Una historia de violencia

Tomás Bernal nos invita a conocer ‘Una historia de violencia’ en tres actos

UNA HISTORIA DE VIOLENCIA

Un mal día lo tiene cualquiera.

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PARTE I-INTRODUCCIÓN

—Cooperativa, ¿dígame?

—Buenas tardes. Por favor, ¿podrían enviarme un taxi para

las 21:20?

—¿Urbanización los Jarales, casa 80?

—Efectivamente.

— Alfredo, ¿verdad?

—Sí.

—Pues bien, Alfredo, a la 21:20 tendrá su taxi. Que tenga un

buen día.

—Eso espero.

—¿Con quién hablabas?

—Con los del taxi. Vendrán a buscarnos a las nueve y veinte.

¿Te has despedido de la chica?

—Ahora la pensaba llamar. Anda, hazlo tú mientras termino

de arreglarme.

Alfredo Guzmán buscó el número de su hija Graciela en el

móvil. A continuación pulsó encima del nombre.

—Hola, papi.

—¿Qué tal hija mía?

—Bien. ¿Ya tenéis preparadas las maletas?

—La mía desde ayer. La de tu madre aún está en ello.

—Ya me lo imagino… Esta vez siento no poder llevaros al

aeropuerto, pero toca baño.

—Por nosotros no te preocupes, ya he pedido un taxi. Tú

cuida bien de nuestra nieta para que esté tan bonita como siempre.

¿Por dónde para mi yerno?

—En Logroño. Mañana duerme en casa.

—Bueno, pues hasta la vuelta. Nada más llegar te

llamaremos.

—Mejor envía un WhatsApp, que estaremos durmiendo.

Venga, pasadlo bien y disfrutad de estas primeras y bien merecidas

vacaciones del Imserso. Seguro que sois los abuelitos más jóvenes.

Os quiero mucho.

—Y nosotros, hija.

Alfredo Guzmán, tras colgar, se guardó el móvil en el bolsillo

del pantalón.

—¿Cómo vas? —gritó a su mujer desde el salón.

—Un momentito. Nada, me falta un momentito.

—Joder con los momentitos.

Su murmuración coincidió con el timbrazo. Alfredo,

instintivamente, se miró la hora en su reloj de pulsera.

—Muy pronto para que sea el taxista, ¿no? —exclamó

mientras su mujer descolgaba el portero automático.

—¿Quién es?

—El taxi que han solicitado.

—¿Ya?…

—Es que me ha pillado el aviso muy cerca. Si hay algún

problema, no se preocupen, les espero aquí fuera.

Pilar miró a su marido.

—El taxista, que le ha pillado el aviso cerca. ¿Qué hacemos?

—Pues para estar esperando aquí, lo hacemos allí —le

contestó Alfredo.

—Vale, salimos.

El matrimonio Guzmán cogió las maletas, echó la alarma y

salió a la calle.

—¿Adónde vamos? —les preguntó el taxista una vez

acomodados.

—Al aeropuerto.

—¿De vacaciones? —se interesó.

Pilar, que parecía estar esperando la pregunta, le sacó de

toda duda:

—Sí, nos vamos a Benalmádena. Mi marido ha trabajado toda

la vida en la banca y se acaba de jubilar. Son nuestras primeras

vacaciones con el Imserso. Sabe, es la primera vez que cogemos

un avión. Tengo los nervios que no sé dónde meterlos. Mi marido

me dice que los meta en la maleta.

Y bla, bla, bla… El trayecto hasta destino se convirtió en un

dialogo entre taxista y Pilar. Cuando entraron al aeropuerto se

dirigieron al mostrador donde figuraba su destino: Málaga. Tras

facturar las maletas y con los billetes en la mano se acomodaron en

la zona de embarque. En ese momento Alfredo recibió la llamada

más extraña que le habían hecho en su vida. Una llamada que iba a

trastocar su vida para siempre. Era de la Cooperativa.

PARTE II-NUDO

—¿Alfredo Guzmán?

—Sí, ¿dígame?

—Sr. Guzmán el taxi que había solicitado para las 21:20 lleva

diez minutos en la puerta de su casa tocando el timbre y nadie le

abre. ¿Dónde está usted?

