CIMARRÓN, EL PACIENTE CERO de Txema Arinas
Sabían que se había contagiado durante un funeral en la capital de la provincia vecina a aquella donde residía habitualmente. La capital había sido de las primeras en las que se había detectado el virus maldito que ahora mantenía a todo el país en estado de emergencia sanitaria. Por eso las autoridades habían intentado actuar con toda diligencia para, una vez comprobado que en el susodicho funeral había personas contagiadas, localizar a todas aquellas que habían acudido desde las provincias limítrofes con el fin de aislarlas del resto. En principio, y según todas indagaciones llevadas a cabo por las autoridades competentes, había sido una única persona la que había asistido al funeral desde una pequeña ciudad limítrofe con la provincia que ya había sido catalogada como el segundo foco de infección más importante del país. Se trataba de un individuo que se había presentado en el tanatorio en representación, no ya solo de su familia, sino también de su clan, por lo que parece emparentado con ese otro del difunto. La mayoría de los presentes en el funeral no solo conocía al interfecto, siquiera fuera ya solo de oídas, “por sus hazañas” dijo más de uno, sino que también lo identificaron de inmediato por su sobrenombre:Cimarrón.
De ese modo, las autoridades enseguida averiguaron el domicilio de la única persona de fuera de la provincia que podía haberse contagiado en el funeral, por lo que no tardaron ni un día en mandar una orden de búsqueda a la policía de la localidad donde éste residía habitualmente. Demasiado tarde a pesar de todo, Cimarrón no estaba en casa. Lo que sí estaba era el virus que había traído de fuera repartido entre varios de los miembros de su familia. Las autoridades resolvieron al instante confinar a todos los miembros de la familia de Cimarrón en sus domicilios. De hecho, tuvieron que poner en cuarenta a todo el clan al completo tras enterarse de que, antes de que la policía local pudiera localizarlos, habían compartido, durante toda la tarde del día anterior y parte de la mañana del siguiente, el espacio común donde se reunía a diario tal y como solía ser su costumbre.
La medida no tardó en darse a conocer en todo el pueblo, por lo que, tratándose del clan del que se trataba, y al que, y aquí para qué andarnos con rodeos, pocos vecinos tenían en estima, el pánico corrió como la pólvora: “Esos no van a respetar la cuarenta ni un minuto, esos nunca respetan nada, nos van a contagiar a todos.” Las autoridades tuvieron que prometer a los vecinos que harían todo lo que estuviera en sus manos para impedir que ningún miembro del clan abandonara las viviendas en las que habían sido confinados. De hecho, y para mayor tranquilidad de los vecinos que despotricaban del clan en cuestión achacándole todo tipo de infracciones y abusos que, según ellos, que nunca se podía saber hasta qué punto aprovechaban para echar leña al fuego, solían poner en riesgo la convivencia, las autoridades ordenaron la presencia permanente de varias dotaciones de las fuerzas de seguridad del Estado, las cuales acordonarían el barrio donde se concentraba el clan al objeto de vigilar las entradas y salidas de cualquiera de sus miembros. La pregunta ahora era: ¿Dónde paraba Cimarrón?
Las autoridades consiguieron averiguar, tras tener que presionar con dureza a los miembros del clan, que su pariente, el realidad el cabecilla de todos, si bien no tanto por edad como suele ser la costumbre como por su carisma, o al menos eso es lo que parecía deducirse de la reverencia con la que sus parientes hablaban de él, había marchado de buena mañana hasta una localidad vecina para atender, y aquí no supieron, o más bien no quisieron, decir qué negocio relacionado con la chatarra, si es que de verdad se trataba de eso y no de la única evasiva que se les había ocurrido a bote pronto, afirmó uno de los agentes que les interrogaba. Las autoridades expidieron de inmediato una orden, ahora también de captura, a la comisaria de la susodicha localidad.
