TRES AMIGOS Y UN BRINDIS CON TRES «BLOODY MARY» por Héctor Vico

Aún es temprano. Junto a Fat Baby disfrutamos de un excelente café y de la quietud que tiene el club, cuando todavía no lo invade la horda desaforada que busca aturdirse y emborracharse. La gramola emite una música suave que nos ayuda a distendernos y  prepararnos para lo que suponemos será  una noche intensa. Hoy nos visita una de las mejores bandas de “jazz noir” de Nueva York. Se corrió la voz y esperamos gran afluencia de público. Estos minutos previos de calma son invalorables.

—¿Te encuentras a gusto en el Dempsey, Fat?

—Mucho—respondió con una sonrisa bonachona—. Los muchachos me tratan bien y no hay demasiado trabajo. Uno que otro exaltado pero nada grave.

—Es verdad, aquí abundan los borrachos; los violentos saben que este es un territorio sagrado. No comenten imprudencias.

Fat Baby me miró con ojos sinceros y con total honestidad me confesó:

—El hecho de trabajar en el club me cambió la vida. Alternar con personas como ustedes, en este ambiente de trabajo y camaradería, lejos de la locura de las “famiglias” es un remanso para mí y te lo agradezco.

—No hay nada que agradecer. Lo que haces lo haces bien y eres un buen tipo. Por eso los muchachos te tienen afecto. Está todo bien.

—Nuevamente gracias.

Mientras hablábamos de estas cosas, se abrió la puerta de ingreso y ¡vaya sorpresa! El recién llegado era Ricky “cuatro dedos”.

Llegó sonriendo. Me estrechó la mano y aproveché  para hacer las presentaciones.

—Fat, te presento a Ricky. Ricky, éste es, Fat Baby.

Se miraron como buscando en la memoria de dónde conocían sus rostros.

—El primero en reaccionar fue Fat.

—¿Ricky Scaglia? —preguntó algo inseguro—. De la familia Genovese.

—Sí, y tú eres de los Lucchese—respondió Ricky—. Luego agregó, —Buena pegada amigo.

Ambos lanzaron una carcajada.

—¿Qué te trajo al Dempsey, Ricky?—pregunté extrañado por el horario de su llegada. Era demasiado temprano para que estuviera  por las calles. Generalmente sus horarios son después de la medianoche. Apenas si eran las 21.

—Debería decirte que estaba de paso pero… dado que estamos entre amigos les diré la verdad. Pero antes sírveme un delicioso café de los que sirves aquí.

Se lo serví. Bebió un sorbo y prosiguió:

—Me hicieron un encargue especial. El pedido llegó de Italia, no hace falta que sepan más. Necesito ubicar a alguien, sumamente confiable, para hacer un trabajo de… limpieza, ¿se entiende?

—Perfectamente, dijimos a coro, Fat y yo.

—Como generalmente se dice, debe parecer una muerte al azar. Sin estridencias. ¿Conocen a alguien?

—Ricky, sabes que no estoy en ese rubro, no obstante por el estaño de un club pasan muchísimas personas y se escucha de todo. Mientras sirvo bebidas y parezco distraído me llegan todo tipo de conversaciones pero no puedo ayudarte.

Fat, que nos seguía atento, intercedió:

—¿Puedo?—preguntó con timidez.

—Desde luego, replicó, Ricky, —adelante.

—Cuando había este tipo de trabajos, en los cuales no debe haber conexión entre el limpiador, el limpiado y el contratante, los Lucchese recurrían siempre a un mismo ejecutor.

—¿Sabes su nombre?—preguntó Scaglia, interesado.

—Lo llamaban, Tomasso, el músico.

—¿Se lo podrá localizar?

—Sólo a través de amigos—puntualizó Fat.

—¿Entonces?

Fat me pidió una hoja de papel y una lapicera. Escribió rápidamente un número telefónico y se lo entregó a Ricky.

—Diles que llamas de parte de Fat Baby, ellos entenderán y te ayudarán a encontrarlo.

—Gracias, dijo Ricky.

—¿Tomamos algo?—pregunté para cortar un poco el clima.

