. Los polis comen. Hablan. Uno puede enterarse de lo que quiera. Sólo es cuestión de pegar la oreja y escuchar. Si yo hablara…
Le miras fijamente. El botellín de cerveza levantado, a mitad de camino entre el mostrador y la boca. El mensaje que transmites es directo, contundente como una bomba en los bajos de un coche o un disparo a quemarropa: cuenta.
Titubea. Desvía la mirada. Parece nervioso. Un tramposo pillado con las manos en la masa, o alguien que sabe demasiado y teme represalias si habla más de la cuenta con quien no debe. El silencio que os rodea empieza a ser incómodo. Tienes que hacer algo antes de que la puerta que ha dejado abierta de manera involuntaria empiece a cerrarse.
Das un trago. Algunos polis desfilan delante tuya hacia la puerta. Coges la libreta y la escondes de su vista. En más de una ocasión los chicos y tú sacudisteis a algún chupatintas por pasar por donde no debía en el momento menos adecuado. Y lo que menos te apetece es que se corra la voz de que hay un plumilla husmeando en su guarida a la hora de comer.
Pasan de largo. Alguno se despide del camarero. Éste responde levantando la mano o con alguna broma deslucida. Parece que empieza a recuperar la compostura. El último poli paga la cuenta dejando un billete de diez sobre el mostrador antes de marcharse sin mediar palabra.
—Si lo que buscas son datos de casos, listas de sospechosos y esas cosas —dice, apoyándose en la barra—. Tu hombre es el tipo del fondo. Russell, es de archivos.
—¿El paliducho? —preguntas, aunque sabes perfectamente de quién está hablando.
—El mismo. Es una fuente de primera. Aunque claro, eso cuesta pasta —aclara, haciendo un gesto bastante elocuente con el dedo pulgar e índice de una mano.
Captas la idea. Sacas un billete de diez. Lo mira como sopesando si pedir algo más o contentarse con lo que le ofreces. Lo coge y se lo guarda en el bolsillo a toda prisa. No parecen estar muy bien visto en ese local las transacciones económicas de ese tipo.
—Se llama Russell. Es un tipo de costumbres. Cuando acaba de comer, suele pasear un rato en el parque de al lado de comisaría —susurra para evitar escuchas indiscretas que puedan tirar por tierra el negocio—. Acércate a él y dile que te manda Johnny. Él pondrá su tarifa y sus condiciones. Más no te puedo decir.
Dicho esto, se marcha a atender a un grupo de polis que acaba de entrar. Comes en silencio, tratando de pillar algo de lo que dicen los demás comensales. Al poco rato te aburres. Ya no hablan de putas, palizas y resacas descomunales a la mañana siguiente de haber reventado a puñetazos a un detenido. No, los polis de hoy en día hablan de de futuro, hipotecas y colegios para los niños. Los tiempos, definitivamente, han cambiado. Aunque mirando al camarero te das cuenta de algo esencial en todo cuanto te rodea: pese a que pasen los años, el dinero sigue siendo el lubricante perfecto para hacer que la gente diga lo que sabe.
Terminas de comer, pagas y sales. En la calle enciendes un cigarrillo apoyado en el cierre de una tienda. En la acera de enfrente ves entrar y salir polis de comisaría. Te marchas de allí a toda prisa. Hacia el parque a esperar al tal Russel, no vaya a ser que algún patrullero se fije demasiado en ti.
La cerveza te ha dado gases y el pavo te repite. Escupes con rabia. Sientes el estómago pesado, con ganas de vomitar. Te detienes en un paso de peatones. Vuelves a escupir. Salivas demasiado. Por el rabillo del ojo ves a tu hombre caminar despreocupado hacia ti. Avanza despacio, con andares desgarbados. Llega a tu altura antes de que el semáforo cambie a verde.
—Me ha dicho Johnny que quería hablar conmigo —dice mirando al frente.
Evitas el contacto visual. Te mola el rollo de espía este de hablar sin mirar al interlocutor.
—Así es. Quiero información sobre un caso.
El semáforo cambia de color. Empezáis a cruzar. Un motero con chupa de cuero hace retumbar la calle abriendo el gas al máximo a vuestro paso.
—Son cien pavos la copia del expediente que pida. Ya sea una hoja o un dossier. Tardo 48 horas en hacer la entrega. 25 por adelantado. 75 al hacer la entrega —habla de manera mecánica como un tendero cansado de ofertar sus productos—. Yo elijo dónde se hace la entrega. No quiero sorpresas ni malas jugadas. Si la cosa se complica, habrá consecuencias. ¿Entendido?
No sabes si echarte a reír o no. Un poli de archivos dándoselas de tío duro, lo que te quedaba por ver. Lo pasas por alto y camináis en silencio hacia el parque por el que, según te ha dicho tu nuevo confidente, le gusta pasear antes de volver a dejarse las pupilas delante de una máquina de escribir hasta la hora de fichar. Es una zona de césped cuidado en el que te sientes cómodo. Los pájaros trinan desde los arbustos que rodean un estanque de aguas verdosas en cuyas orillas los veteranos reconstruyen batallas y desembarcos anfibios de su juventud durante el día y los jóvenes se dejan llevar por sus más bajos instintos al caer la noche.
—Entendido.
—¿De qué se trata?
—Quiero datos sobre el caso de Willy McGregor.
Russell se para en seco. Te mira. Tiene los ojos abiertos como el orificio de salida de una bala de 9 milímetros. Le tiembla levemente la mandíbula. No queda ni rastro del aplomo de la conversación anterior.
—¿No tienes acceso a ese informe? —preguntas, tuteándole— Supongo que el caso lo llevarían los de Holywood…
—Es un caso caliente —dice, volviendo a caminar tres pasos por delante—. Necesito un día para saber si puedo hacerme con él o no. Un lugar donde decirle si hay negocio o no, y 48 horas después le diré dónde nos encontraremos.
—Perfecto.
—Son 200 —te mira con codicia—. Ya he dicho que es un caso muy caliente, me juego demasiado. 50 por adelantado. El resto, si todo sale conforme a lo que esperamos, cuando le de la copia del informe.
Le miras con descaro. Te sientes estafado, pero no tienes otra opción. Os metéis entre unos matorrales. La hierba está sembrada de condones y papel higiénico. Parecéis dos chaperos buscando algo de intimidad antes de entrar en faena. Sacas la pasta. Pagas y le das la dirección del tugurio de Joe. Se marcha. Esperas cinco minutos de rigor y sales evitando tocar los fluidos corporales que alfombran el suelo que pisas.
Una vez a salvo, miras la hora. Descartas el dejarte caer otra vez a tantear al camarero. Optas por dar un paseo en dirección a tu despacho para matar el tiempo. A fin de cuentas, lo único que puedes hacer es esperar y tratar de contactar con O´Connor. Necesitas que haga ciertas gestiones en los bajos fondos sobre quién ejecutó a Bobby, y no crees que esa información pueda llegar a ti de no ser que fuera al otro extremo del cañón de un arma, y muerto de nada te serviría saberlo.
©Novela por entregas: Ignacio Barroso, 2020.
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