EL COLECCIONISTA DE CRÍMENES de Osvaldo Reyes – IV Antología Solo Novela Negra
—Todo un honor conocerlo en persona.
Francisco Balboa estrechó su mano con fuerza. Era mucho más fuerte de lo que parecía para su edad, pero la brusquedad del gesto lo compensó con una amplia sonrisa que iluminó su rostro.
—El placer es mío. Siempre es un privilegio conocer a un lector que logra localizarme en este refugio olvidado del mundo.
El escritor no mentía en cuanto a lo recóndito de su residencia actual. Le había tomado varios meses rastrearlo. Le tocó caminar, preguntar y adivinar, hasta que sus pasos lo colocaron en la vereda de ladrillos rojos que llevaban a la entrada de la casa de piedra de dos pisos. Sin embargo, lo inhóspito y desolado del paraje lo compensaba con un acogedor saludo y la entrada a un recinto amplio, lleno de luz natural.
Tras rechazar una taza de café e intercambiar unas pocas palabras de cortesía, lo invitó a pasar a una habitación a la derecha de la entrada. Era la biblioteca más grande que había visitado, por lo menos dentro de una casa. Libreros que se extendían del piso al techo. Repisa tras repisa llena de libros, con unos pocos adornos para sostenerlos en su lugar.
—Esto es… maravilloso —fue todo lo que pudo decir. Tenía ganas de llorar y vivir allí el resto de sus días.
—Eres de los míos. Si no veo admiración y algo de envidia al entrar aquí, sé que no eres un verdadero lector.
Deslizó la vista por encima de los lomos. Los había de todos los colores, tamaños y texturas. Libros en tapa dura y blanda, en colores brillantes u opacos. Todo un caleidoscopio de mundos por explorar.
—¿Le suena alguno?
—Varios —aceptó Rubén Benavides, reportero de profesión y fanático de la literatura negra de corazón—. Tiene a los clásicos, por supuesto. Me los he leído a casi todos. A Chandler, a Hammett, a John Delly. Race Williams es uno de los personajes más infravalorados, en mi opinión.
—Comparto su opinión, sin quitarle mérito a todos los demás—dijo Balboa sacando una vieja edición de “El gruñido de la bestia”. Tocó con cariño el borde de las hojas, amarillentas por el tiempo y el uso. Lo volvió a guardar y sacó otro—. ¿Ha leído este?
Rubén volteó para ver cuál tesoro le ofrecía y casi se queda sin aire. Era una copia de “El misterioso caso de Styles” de Agatha Christie. La cubierta era crema, con signos de desgaste, y una portada diseñada a base de líneas oscuras que parecían la entrada de una mansión.
—La historia, sí. ¿Es una primera edición?
—Del Reino Unido. Cotizada en unos siete mil dólares.
Balboa lo dijo como quien comenta el estado del tiempo. A Rubén casi se le cae el libro al escuchar la cifra.
—¿En serio? ¿Siete mil?
Balboa sonrió satisfecho, recuperando su tesoro y volviéndolo a poner en su lugar. Se alejó unos pasos y contempló su biblioteca.
—Este es mi santuario. Con mi edad, si eres un lector fiel y no regalas un solo libro, terminas con algo así —dijo estirando las manos, abarcando toda la extensión de la habitación—. No me arrepiento. En mi testamento, los dono todos a la Biblioteca Nacional. Daría lo que fuera por ver la cara del bibliotecario cuando lleguen a su puerta.
Rubén siguió caminando y viendo títulos conocidos, pero por cada uno que recordaba haber leído, siete más le gritaban que era un ignorante. Así llegó a un librero de madera oscura con libros muy bien conservados, de colores brillantes y todos de la misma altura.
—Sus obras —dijo Rubén acercándose.
—Sí, mis hijos de papel —murmuró Balboa parándose a su lado—. Sesenta libros. Toda una vida. ¿Recuerda cuál fue el primero que leyó?
—Seguro —respondió señalando un libro que en letras blancas decía “La maldición del búho de hielo” —. Estaba buscando que leer y encontré una reseña en una página de internet. ¿Conoce Solo Novela Negra?
—La he visitado, ocasionalmente.
—Bueno, yo la visito a cada rato. Gracias a ellos supe de usted y decidí empezar por el búho de hielo. Espectacular. Y ese final… Me considero un experto y me agarró fuera de base. No me esperaba que el asesino fuera el viejo profesor.
—Esa era la idea, gracias. No tiene idea de cómo disfruto esas reacciones.