—A ver, a ver, a ver… ¿Qué me acaba de decir? ¿Que hay un

taxi en la puerta de mi casa esperándonos?… Tiene narices la cosa,

mire a ver si se aclaran que su taxi ya nos ha traído al aeropuerto.

—¿Qué taxi?

—¡Qué taxi va a ser! Pues el que han enviado ustedes y que

ha venido antes de hora porque el aviso le ha pillado cerca.

—Nosotros no hemos enviado ningún taxi antes de hora.

Nuestro taxi está en este momento en la puerta de su casa como ya

le he dicho —breve silencio por parte de Alfredo que trataba de

asimilar la noticia—. Señor Guzmán, ¿está ahí?

—Señorita, por Dios, a las nueve menos diez se ha

presentado en casa un taxista de parte de la Cooperativa. ¿Me

puede explicar cómo diablos se puede presentar de parte de

ustedes? ¿Cómo diablos sabía la hora? —el tono de voz de Alfredo

se fue endureciendo—. ¿Me puede explicar cómo diablos sabía mi

domicilio?

—Señor Guzmán, por favor, cálmese. Igual se trata de un

error por parte nuestra.

—Pues cojones, investíguelo y me llame —gritó a la

telefonista cortando la comunicación.

—¿Qué pasa?

Alfredo le contó la conversación que había tenido con la

Cooperativa. Pilar, al verlo tan nervioso, trató de calmarle

razonándole que todo podía deberse a un fallo de ordenadores, o

algo así. —Ya sabes que esas cosas pasan a veces. A ti te ha pasado

en el Banco. ¿A quién llamas ahora?

—A la chica.

—A la chica… A estas horas… ¿Para qué?

—Para que pase y dé vuelta.

—Que dé vuelta… ¿Por qué?

—Joder, Pilar, piensa por una vez… ¡Piensa! ¡Porque nos

pueden estar robando, Pilar, porque nos pueden estar robando!

Saben que nos vamos de vacaciones en avión porque tú se lo has

contado con pelos y señales, y por lo tanto saben que la casa está

vacía.

—Como siempre, la culpa es mía. Por Dios Alfredo, mira que

eres peliculero y paranoico.

—Sí, paranoico, sí… Ojalá tengas razón y solo sea eso.

—Dime papi. ¿Qué pasa? ¿Os habéis dejado algo?

Alfredo puso a su hija en antecedentes de lo que les había

pasado para terminar aconsejándola:

—Si detectas algo raro ni se te ocurra entrar, ¿me oyes? Ni se

te ocurra. Sal echando leches y me llamas. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, papá.

La espera se hizo insoportable, al final como Graciela no

llamaba, decidió hacerlo él, y para su horror, el móvil estaba

apagado o fuera de cobertura. Fue entonces cuando el altavoz

anunció que tenían que embarcar.

—Pilar, no nos podemos marchar así, tan lejos, sin saber qué

pasa en casa con nuestra hija y con la nena, que en teoría se habrá

quedado sola en su cuna. Pilar —le dijo con semblante serio—, que

le den por culo a Benalmádena. Volvemos a casa.

El matrimonio Guzmán salió corriendo y cogió un taxi. Una

vez en la Urbanización y tras comprobar que no había luz en

ninguna de las dos casas, con suma precaución entraron en la de

Graciela y se dirigieron al dormitorio de la pequeña Lucía. Alfredo,

al ver a su nieta dormir tan profundamente, se sentó en la cama y

rompió a llorar. Cuando se calmó, salió de la habitación.

—¿Adónde vas? —le preguntó Pilar en un susurro.

—Abajo, a la bodega.

Al momento subió con una catana, una ballesta, un puñal tipo

Excalibur que se colocó en la espalda, entre la correa del pantalón,

y una pistola de perdigones. Su yerno era un aficionado a

coleccionar todo tipo de armas que luego preparaba y afilaba,

dejándolas listas, según él, para una hipotética guerra o desastre

nuclear.

—Pero por Dios, Alfredo, ¿adónde vas con todo eso? Si te

pareces a Rambo —se atrevió a bromear, a pesar de las

circunstancias.