La policía no tardó en localizar a Cimarrón donde solían acudir todos los de oficio, si es que de tratante en chatarra se podía considerar como tal y no una mera tapadera para otro tipo de negocios de los que ya tenían noticias en la comisaria de la localidad, pues, parece ser que nuestro paciente cero era un habitual en dichas dependencias policiales. De ese modo, y aunque al ver llegar a la policía al establecimiento hostelero, por llamar de alguna manera al antro donde se encontraba a las afueras de la localidad en cuestión, Cimarrón hizo amago de escabullirse por la parte trasera del local, los agentes consiguieron tanto interceptarlo como convencerlo de que no venían a buscarlo por cualquiera que fuera el asunto turbio de necesidad que estuviera tratando con la persona, otro viejo conocido de la comisaría, que lo acompañaba en ese preciso momento, sino con la alarma sanitaria decretada ya en medio país.
-¿En cuarentena, qué queréis decir, no entiendo?
Ya se lo explicarían por el camino, a él y a la persona que estaba sentada con él cuando los agentes interrumpieron en aquel tugurio de extrarradio.
-Tienes a todos los tuyos infectados por tu culpa.
Sólo así, apelando a su responsabilidad en el contagio de los suyos allá en el pueblo, y todavía más haciendo alusión al confinamiento del que habían sido objeto bajo vigilancia policial, lo cual equivalía a que no pudieran desempeñar las diferentes tareas a través de las cuales obtenían su sustento, lograron que Cimarrón no opusiera resistencia a ser ingresado en el hospital comarcal donde lo tendrían aislado y bajo observación.
-No puedes ir por ahí infectando a todo el mundo –sentenció el agente a través de la mascarilla con la que confiaba estar protegido del culpable de la mayoría de los contagios conocidos hasta la fecha fuera de la provincia considerada hasta el momento como el epicentro de la epidemia.
Cimarrón aceptó someterse a las indicaciones de los sanitarios durante las primeras horas de su ingreso hospitalario. A partir de entonces, y sobre todo una vez convencido de que su vida no corría peligro porque, según le habían comentado los médicos, se trataba de un virus que en principio solo atacaba de forma letal a los más ancianos y aquellos con patologías previas, Cimarrón empezó a poner pegas de todo tipo.
-¿Si no corro peligro, si no presento síntoma alguno, por qué no puedo pasar la cuarentena en mi casa con los míos?
-Solo serán un par de días hasta que estemos seguros de que…
-Tengo un negocio muy importante entre manos que no puedo desatender.
-La salud es lo primero.
-¡Pero si habéis dicho que no tengo síntomas!
-Pero puede contagiar a todo el que se le cruce en el camino.
-¡Y a mí qué carajo me importan los demás!
-No puede salir de su habitación.
Menos de una hora tardó Cimarrón en salir de su habitación una vez que el equipo médico lo dejaron a solas.
-¿Se puede saber que está haciendo en el pasillo?
-Fumarme un pitillo. ¿O es que no lo ves?
-¡Vuelva a su habitación o llamo a los de seguridad!
-Llama a tu puta madre si quieres, yo me largo de aquí.
No pregunten cómo, pero a Cimarrón le dio tiempo a vestirse, y sobre todo a desvanecerse del hospital sin que nadie lo viera, antes de que llegaran los de seguridad. Las autoridades no daban crédito a la noticia.
-¿Por qué no había agentes vigilando al paciente? –preguntaron a los responsables de la comisaría local.
-Estaban todos movilizados para atender el Estado de Alerta que acababa de decretar el Presidente del Gobierno.
-Razón de más para devolver al paciente cero al hospital.
-Pues conociendo al personaje va a ser harto difícil; es un verdadero experto en escurrir el bulto en cuanto sabe que le buscamos por cualquier chanchullo de los suyos.
-Pondremos a su disposición los medios que hagan falta.
-Dudo mucho de que Cimarrón se encuentre ya en nuestra localidad –sostuvo el comisario.
-Vamos a destinar una avanzadilla del Grupo de Intervención Especial de la guardia humana para que acordone la zona. Necesitamos, en todo caso, de la colaboración de todas las policías locales en la medida de sus posibilidades. Estamos hablando de un portador del virus que puede dar al traste las medidas de prevención decretadas por el gobierno.