Balboa apretó su hombro de manera afectuosa y se alejó rumbo a un escritorio que ocupaba una pared al fondo de la biblioteca, entre dos estantes y con una pintura en acuarela de la portada de su primer libro, “El caso del ahorcado extraviado”, colgando de ella. Abrió un cajón y sacó un objeto que se guardó en el bolsillo del pantalón.
—Lo que viniste a buscar —le dijo pasándole en un gesto casi ceremonial un libro empastado en negro y con tres palabras en letras doradas que sacó del librero. Rubén tomó el manuscrito que le ofrecían.
—“La lápida de madera” —susurró Rubén—. El libro que nunca publicó.
—Ni publicaré. Es un regalo para unos pocos elegidos. Por eso me escondí en este sitio. Solo alguien de verdad interesado en buscarlo merece tenerlo en su mano.
—¿Puedo leerlo?
—Seguro —dijo Balboa—. Las reglas son pocas. No puede sacarlo de este lugar, no puede usar el celular ni tomarle foto a una sola página y quiero su sincera opinión al terminar. Además, me reservo el derecho de observarlo mientras lee. Me encanta ver la cara de las personas cuando llegan a ciertos puntos de la trama.
Se movió hasta que Rubén le dio la espalda y se metió la mano en el bolsillo. Sus dedos aferrándose al objeto en su interior.
—De seguro te recordará un poco a “Cartas de un muerto”, pero la similitud es meramente superficial. Ya verás.
—No hay problema —dijo Rubén ojeando la primera página del manuscrito—. No lo he leído.
Ya el objeto estaba casi fuera, cuando escuchó esta declaración. Empujó la mano y lo regresó al fondo de su bolsillo.
—Disculpa, no entendí. ¿No leíste “Cartas de un muerto”? Es uno de mis primeros libros.
—Lo sé, pero nunca leo más de dos o tres libros del mismo autor. Me gusta la literatura negra en general. Sin embargo, prefiero variar a los autores. Explorar nuevas voces e ideas diferentes. Me considero un coleccionista de crímenes y, como tal, prefiero la diversidad. En su caso, leí “La maldición del búho de hielo” y “Asesinato en la cámara Gesell”.
—Un segundo—y la voz del autor hizo que Rubén girara sobre sus talones, sorprendido. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro tan rojo como un tomate—. ¿Solo has comprado dos de mis libros? ¿No leíste “Pólvora en la bañera” o “El garrote de obsidiana”?
—No. No tenía pensado leer más libros suyos, pero me llegó el rumor de la existencia de este libro y me picó la curiosidad. Según se decía, la única forma de leerlo era encontrarlo. Me costó, pero aquí está. Usted y esta belleza —dijo estas últimas palabras sacudiendo el manuscrito—. Pensé que era un mito.
—Bueno, ya vio que no lo es y, de paso, no es para usted —respondió Balboa, quitándoselo de las manos—. Debo pedirle que se vaya. Este libro solo lo puede leer un verdadero entusiasta. Seis personas me han encontrado. Todos ellos leyeron cada uno de mis libros, no una, sino hasta diez veces. Dos libros no cumplen ni el requisito de inscripción a un círculo de lectura.
—No se ofenda. No pretendía insultarlo. Sus libros me gustaron mucho, en serio.
—Puede ser —dijo empujándolo en dirección de la salida—pero no cambia mi decisión. Este libro es como el premio de una cruzada. Cuando se haya leído todos mis libros, podemos hablar de nuevo. Mientras tanto, buenas tardes.
Las últimas palabras las dijo mientras empujaba a Rubén fuera de la casa. El portazo silenció las protestas del frustrado reportero. Balboa apoyó la espalda contra la puerta y esperó a que el silencio reinara en el exterior.
—Casi meto la pata —dijo sacando de su bolsillo una pistola cargada. La llevó de vuelta al escritorio y la escondió en el cajón. Se disponía a guardar el manuscrito en el librero, cuando se detuvo. Le pareció escuchar una voz proveniente de su cuarto, en el piso de arriba.
—Tienen razón —dijo sonriendo y colocándose el manuscrito bajo el brazo. Salió de la biblioteca y subió las escaleras—. Ustedes se tomaron el trabajo de llegar hasta aquí para leer “La lápida de madera”. Sus cabezas contienen más crímenes literarios que la de ese pomposo y arrogante reportero. En fin, veamos, ¿por dónde íbamos? Cierto, capítulo tres.
Entró y se sentó en su cama. Abrió el manuscrito y empezó a leer desde la página 45.
En la superficie de la mesa de noche a su izquierda, seis calaveras lo miraban con cuencas vacías y bocas abiertas.
©Relato: Osvaldo Reyes, 2020.
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