EL DEGOLLADOR DIURNO de Andrea Medina
Hubo una vez un hombre que recorrió las calles de la gran ciudad tantas veces y con tal insistencia que su memoria podría haberlo llevado del punto sur al punto norte sin destinar los ojos en absoluto. Todo aquello, sin tropezar siquiera. Se tomó muchas molestias al inicio de todo. Sabía que si pecaba de arrogancia difícilmente lograría volver a hacerlo.
Pasó la mayor parte de su vida adulta como una criatura cualquiera. A los diecinueve años ya tenía un trabajo más o menos estable: le servía a John Luis como asistente en su taller mecánico desde hacía ocho meses. Se había ido de la casa de sus padres. Consiguió un agujero de ratas para vivir que podía pagar; además, le quedaba algo para las cervezas.
Como adolescente, fue una pizca diferente. Era muy bien conocido por ser nada respetuoso de ninguna ley, norma o conducta socialmente aceptable. Fueron varios los incidentes reportados en la puerta de los padres del chico y en la oficina del director de su escuela, saliendo airoso de cada uno. Sus fechorías iban desde hacerle tragar tierra a un compañero durante una pelea hasta ponerle roedores muertos en la mochila a aquella chica que lo rechazó una vez.
Después de cumplir los treinta y dos, algo cambió. Aunque, para ser más claros y justos, se tendría que decir que ese algo que siempre estuvo ahí, un día sin particular importancia, despertó sediento.
Las siguientes dos semanas, la sensación vehemente de querer esa cosa que jamás había tenido hasta entonces, seguía viniendo a su mente como un proyectil sin control. Lo quemaba por dentro. Lo tumbaba por horas en su maloliente colchón sin poder pensar en nada más. Saboreaba la fantasía de finalmente verse haciéndolo.
No se conoce con certeza cuándo o cómo se decidió a salir a cazar; su primera víctima fue hallada el 3 de julio del año 1996. Sin embargo, su identidad permaneció siendo un misterio hasta 1999. Hasta poco antes se había caracterizado por ser muy cuidadoso. Sus métodos mejoraron significativamente después del primer año. El grupo de detectives asignados al caso se internaban en una espesa niebla de confusión y cabos sueltos. Pero, como a la mayoría de asesinos en serie les pasa, su confianza en sí mismo se acrecentó con descaro. Al final, esta fue la que concluyó su exitosa carrera criminal.
Ocho desdichadas mujeres murieron desangradas tras haber sido degolladas a plena luz del día; seis de ellas encontradas tendidas en el suelo, con las pantorrillas flexionadas hacia afuera en dirección a sus brazos (que estaban extendidos a los lados), formando una especie de postura de baile urbano. Las últimas dos mostraban otra pose, una mucho más extravagante y siniestra. Dejó sus cuerpos cerca de un parque.
Los testigos no demoraron en aparecer, afirmando haber visto a un hombre muy alto y corpulento, con una cabeza rapada que dejaba en evidencia su extraña forma ovoide. El sujeto misterioso jugueteaba con algo en la hierba que, por la distancia que lo separaba de sus espectadores, no se lograba distinguir. Incluso identificaron el auto que conducía.
Pronto, el apodado por la prensa amarillista como «El degollador diurno», fue capturado. Ya se cumplen veinte años de aquel día. Hoy, finalmente, se le ajusticiará por sus crímenes.
A fin de no desaprovechar lo que le queda de notoriedad mediática, se dedicó a dar entrevistas a todo el que quisiese verle durante todo el mes pasado. «Hay peores sujetos que yo», declaró en cada una.
Texto: © Andrea Medina, 2019.
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