Mutuamente desconocidas- Relato esencial
Con ‘Mutuamente desconocidas’ presentamos un nuevo relato esencial de María Rodríguez González-Moro
MUTUAMENTE DESCONOCIDAS
Andrea era una muchacha tímida, tanto que con frecuencia sus ideas no llegaban a abrirse paso entre sus fantasías porque no alcanzaban a salir de ese entorno reservado a los pensamientos más íntimos, un lugar no definido entre el subconsciente y el alma. Esa timidez le había llevado a estudiar Matemáticas, con los números se sentía bien ya que en ocasiones su complejidad los hacía parecer tan extraños como ella misma, y muy especialmente aquellos casos en los que teoremas y conjeturas continuaban sin ser resueltos.
La necesidad impulsó a Andrea a buscar un trabajo con el que poder afrontar los gastos de sus estudios, era hija de familia desestructurada, su padre se marchó con una vidente caribeña y su madre trabajaba en una mercería que cada día debía reinventarse para continuar abierta cuando coser ya no es lo que era. Gracias a uno de sus profesores de la facultad pudo contactar con un abogado penalista que andaba buscando quien se encargase de las visitas y el papeleo, y desde luego nunca olvidará el día que se presentó a la entrevista, el abogado era un tipo gordo, especialmente desaliñado, los pantalones le quedaban tan cortos que parecía fuera huyendo de la humedad, los tirantes que usaba amenazaban con soltarse y acabar con la vida de todo aquél que estuviera cerca como fustas ejemplarizantes, la tensión de la barriga sobre la camisa permitía ver su abdomen peludo entre dos o tres botones, y su manera de sonarse la nariz estaba mucho más en consonancia con el consumo de cocaína que con un catarro pasajero. Con todo fue su voz, absolutamente aniñada para un hombre tan maduro y soberanamente grande, la que más llamaba la atención a la hora de valorar a un interlocutor que en aquél momento ostentaba el poder supremo, la decisión de contratarla dependía únicamente de él.
El sueldo ofrecido por el abogado era tan ridículo como el largo de sus pantalones, pero al menos serviría para pagar la habitación del piso que compartía con dos lesbianas, que todavía no habían salido del armario fuera de casa, y una profesora de religión. Además el trabajo era por la tarde, podría ir a la facultad por la mañana y, con suerte, incluso estudiar en el despacho en momentos en que la afluencia de clientes lo permitiera. Quedaron de acuerdo en comenzar en ese mismo momento y el abogado se levantó para buscar un contrato tipo en una de las estanterías. Al sacar la carpeta cayeron al suelo unos cuantos folios justo a los pies de Andrea, pero ella alcanzó a recogerlos antes de que su nuevo jefe hiciera ni tan siquiera el gesto de agacharse; al levantar la cabeza y entregarle los folios tuvo la certeza de que los ojos del abogado estaban clavados en su escote y se sonrojó de inmediato; a pesar de llevar la camisa recatadamente abrochada, la línea visual con respecto a su posición inferior permitía adivinar, aunque fuera de manera fugaz, unos pechos que nada tenían que ver con la oferta laboral.
Un despacho mínimo, entre el de su jefe y el espacio de la sala de espera, sería el epicentro de su lugar de trabajo. No había puerta y podría ver a los clientes que permanecieran sentados y que estarían justo frente a ella. Lo primero que hizo al tomar posesión de su trono temporal fue abrir los tres cajones que la mesa tenía a la derecha. En el primero había diversos documentos de procedimientos entremezclados, algunos bolígrafos y una agenda para apuntar citas que no parecía estar muy manoseada. En el segundo encontró una taza de porcelana con la inscripción “La Justicia no solo debe ser honesta, sino parecerlo”, y una caja de infusiones florales de sabores variados. En el tercero había un archivador con carpetas vacías, con los dedos fue pasando una a una y al llegar al final le pareció ver algo al fondo del cajón, quitó varias de las carpetas y su sorpresa la llevó a quedarse sin palabras ante ella misma, era un consolador de importantes dimensiones acompañado de un tubo de crema lubricante medio lleno.
No sabía qué hacer con aquello, así que cerró el cajón y pensó que sería mejor no decir nada hasta que pudiera deshacerse de semejante cosa de manera discreta, para nada querría que el abogado llegase a pensar que podía ser de ella. Con los nervios le habían entrado ganas de ir al baño, no le costó dar con él, se encontraba a la izquierda de su cubículo, en una especie de micro pasillo cuya penumbra daba al lugar un entorno un poco tenebroso. Al abrir la puerta miró hacia otro lado por si hubiera más de un baño, pero no, era un lugar único para ella, el jefe y los clientes, y desde luego además de único también era irrepetible, porque no creía que ni las películas más lúgubres pudieran ser capaces de replicar un espacio tan asquerosamente deprimente. Estaba claro que el abogado, dada la envergadura de su tripa, ni tan siquiera acertaría a adivinar hacía dónde tendría que dirigir su chorro, algo así como ir a juicio sin haber estudiado el caso, parte del suelo estaba mojado y, por supuesto, el inodoro no era el lugar más recomendable para sentarse sin bragas. Como la necesidad de orinar se hacía patente tuvo que ideárselas para mantener el equilibrio mientras pensaba que aquello no era lo que ella había imaginado que podía ser el despacho de un abogado, si bien es cierto que nunca había estado en otro con anterioridad.
