RECUERDO DE UNA NOCHE DE VERANO de Fernando Gracia Ortuño
Como han pasado más de treinta años, lo puedo contar. Cuando sucedieron los hechos no sabía si saldría con vida de aquello. Estaba estudiando por aquél entonces, y en una reunión de delegados de clase, la vi, estaba cerca mío. Por la impresión que tuve, no dejaba de mirarla a hurtadillas, al trasluz entre la ventana y el sol a su espalda. Este dotaba a sus dorados cabellos, a su mirada y a su sonrisa, de un aura indescriptible. No la podía olvidar. Estuve varias semanas así. Por eso, cuando volví a ver a la amiga que siempre la acompañaba al instituto, no dudé en decirle algo para quedar los tres. Unas semanas antes, no había podido ir a la excursión con ellas. La amiga me hizo el favor.
Así que ella vino a verme al trabajo. Ese mismo día, comenzamos a salir. Todavía no me lo creía. La semana siguiente quedamos en El Plaza.
El Plaza era una discoteca que había en la plaza Cataluña, justo donde hoy está El Corte Inglés. Recuerdo que no cabía en mí de gozo al saber que había quedado con ella. Sin embargo, la alegría se transformó en desasosiego y pérdida. De repente, me vi rodeado y envuelto en una pelea absurda a vida o muerte, tan grotesca que no acabé jamás de comprender.
Es la envidia, hoy lo sé, y aunque hoy todo ha cambiado y ese mundo ya no existe, lo sabes. Pero por aquél entonces, en efecto, eso fue lo que pasó, y nada más, lo que provocó la pelea en la discoteca aquélla, nada más entrar. Esa envida impotente fue, a la postre, la que me separó de ellas, ¡de Ella! Y por eso, a causa de la trifulca con aquellos matones de discoteca, el destino nos separó. No supe de ella en varios días.
Pero una mañana nos vimos y tuve que darle explicaciones. Contarle la pelea: El momento exacto en que la perdí de vista en la disco. Cuando me acorralaron. Y lo que ocurrió poco después. Cuando me obligaron a salir a la calle en medio de empujones y amenazas de muerte. Le expliqué entonces cómo tuve que retar al macho alfa de aquella manada de cobardes. Un último recurso para salir del paso. Y cómo le espeté después que —si fuera un hombre de verdad— se atrevería él sólo conmigo; que nos liaríamos a puñetazo limpio hasta que uno de los dos quedara en pie. En esos instantes tan decisivos, sólo deseaba partirle la cara a toda costa; tumbarlo, lograr patearlo, reventarle la cabeza.
Pero a medida que se lo contaba, como intuyendo algo malo o incorrecto, ella se iba distanciando, horrorizada. Y no es de extrañar: Cuando una pandilla de éstas te pilla desprevenido, si no eres peor que ellos, si no eres capaz de machacarlos con toda tu rabia contenida, estás listo y ahí te quedas, para los restos. Porque de esa, sabes muy bien, que no sales…
Hoy me pregunto cuántos de esos matones de discoteca baratos, que se enfrentaron conmigo en El Plaza para ver cómo su jefe, el puto jefe de la tribu salvaje, mordía el polvo estrepitosamente. Recibiendo una y otra vez los impactos de mis puños, y volviendo una y otra vez a caer, insistentemente, hasta la extenuación completa, —y sólo por tener una novia bonita a la que ellos jamás podrían haber tenido acceso— cuántos de esos esperpentos repugnantes pululan y pasean todavía por la ciudad medieval, tranquilamente, como si nada. Como si ese pasado no hubiera existido nunca. Cómo pasean todavía esos reptiles por esta Barcelona nacida de aquellos años, como si nada hubiera pasado en realidad.
Hoy, en que ya todo ese sucio mundo del hampa, los atracos a navaja sacada, los pinchazos por la espalda a traición, las palizas y las peleas a brazo partido entre bandas rivales, parecen desvanecerse en la neblina de un nuevo amanecer. Hoy, en que todo ese mundo underground está muerto para siempre.
Texto: © Fernando Gracia Ortuño, 2019.
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