—Sí, por supuesto—contestó Scaglia—. Yo invito.

—¿Qué quisieras?

—Creo que lo más apropiado sería…—comenzó a decir, Ricky—, un Bloody Mary.

Los tres lanzamos una carcajada al unísono.

**********

“Cuatro dedos” no tuvo inconvenientes en encontrar a su hombre. Con la ayuda de Fat y de los esbirros de la familia Lucchese, que éste le había recomendado, fácilmente se comunicó con Tomasso, “el músico”.

Quedaron en encontrarse en un bar de los suburbios del Bronx. El clima entre las bandas de Nueva York estaba tranquilo, así que Ricky no tuvo inconvenientes en adentrase en territorio hostil. En otras épocas hacer algo así hubiera sido suicida. Llegó temprano, un rápido vistazo le aseguró que su contacto no estaba. Tomasso le había dicho que lo reconocería sin ningún problema. Siempre estaba acompañado de su cello. No se encontraba en el lugar nadie que portara semejante estuche.

Tomó asiento a una mesa y ordenó un café. Se sentó de espaldas a la pared, por precaución y por oficio. Puso toda su atención en la puerta de entrada.

Al cabo de media hora ingresó un individuo enjuto, fibroso, de oscuros y hundidos ojos negros. Nariz afilada y mentón prominente. Lucía abundante cabello canoso en los costados de la cabeza y calva pronunciada en la parte superior. Efectivamente portaba un estuche de cello.

Al verlo Ricky asoció esa imagen con la de un ave de rapiña, bastante apropiado al considerar su ocupación: músico y asesino.

Se detuvo frente a la mesa de Scaglia. Estiró una mano sarmentosa y a modo de saludo, murmuró:

—Soy Tomasso, Vrenna. Entiendo que me estaba buscando.

Sujetando con firmeza la correosa diestra del recién llegado, Ricky, respondió:

—Es verdad, tengo un trabajo para usted.

—¿Es urgente?

—No demasiado, sólo queremos estar seguros de que se hará.

—Delo por hecho. ¿De qué se trata?

—Primero dígame ¿cuánto salen sus servicios?

—Diez de los grandes.

—¿Garantías?

—Descuide, nunca tuve quejas.

—¿Conoce a “bocaza” Manasseri?

—Lo tengo visto.

—Bien, ya sabe lo que tiene que hacer.

—Deme quince días. Tendrá noticias señor…

—Déjelo así, mejor para ambos—Ricky respondió por reflejos, sabía muy bien que “el músico” antes de concurrir a la reunión había tomado sus recaudos.

—Está bien. Ahora debo dejarlo. Voy a darle clases a un grupo de niños en la iglesia San Antonio de Padua, en la 166. Allí podrá encontrarme para el pago. Lo estaré esperando.

—Se lo haremos llegar.

**********

Piero Manasseri, nació en la provincia italiana de Calabria, en la localidad de Locri. Desde siempre, por nacimiento, estuvo destinado a pertenecer a la “Ndrangheta”, la mafia calabresa, tan letal y poderosas como sus hermanas “La cosa nostra”, siciliana, “La camorra”  de Campania o “La sacra corona uñita” de Apulia.

Como todos los jóvenes humildes de la región, antes de tener conciencia o conocimiento del paso que estaba dando, le pusieron un revolver y una pastilla de cianuro frente a él y le obligaron a jurar que elegiría la muerte antes que delatar a un miembro de la hermandad. Así se convirtió primero en joven de honor y luego en hombre de honor. Ésta es la razón por la que en esta organización no existen arrepentidos. Funcionarios y gobiernos corruptos impiden que los ciudadanos declaren contra los miembros de la organización. La mafia calabresa es un círculo del que no hay salida.

A pesar de esta larga tradición de lealtad, Piero Manasseri colaboró con la policía delatando a algunos jefes locales. Con la protección del gobierno, bajo el régimen de protección de testigos, huyo a Estados Unidos, refugiándose en Nueva York. Desde ese momento le acompaña el mote de “bocaza” y hasta esa ciudad lo siguió el contrato que ahora está en manos de “cuatro dedos” y por carácter transitivo en poder de Tomasso, Vrenna.