-Pues ya nos podemos emplear a fondo. Nos enfrentamos a un tipo acostumbrado a hacer lo que le viene en gana sin respetar autoridad alguna; ¿De dónde sino cree usted que le viene el apodo de Cimarrón?
-Entiendo, no va a ser fácil.
-Podemos estar seguros de que tarde o temprano intentará ponerse en contacto con su familia en el pueblo.
-No es suficiente. Debemos estrechar el cerco para capturarlo antes de haya contagiado a medio país.
La avanzadilla del Grupo de Intervención Especial prometida por las autoridades puso controles permanentes en todos accesos al pueblo donde residía el clan de Cimarrón, también patrulló durante varias semanas por todas las localidades de los alrededores en previsión de que éste estuviera escondido en alguna de ellas. De hecho, la foto de Cimarrón, tan reconocible por su parecido con un legendario cantaor flamenco, estuvo expuesta en la mayoría de los lugares públicos, medios de comunicación y redes sociales del país avisando del motivo por el que urgía su captura bajo la leyenda de “Paciente cero”. De ese modo, la colaboración ciudadana ya no era solo era deseable, a nadie le gusta ser el chivato de otro y eso la policía lo asume porque no le queda otra, sino que ahora era imprescindible porque lo estaba en juego era la salud de todos. A decir verdad, si en algún momento la estampa del delincuente de poca monta que burla de continuo a la policía poniéndose el mundo por montera, podía haber tenido algún atractivo romántico, siquiera solo literario, para alguien, en este caso era notorio que ya no le hacía gracia a nadie.
-Ya hay que ser un malnacido para ir por ahí poniendo en riesgo la vida de los demás.
-Lo que debían hacer es abatirlo a tiros en cuanto lo vieran asomarse en cualquier parte.
-Están todos cortados por el mismo patrón; van siempre a su puta bola y lo que les pase a los demás simplemente se la suda.
Estos venían a ser los comentarios que predominaban, tanto en las conversaciones de la gente, como en las redes sociales de todo tipo. La inquina que el fugitivo suscitaba entre la mayoría de la ciudadanía con motivo de su incivismo criminal,en seguida empezó salpicar a los miembros de su comunidad étnica, por decirlo de alguna manera, en virtud de los prejuicios contra esta misma atesorados durante siglos en nuestro país y que siempre estaban a flor de piel, listos para estallar a la menor contingencia como la que en aquellos momentos mantenía al país con el corazón en un puño. Y todo ello, claro está, por muchas campañas en contra que se hicieran desde las administraciones educativas siempre caían en saco roto porque no hay nada a lo que se aferre más el ciudadano de a pie que a los prejuicios heredados de sus mayores, si bien que luego procura disimularlos o expresarlos siempre con la boca pequeña.
Siendo así, todas las asociaciones de la comunidad étnica aludida, como las instituciones designadas para prevenir el racismo, la xenofobia, el machismo y demás compartimientos antisociales, salieron en tromba para condenar los insultos y amenazas de los que estaba siendo objeto el conjunto de los miembros de dicha comunidad aprovechando la actitud antisocial e incluso criminal de uno de sus miembros. Ni había justificación para tanta vileza por parte de unos pocos, los cuales, una vez más, tomaban la parte por el todo, ni disculpaban bajo ningún concepto la conducta irresponsable y criminal del que tildaban de “supuesto miembro de nuestra comunidad”. Asimismo, un reconocido y sobre todo respetado grupo de líderes de dicha comunidad no dudó en manifestar su apoyo a las autoridades en el caso de que estas se vieran en la tesitura de reducir al fugitivo del modo más expeditivo: “No solo no lo reconocemos como uno de los nuestros, sino que también exigimos a las autoridades que apremien todo lo que puedan a las fuerzas de seguridad bajos sus órdenes para que el sobredicho Cimarrón sea puesto fuera de circulación en el plazo de tiempo más corto posible.”