—Pues a nuestra casa Pilar, adónde voy a ir. Tengo muy claro

que al taxista de pega de alguna manera le dieron el chivatazo o se

enteró de nuestra solicitud, y en este momento nos está… o están

robando. Y también tengo claro que Graciela los sorprendió y que

ahora la tienen en su poder, sino porqué no contesta al teléfono y

qué hace la nena sola. Lo que no tengo claro es qué ha pasado

con ella, así que llama a la policía y que venga cuando antes.

—¿Y por qué no te esperas a la policía?

—Porque, insisto, no sabemos qué ha pasado con ella, si está

secuestrada, o herida, o pasando terror… Así que el tiempo juega a

favor de los malos. Y no te olvides que he sido yo, su padre, quien

la ha metido en este follón. Jamás me perdonaría que le pasase

algo siendo yo el culpable. Los remordimientos me perseguirían

toda la vida. Llama ya —le dijo a su mujer antes de salir, tras

apostillar—: y que sea lo que Dios quiera.

PARTE III-DESENLACE

Alfredo abrió la puerta de su casa y se situó de espaldas a ella,

dejándola entreabierta. Sumamente nervioso, y tras unos segundos

de espera, oyó voces que provenían de la parte de arriba. De

puntillas se dirigió al salón y al entrar el corazón le dio un vuelco.

Graciela se encontraba sujeta al sillón con cinta de embalar y con la

cabeza gacha. Amorosamente levantó su rostro con la mano

izquierda mientras que el dedo índice de la derecha lo depositaba

entre sus labios en señal de silencio. El cuerpo de la joven se

convulsionó al reconocer a su padre y su único ojo abierto comenzó

a lagrimear, el otro lo tenía cerrado y tumefacto. La boca se la

habían amordazado con el mismo tipo de cinta. Alfredo intentó

calmarla abrazándola contra su pecho.

—Graciela —le musitó al oído—, ¿tienes alguna herida por el

cuerpo? Contesta con la cabeza —Graciela la movió de izquierda a

derecha y Alfredo lanzó un suspiro—.Gracias a Dios. Escucha, he

oído voces en la parte de arriba, cuántos son, ¿dos? —gesto

negativo—, ¿tres? —gesto positivo—. Ok. Otra cosa, la nena está

bien, está con tu madre. No, por Dios, no me llores, no te vengas

abajo, te necesito fuerte. Ahora te voy a soltar y nos vamos…

—Michel, baja abajo y sácale a la perra esa dónde guarda el

dinero su padre.

La orden les llegó tan nítida, y a continuación los pasos

bajando las escaleras, que a Alfredo le vino justo para esconderse

detrás del sofá, junto al sillón. El llamado Michel abrió con tal

violencia que la puerta salió rebotada al golpearse con el radiador

de la pared.

—A ver niña, tú vas a cantar más que Julio Iglesias. ¿Dónde

tiene escondido el dinero tu padre? —y de un fuerte tirón le arrancó

de la boca el papel de precintar. Graciela emitió un chillido que se

transformó en un grito de dolor al recibir un puñetazo que le partió el

labio. Alfredo reconoció la voz de Michel, era el taxista, con lo cual

su teoría tomaba forma: o tenían intervenidas las líneas telefónicas,

o hacheado el ordenador, o simplemente alguien de la Cooperativa

les pegaba los chivatazos.

Cuando desde su posición vio el brazo y el puño cerrado

surcar el aire e impactar en el rostro de su hija, una ira irracional le

invadió. Los acontecimientos iban tan rápidos que su mente era

incapaz de seguirlos, así que dejó todo a la improvisación, y cuando

de nuevo vio el brazo de Michel dirigirse al rostro de su hija, se

incorporó y lo detuvo con un rápido movimiento de la afilada catana.