Sonó el timbre de la puerta y tuvo que vestirse rápidamente, ni se molestó en limpiarse con papel, y no tanto por la prisa en abrir, sino porque lo único que quedaba era el recuerdo del mismo en forma de canutos de cartón vacíos en la papelera. Abrió la puerta y un hombre con un traje arrugado y muy desgastado dijo que tenía cita con el abogado. Ella le hizo pasar a la sala de espera y entró a avisar a su jefe que en ese momento estaba hablando por teléfono. Con la mano le indicó que saliera y ella, suponiendo que atendía una llamada importante, comunicó al cliente que debía esperar, lo cual no le importó, era como si ya estuviera acostumbrado a hacerlo por la cara que puso.
Cinco minutos más tarde volvió a sonar el timbre de la puerta, otro cliente que también tenía cita. A pesar de no llevar traje parecía tener mejor aspecto que el anterior, pero una cicatriz en la mejilla denotaba que, o había sido víctima, o era el resultado de los gajes del oficio. Entró directamente a la sala de espera sin preguntar, la sensación era como si igualmente supiera que en ese despacho siempre se esperaba.
Andrea, sentada en su lugar de trabajo, intentaba hacer como que repasaba la agenda de citas, no había ordenador y le ponía muy nerviosa notar la mirada de aquellos dos hombres sobre ella. Afortunadamente alguien volvió a llamar a la puerta y se sintió aliviada de poder escapar de semejante marcaje intimidatorio. Una mujer con la cara medio desfigurada preguntó por su jefe, y como escuchaba vagamente su voz al teléfono le comentó que estaba ocupado pero que pronto la atendería. La mujer entró a la sala de espera, no saludó a nadie y se sentó justo al lado más lejano de los dos hombres, era evidente que le habían dado una paliza y por ese gesto suyo de marcar distancias bien podía entenderse que había sido un hombre el responsable de la desastrosa apariencia de su rostro.
Otra vez la puerta, los clientes se acumulaban y su jefe no se bajaba de aquella llamada interminable. Esta vez al abrir había dos personas en el rellano de la escalera, un hombre y una mujer, pero no venían juntos aunque debían conocerse porque hablaban muy animadamente entre ellos. Tomaron asiento en la sala de espera y continuaron con la conversación, desde luego no parecían muy intelectuales, y por sus gestos incluso se intuía que hasta podrían tratarse de una prostituta y un cliente que coincidían en la visita al abogado.
La visión de la sala de espera con aquellas cinco personas hizo venir a la mente de Andrea el teorema de la amistad basado en los números de Ramsey, que asegura que en un grupo de seis personas que coinciden en un determinado lugar, tres de ellas serán mutuamente conocidas y las otras tres mutuamente desconocidas, pero utilizando un número menor de seis el teorema deja de funcionar. Los números de Ramsey buscan el orden en los sistemas estudiando el momento a partir del cual desaparece el caos, ya que el desorden total no llegaría nunca a existir, por eso el momento de escape mental que Andrea estaba teniendo teorizando matemáticamente con los clientes de su jefe le llevó a esperar que alguien más llamase a la puerta, quería comprobar si tres eran mutuamente conocidas y tres mutuamente desconocidas. Y el timbre volvió a sonar.
Esta vez era una chica joven con una idea del recato en el vestir en las antípodas del que gastaba Andrea. Resultó ser la que hasta hacía solo unos días había ocupado su puesto y estaba allí para cobrar los dos meses que el abogado le debía. Al tomarla por una colega le hizo pasar a la secretaría y allí, con más vergüenza que otra cosa, Andrea le hizo saber a la chica lo que había dejado olvidado en el cajón del archivador. Ella, con una sonrisa que más bien parecía de asco, sentenció que tanto el objeto como la crema pertenecían al abogado y que, a cambio de promesas dinerarias que resultaron ser tan falsas como su fama en los juzgados, él la convenció para introducírselo por detrás. Andrea se escandalizó, aquello le pareció más de lo que podía llegar a soportar y ya se veía como la próxima víctima del consolador letrado, pero su antecesora la quiso tranquilizar aduciendo que no era a ella a quien le introducían el artilugio, sino que era el abogado el que le pedía que se lo hiciera a él, y que incluso una vez fue a un juicio con unas bolas chinas porque le ponía el secretario judicial.
Andrea pidió a esta chica que atendiera en la sala de espera, esta vez entraría directamente en el despacho de su jefe para despedirse porque no quería permanecer ni un minuto más siendo la empleada de un cerdo, por mucho que el cerdo fuera un penalista reconocido, según le había argumentado su profesor de la facultad. Mientras recorría los escasos metros que había hasta la puerta del despacho de su todavía jefe escuchó a la anterior secretaria saludar mucho más que amistosamente a las dos últimas personas que se habían incorporado a la sala de espera, con lo que ahora sí había tres personas mutuamente desconocidas. Al entrar al despacho el abogado estaba tumbado en el suelo, tenía el pantalón y los calzoncillos bajados y, a todas luces, parecía estar muerto. El teléfono permanecía descolgado y se escuchaba a alguien hablando del otro lado, al acercarse el auricular al oído una mujer seguía manteniendo la conversación sin saber que nadie la atendía. Hablaba de sexo con tal obscenidad que Andrea supuso que era alguien que se había equivocado de número, pero al ver una tarjeta junto al teléfono comprendió todo: “La llamada de la jungla, Línea erótica. 2,15€/minuto”.
Texto: © María Rodríguez González-Moro, 2018.
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