Entretanto, no paraban de llegar noticias en las que se hablaba de asaltos a comercios y otros establecimientos que en aquellos días se mantenían cerrados por el toque de queda decretado por el Gobierno para toda la ciudadanía con el fin de poder así contener la expansión del virus que poco a poco iba colapsando los hospitales de todo el país. La gente decía haber reconocido desde las ventanas y balcones tras los que estaban confinados al tal Cimarrón saliendo con el botín entre las manos de lo poco que hubiera podido arramblar en dichos establecimientos.
Por si fuera poco, las redes sociales se llenaban de bulos en los que se relataban historias en las que el ya fugitivo número uno del país conseguía burlar en repetidas ocasiones el cerco de las fuerzas de seguridad impuesto allí donde se había dado la alarma por su supuesta presencia. Nadie parecía entender las dificultades que estaban teniendo para detener al tal Cimarrón a la vista del peligro que suponía dado el estado de alerta sanitaria en el que se encontraba todo el país. La única excusa que las autoridades podían ofrecer a la opinión pública era la necesidad de disponer de todos los efectivos a su alcance para hacer cumplir la orden de confinamiento, por lo que aseguraban que de momento, y hasta que remitiera la epidemia, debían contentarse con los agentes destinados desde el principio a la búsqueda y captura del fugitivo.
Empero, la cuarentena en la que el Gobierno mantenía a la ciudadanía empezaba a alargarse tanto, la percepción de que el final del túnel estaba todavía lejos, que el hartazgo, cuando no verdadero enfado, por los supuestos errores en la gestión de la crisis, dio lugar a que algunos ciudadanos, lejos de avisar a la policía o de increpar a gritos desde sus ventanas y balcones, comenzara a dar vítores a los saqueadores al grito de “¡Cimarrón, bravo Cimarrón, tú sí que puedes!” Luego ya las redes sociales, casi que el único asidero al mundo exterior de una gran mayoría de ciudadanos confinados y sobre todo aburridos en sus casas, hicieron que se extendiera como la pólvora todo tipo de bulos y memes en los que la figura de Cimarrón parecía haber tornado, como quien dice de la noche a la mañana, de ser el enemigo público número uno del país al héroe popular que todos admiran porque quisieran ser como él pero no pueden o no se atreven. Tanto que hasta aparecieron camisetas con el rostro de Cimarrón y la leyenda “Llama a tu puta madre si quieres, yo me largo de aquí”. Camisetas que una conocida multinacional distribuía a domicilio, la única empresa que todavía tenía permiso para mandar a la calle a sus repartidores a trabajar pese al riego casi inminente de contagio.
Y si al principio lo de los vítores y las camisetas podía haber respondido a la necesidad de la gente de tomarse a guasa cualquier cosa por llevar tanto tiempo encerrados y sobre todo aburridos, la popularidad que había adquirido el tal Cimarrón, y que servidor no sabría decir si para bien o para mal, derivó en algo más serio cuando en muchas ventanas y balcones de todo el país empezaron a colgar para quedarse, se supone que ya a modo de protesta en toda regla, las camisetas con el rostro del fugitivo y el lema que las acompañaba: “Llama a tu puta madre si quieres, yo me largo de aquí”.
Esa iniciativa de cientos, puede que hasta de miles, de ciudadanos confinados en sus casas por culpa de la epidemia, no pudo sino suscitar un enconado debate en los medios de comunicación acerca de la irresponsabilidad, tanto del propio Cimarrón como ejemplo de lo que no podía permitirse una sociedad que ahora necesitaba estar más unida que nunca y sobre todo a servicio del bien común, como de los ciudadanos que parecían no acabar de entender la gravedad de la situación y de ahí la frivolidad con la que jaleaban al fugitivo como si fuera una de esas figuras legendarias, siquiera ya solo simples héroes populares de a los sumo tres telediarios, al estilo de los bandoleros, de ficción o no, como el famoso Curro Jiménez e incluso el peripatético Dioni, sí el del robo del furgón del dinero y las garotas brasileñas. En cualquier caso, el debate quedó zanjado por parte de los que, pese a todas las evidencias de que no había nada admirable en la conducta de Cimarrón, habían estado ensalzando su figura, se entiende que sin otro ánimo que molestar a la autoridades y para de contar, en el momento en el que la epidemia llegó a su pico más alto de muertos y cualquier broma u observación sobre la responsabilidad o no del fugitivo en la propagación de la enfermedad quedaba ya completamente fuera de lugar.