Fue un choque de trenes en el que llevó la peor parte el brazo de

Michel, pues el puño salió despedido acompañado de un chorro de

sangre. Alfredo, una vez en pie, liberó a su hija de la cinta cortando

el respaldo del sillón con su cuchillo de Excalibur. Fue entonces

cuando se despertó el silencio. Los gritos le llegaban por todas

direcciones: su hija lloraba, Michel gritaba obscenidades intentando

con un cojín frenar el flujo de sangre y los dos de arriba llamaban a

su compinche preguntándole que qué diablos pasaba. El primero en

callarse fue el taxista, al recibir en la sien el impacto de la figura de

un buda de piedra. Michel se desplomó con gran estrépito, mientras

que Alfredo recogía a su hija con la intención de huir, pero los otros

dos ya bajaban a la carrera, así que se escondieron detrás del sofá.

Sin entrar en el salón, ni encender las luces, tan solo con las

linternas, uno de ellos llamó a su compañero:

—¡Michel!… ¡Michel!… ¿Te encuentras bien?

Alfredo inspiró profundamente y con voz grave dijo:

—Todo lo bien que se puede encontrar un muerto.

Y a partir de ahí comenzó un diálogo de lo más kafkiano en

un intento desesperado por parte de Alfredo de ganar tiempo para

que llegase la policía.

—Cómo que está muerto… Cómo que está muerto… Tú sí

que estás muerto, mamón. Tú y la perra del sillón.

—No, hijo de puta. Vosotros sois los que estáis muertos.

¿Acaso pensáis que os voy a dejar salir de aquí con vida?… ¡Y una

mierda! ¡Oís! ¡Y una mierda! —repitió.

—¡Pero qué dice este puto vaquero!

—Encima sordo… ¿Quieres que te lo repita? Pues que no

vais a salir con vida, que os voy a matar a los dos.

—¿Que tú nos vas a matar a los dos?

—Fijo, encima de tonto eres sordo. Por supuesto que os voy a

matar. Y si tienes alguna duda pregúntale al pringao de tu amigo

Michel. Piensa con claridad, estúpido.

—¿El… qué tengo que pensar? —el tertuliano dudaba.

—Ya sabía yo que serías incapaz.

—¿¡El qué tengo que pensar!? —volvió a repetir vociferando.

Bueno, ahora estamos todos nerviosos, pensó Alfredo, quien

se tomó su tiempo en contestar:

—Pues por ejemplo, ¿por qué no está aquí la policía? Porque

podía haberla llamado, ¿verdad? Pero no me interesa que os

detengan y que una vez puestos en libertad me tenga que pasar el

resto de mi vida mirando mis espaldas. Prefiero mataros a los tres y

enterraros en el jardín, me es mucho más cómodo, más

tranquilizador. ¿Ya sabéis el refrán?… Muerto el perro, se acabó la

rabia. La última afirmación de Alfredo vino acompañado de un

espeso silencio que aprovechó para reptar y colocarse bajo la mesa

del comedor, enfrente mismo de la puerta del salón. La ballesta la

colocó encima de una de las sillas, apuntando al centro de la

puerta. A continuación, murmullo apagado de voces. Deliberaban. Y

al momento lo que sospechaba Alfredo, la entrada en tromba de

uno de ellos disparando en dirección al sillón. Alfredo no quería

errar, había llegado muy lejos y ya no había vuelta atrás. Así que

cuando lo tuvo a dos metros escasos de distancia, apuntó al pecho

y disparó. El impacto de la flecha fue tan brutal que lo sacó del

salón, frenándolo la barandilla de las escaleras del pasillo. Sentado

en el suelo, el saeteado se cogió la flecha que sobresalía de su

estómago con ambas manos y farfulló entre estertores:

—Hostia, Fran… Que mal día, ¿no?… El vaquero me ha…

matado. Entonces Fran se puso a disparar sin orden ni concierto

asomando tan solo el brazo. Alfredo había retomado su escondite

original y se encontraba al lado de su hija tumbado en el suelo

detrás del sofá.

—Imbécil, tan solo quedas tú —gritó en un intento

desesperado de asustarlo y de que se fuera, pero no hizo falta,

porque los agentes de la ley propinaron una patada en la puerta

entreabierta y entraron en la casa gritando: ¡Alto! ¡Policía! ¡Las

manos sobre la cabeza, dónde yo las pueda ver!

Texto: © Tomás Bernal, 2019.

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