EL TORTURADOR DE LA CEBOLLA de Yolanda Patricia Almeida

El hijo de puta de Evaristo era un tipo sin escrúpulos. Un cabrón de los que no abundan. El tío era un adicto a la sangre, a la tortura. Y eso era lo que más me gustaba de él. Quizás fue por eso por lo que terminamos siendo amigos. Los hijos de puta se huelen como perros en celo, se reconocen, huelen a la misma mierda. Nos conocimos en la cárcel, él entraba y yo salía. Yo entraba y él salía. Así estuvimos cuatro años hasta que decidimos montárnoslo por nuestra cuenta. Nada de terceras personas. Yo dejé mi cuadrilla y él la suya. Al principio nos costó encontrar trabajo. Nadie confía en un par de pringados que acaban de montar un negocio de la nada. Pero qué coño, nosotros ya teníamos contactos, lo que no teníamos era un trabajo que avalase nuestro buen hacer.

Fue ahí cuando a Evaristo se le ocurrió la mejor idea que pudo tener. Incluso en el mundo del asesinato y de la tortura hay que conseguir destacar, hacer las cosas de forma diferente. El tipo aparte de un experto en asesinar era un puto superdotado. Un licenciado en Administración y Dirección de empresas. ¿Qué dónde se sacó la carrera? Ni puñetera idea. Tuvo que ser en aquellos cuatro años en el trullo. Así que el gilipollas tenía más conocimientos de empresa que cualquier otro asesino a sueldo. El tío lo veía como una empresa. Joaquín, me decía, nosotros somos como una compañía de telefonía móvil, tenemos que buscar la forma de ofrecer un producto atractivo, que los clientes vengan a nosotros y no a la competencia. Y vaya que si consiguió hacernos destacar. ¿Quién coño sospecha de dos tíos comprando cebollas en el mercado del pueblo? Ni las viejas nos veían venir. Evaristo aprovechaba y le hacía la compra del mes a su madre. Porque los hijos de puta también tienen familia y sentimientos. Una cosa no quita la otra. Y ahí estábamos los dos en casa de él con ocho mallas a ocho cebollas cada una. Compró también unas gafas de buceo, un cuchillo y un afilador.

Su idea era tan sencilla como casera. Secuestraba a la persona en cuestión. Después de un par de puñetazos, un golpe en el costado y uno en la cabeza la sentaba en una silla delante de la mesa de la cocina. Para estos trabajos utilizaba la casa vacía que le había dejado su padre en herencia. Los ataba de pies y manos, no podían moverse ni un ápice. Allí mismo, en cuanto despertaban, se ponía las gafas y empezaba a cortar cebollas como si no hubiera un mañana. Despacio, se tomaba su tiempo. Entonces al secuestrado empezaban a picarle los ojos. Le lloraban, le escocían tanto que el dolor llegaba a ser insoportable. Cualquier hijo de vecino aguanta durante unos minutos ese desagradable trance que supone hacer un sofrito, pero el cabrón de Evaristo tenía paciencia. Mucha paciencia. Se pegaba horas allí cortando cebolla hasta que el tipo o la tipa confesaban. Porque las torturas generalmente iban dedicadas a obtener algún tipo de confesión.

Se convirtió en un arte. Los dos acabamos yendo a clases de cocina. Aprendimos a cortar la cebolla como auténticos expertos. Cada vez más despacio, cada vez en trozos más pequeños. Ellos lloraban, gritaban entre aquellas cuatro paredes insonorizadas. Evaristo se encargó de decorar la casa para que nadie pudiera averiguar lo que allí hacíamos. Y si alguien curioseaba únicamente obtendría el olor a ajoarriero, callos, lentejas, judías, bacalao al pilpil y otros tantos guisos. Porque la cebolla que utilizábamos nunca fue a la basura. Ya que estábamos aprovechamos para cocinar. Con el tiempo y con el dinero que fuimos consiguiendo acabamos montando un restaurante a domicilio. La tapadera era de lo más curiosa. Ya os he dicho que Evaristo tenía mente de empresario. Mientras él se encargaba de la tortura yo me saqué el carné de conducir. Me compré una moto y empecé a repartir ajoarrieros. Empezamos por el barrio y poco a poco por la ciudad, los alrededores e incluso algún pueblo aledaño. Conforme iban aumentando los asesinatos y las torturas nuestra biblioteca culinaria fue llenándose de libros sobre cocina. De famosos, famosetes y desconocidos. Mientras torturábamos poníamos a todo volumen los programas de las cadenas locales, nos íbamos apuntando las recetas e innovábamos. Con eso además aplacábamos el sonido estridente de los gritos y los sollozos. Porque esa era la peor parte, aguantarles. Uno terminaba con un dolor de cabeza terrible. Los días en los que se nos acumulaba el trabajo llegábamos a las tres o cuatro torturas. Había semanas en las que apenas dormíamos cuatro o cinco horas a la noche. Sin embargo, aquello nos iba viento en popa. Evaristo terminó yendo a San Sebastián a un cursillo de alta cocina.

Y entre una cosa y la otra, nos concedieron un par de premios. De vez en cuando venía algún inspector de sanidad. Nunca encontró nada fuera de lugar. Ni una gota de sangre sobre el suelo de madera. Éramos muy limpios en ese sentido. Una cosa es asesinar y otra muy distinta ser un desordenado y un guarro. Y ahí ni Evaristo ni yo soportábamos la suciedad.

Tuvimos muchos encargos. Poco a poco nos fuimos dando un nombre. Evaristo tenía visión de futuro. Íbamos a montar un par de restaurantes más. Incluso nos estábamos planteando la opción de añadir a unos ayudantes, pero todo aquel castillo en el aire se desplomó cuando le pillaron con medio kilo de cocaína en el bolsillo. El hijo de puta seguía siendo un hijo de puta. Entró a la cárcel y de allí no volvió a salir con vida. Un infarto. Un infarto de libro. Con su dolor en el brazo, su opresión en el pecho… El tío lo describió con naturalidad a medida que se iba muriendo. Se fue con una sonrisa en los labios y sintiéndose orgulloso por ser el primer torturador que había conseguido destacar. Ahora todo son imitadores. Nadie nunca tuvo ni tendrá su visión. La de un verdadero torturador.

 

Relato: Yolanda Patricia Almeida, 2020.

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