Cuando Vrenna, calabrés como Manasseri, dijo: —Lo tengo visto—, sabía a quién se refería Ricky y, desde luego, también estaba al tanto de lo que pretendía. Las organizaciones criminales pueden ser rivales pero en cuestiones de honor actúan como una sola.

Cada futuro miembro realiza el rito de iniciación con elementos llenos de simbolismos: un limón, que representa la tierra y lo ácido de la vida; una aguja con la que se pinchará un dedo para  sellar la hermandad de sangre y una pastilla (cianuro) que deberá tragar en caso de fracaso, infamia o deshonra.

La  “Ndranghetano estaba dispuesta a permitir que Manasseri salga bien librado de su traición, así tuviera que pedir ayuda a la “cosa nostra”.

Desde que llegó a Nueva York, Piero se recluyó en un oscuro hotel del barrio de Morrisania, en la Washington Avenue. Un mísero reducto frecuentado por ladrones, indocumentados y prostitutas. Transcurría sus días tirado en la cama, mirando el techo y esperando que, de una manera u otra su calvario concluyera. Sólo abandonaba su escondite para el almuerzo o la cena y, muchas veces ni el horario de la comida lo hacía salir a la calle. Vivía presa del temor, mirando hacia todos lados, esperando el momento en que alguien le asestara el golpe final. Contaba con la ayuda de algunos parientes pero esto no era garantía de nada. La hermandad es poderosa y las lealtades claudican cuando de salvar la vida propia o de la familia, se trata.

Se entretenía leyendo, pues el cuarto no contaba con televisión. Otras veces escuchaba noticias desde un pequeño receptor de radio y, desde hacía unos días, desde la calle, le llegaban dulces melodías que alguien ejecutaba con un cello desde muy temprano hasta la caída del sol.

Por curiosidad bajo para averiguar quién era el virtuoso que le alegraba las horas. Caminó algunos metros desde la puerta del hotel y lo pudo ver. Era un hombre enjuto, fibroso, de clava pronunciada y cabellos canos en sus costados. Estaba ataviado con una gabardina gris y con manos sarmentosas arrancaba melodías de Mozart, Chopin y de muchos de los grandes maestros de la música universal. En un gesto de generosidad arrojó unas monedas en el estuche del cello y saludo al músico con una inclinación de cabeza, éste le agradeció de la misma manera y continuó con su faena.

Esta escena se repitió varias veces en la semana. Durante aquellas noches Piero tuvo un mejor semblante y hasta su humor, que desde hacía mucho tiempo era sombrío, había mejorado. Confiaba en que las cosas mejorarían y que todo se arreglaría.

Una noche camino al restaurante, el músico lo acompaño. Llevaba el estuche del cello colgado del hombro y mientras caminaban, hablando de cosas vanas le propuso hacerle un concierto personal en agradecimiento de las monedas que a diario le dejaba. Piero se negó pero el extraño insistió por lo que Manasseri no tuvo más salida que aceptar.

El músico depositó el estuche sobre la vereda, lo abrió. Sacó el cello y, de los dos arcos que estaban en el interior de la cubierta tomó el de acero. Fueron dos rápidas estocadas. Una en el cuello y otra en el corazón.

El contrato estaba cumplido.

Algunos testigos, que prefirieron no dar sus nombres, dijeron a la policía que minutos antes de que se encontrara el cadáver en la acera, pudieron escuchar una música triste y lenta. Hay quien afirma que era la Marcha Fúnebre de Chopin. Nunca se supo quién fue el asesino y tampoco nadie se preocupó por averiguarlo.

Al día siguiente, Tomasso Vrenna, asistió puntualmente a la Iglesia de San Antonio de Padua, de la calle 166, para dictar sus clases de música a los niños del barrio.

Ricky “cuatro dedos” Scaglia, tenía ahora un favor que cobrarle a los calabreses, mientras que John y Fat Baby no se enteraron nunca de lo sucedido.

 

©Relato: Héctor Vico, 2020.

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