Y así poco a poco fue cayendo en el olvido la figura de Cimarrón hasta el final de la epidemia, varios meses después de haber protagonizado uno de los debates más controvertidos al principio de estos acerca de la obligación o no del ciudadano de a pie de someterse de buen o mal gusto a la cuarentena decretada por las autoridades. Cesó la alarma sanitaria, levantaron la cuarentena, los ciudadanos salieron de sus casas, volvieron a sus trabajos, se abalanzaron sobre la calle, festejaron que estaban vivos. En realidad la vida se desbordó con una ansía inusitada por todos los lados, tocaba recuperar el tiempo perdido, la mayoría hizo borrón y cuenta nueva, que se encargaran otros de la crónica del tiempo pasado, nada de historias de la epidemia, se imponía proclamar a los cuatro vientosque habían sobrevivido a la epidemia, olvidarse incluso de los seres muertos siempre y cuando no fueran los propios.
Tantas ganas de hacer borrón y cuenta nueva, de volver a la normalidad deprisa y corriendo, de aparentar que todo había sido una pesadilla de la que te olvidas al día siguiente, que apenas una semana después de que las autoridades decretaran el fin de la cuarentena, en el pueblo de Cimarrón, los miembros de su familia, arropados por todo el clan, se dispusieron a celebrar un funeral por todo lo alto, es decir, a la altura de las bodas que celebran según su costumbre, varios días de jarana ininterrumpida, sin escatimar en gastos, no me pregunten con qué dinero, de dónde o de quién. De hecho, no faltó ningún representante de la mayoría de los clanes de todo el país. Incluso acudieron algunos de los artistas más renombrados de su comunidad y sin cobrar un duro. La zambra que se montó fue de tal magnitud que no pudo atraer sino la curiosidad del resto de los vecinos del pueblo.
Y aunque muchos la disculpaban alegando que cada cual celebraba como le venía en gana el fin de la cuarentena, como que además no se podía esperar otra cosa de ellos, el rumor de que lo que se festejaba era un funeral y no una boda o cualquier otra celebración por el estilo, se entiende que en principio mucho más proclives al jolgorio desaforado que al lamento casi también del mismo tono, provocó la curiosidad, ya no solo de los vecinos, sino, por supuesto, también de las autoridades. Así pues, estas últimas no tardaron en averiguar, una vez más echando mano de todo tipo de coacciones punitivas al objeto de vencer la resistencia de los miembros del clan a contar lo que allí se estaba celebrando de veras, que el difunto que había congregado tanta gente alrededor de su sepelio, no era otro que el hogaño famoso Cimarrón, el cual había fallecido durante los primeros meses de la epidemia tras haber desarrollado la enfermedad a la semana de esconderse entre los suyos a pesar del cerco policial.
Entonces descubrieron que, y a diferencia del resto de miembros del clan víctimas de la enfermedad, los cuales habían sido enterrados de acuerdo con las estrictas disposiciones de las autoridades para evitar más contagios prohibiendo todo tipo de exequias y entierros que pudieran concentrar a más de cuatro íntimos del finado, Cimarrón había sido mantenido hasta el final de la epidemia dentro del arcón refrigerador que sus familiares utilizaban para conservar la carne del ternero que les solía reservar todos los años previo pago un ganadero de la comarca para su cría y matanza.
–Entiéndalo, payo, no lo podíamos enterrar así como así. Cimarrón no solo era nuestro héroe, fue el de todos.
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