Sobre una pecera- Relato esencial
Desde México, Beatriz Osorio Morales nos envía el relato esencial titulado ‘Sobre una pecera’
SOBRE UNA PECERA
No crean que soy descortés señores, déjenme contarles cómo sucedieron las cosas. Verá usted mi Lic: Yo estaba sentado en una banca del parque, bajo el árbol grande… (En verdad estaba nublado, había una tormenta cabalgando el aire, sí, podía olerse a leguas de distancia) pero, perdón que me distraiga.
Como les digo, la vi venir con su minifalda negra desgastada, bien embarrada al atractivo parecía nuevecita. «Qué buen culo», pensé.
Ella pasó sin voltear, como que sabía bien a donde iba. La vi entrar en el callejón viejo, sin perderla de vista, guiado por un impulso me vi levantarme de aquel sitio y desaparecer en una persecución interminable.
Entró al café citadino, creo que acostumbraba a venir sola. Se sentaba y después de ordenar un expreso encendía un cigarrillo. La vi y lo recuerdo como si estuviera sucediendo.
– ¿Me regala fuego? pregunta al mesero que atiende la mesa vecina, mientras se instala en actitud ausente… No entiendo muy bien esa actitud, aunque la mía tampoco.
Después de cinco días de seguirla y espiar por el cristal del café sin que ella se persuadiera, finalmente decido entrar y acompañarla. De suerte que tal vez tenga la oportunidad de repetir todos los momentos en que frente a mí se desnudó. Separados por un muro transparente, la silueta parecía más suave y cada movimiento hecho a lentitud. El cristal estaba cada vez más cerca y mi aliento más encendido, ya casi se desfiguraba su imagen en mi vapor…Luego, me venía el puñal cortante cuando estaba tan cerca de aquella ventana arrinconada, que la nariz quedaba rozando tanta frialdad, como el pez que todavía conservo en la vieja pecera (no sé cómo es que ha resistido tanta hambre a que lo someto)
Hoy es el día…Esperaré donde siempre, dejaré que se aleje hasta la entrada del café. Entonces, me acercaré a su mesa cuando ya se haya instalado.
-Disculpe, ¿podría sentarme un momento? uno a veces está muy solo y le hace falta hablar un poco.
Sus grandes ojos se esforzaron por volver de aquel trance acostumbrado. En un pestañeo casi involuntario, dejó venir sobre aquella agua aceitunada un gesto muy parecido a una sonrisa. -¿Perdón? – respondió ya un poco desperezada. –Perdone usted si la interrumpo, pero le decía que necesito hablar con alguien, y me parece que a usted no le vendría mal…¿Escucharme?
Por un momento la vi dudosa, yo hubiera querido permanecer impasible ante aquel instante de duda pero, apenas oí su voz y ya me hacía daño su silencio.
-Está bien, pero sea breve por favor- respondió.
No supe cómo, lo único que sé es que fui perdiendo torpeza a medida que hablaba, aunque por ello, al principio debí parecerle sospechoso.
-No comprendo esta vida de perro que llevamos los callejeros como yo –dije- contemplamos lo cotidiano y andamos por los callejones una y mil veces, siempre buscando algo, pero ¿qué? A veces, parece que nunca hemos cruzado la misma calle dos veces, otras ocasiones la sabemos de memoria, allí está la clave, sí, cuando alguien decide que el mundo es su casa, camina con libertad por donde le plazca.
-Ya sé lo que está pensando, no sería la única en pensar que estoy loco, así que la entiendo y la justifico, pero le ruego que me escuche, y no me pida que sea breve porque no puedo asegurarle nada (hablando de cosas y lugares muy vistos, la he visto…mucho y la he seguido)
-¿Cómo? –preguntó asombrada.
–No se alarme por favor, luego le explico por qué.
Déjeme decirle que durante cinco días, he recorrido cuidadosamente cada palmo de la existencia de vagabundo que he llevado desde que renuncié a mi sueño frustrado de ser escritor de prensa.
–Le digo que no escribiré pendejaditas en ese artículo, para eso hay revistas y periodicuchos chatarra. Si hay un suceso, hay que decirlo para informar, no para recibir dinero, premios o para tapar el sol con un dedo.
Esa tarde mi jefe decidió que era momento de darme las gracias por mis servicios. Yo, la verdad quedé liberado, por un instante hubiera querido aplaudir mi rebeldía; pero eso sería demasiado narcisismo, pensé.
Entonces recordé todos esos días cuando era estudiante en Ciencias de la Comunicación, allá en la ciudad de México. Yo soñaba con arreglar el mundo y denunciar las movidas del gobierno, no digo que aumentarle más corrupción, aunque confieso que no estaría mal, a fin de cuentas, yo creo que aparte de lo que salta a la vista, todos los funcionarios han de tener su guardadito, en cuanto a estupidez se refiere. Cuando uno es estudiante es también un poco estúpido, sí, es fácil pensar en derrotar la corrupción poniéndola a la luz, junto con los detalles, la parte oscura de las etiquetas y trajes, de la demagogia y el altruismo de todos los servidores o aspirantes a “servidores” públicos.
Se lo dije todo a mi jefe de departamento, en el fondo él pensaba lo mismo, pero como toda orden, la orden venía de más arriba. Nunca dijo nada, aunque cuando yo le hablaba de mis ideas y opiniones de política se quedaba callado, después de permanecer pensativo por un instante, exclamaba con gesto de tolerancia:
-La opinión de uno es muy particular, pero ahora entiendo porqué no es usted político, así que ahórrese su buena voluntad y aprenda a ser más participativo…le conviene.
Parece que no se daba cuenta que eso era precisamente lo que pretendía, participar de alguna manera en el asunto de la corrupción, enterándome y haciendo partícipe a la masa social, como se dice en el contexto periodístico.
Lo lamenté unos minutos. Después, busqué un lugar barato para vivir, creí que era momento de cambiar de ciudad y decidí venir a ésta ciudad de locos, era conveniente tener un punto de referencia. Tardé un poco en encontrar ese lugar donde no hubiera más que lo necesario para morir: Un tapete viejo, algún recipiente para beber y alimentarme, no debía faltar un buen baño; han de saber que hay dos cosas que no tolero, el olor a mugre en mi cuerpo y la otra señores, es la razón por la que estoy aquí…Ah! no podía haber faltado la pecera, desde niño he tenido fijación por las peceras, y claro está, por los peces domésticos.
-¿Perdón?- dije al oír aquella voz casi desconocida.
-Tengo que irme, ya dispuse de mucho tiempo para oír sus frustraciones- dijo esta vez con impaciencia.
– ¡Señorita! – exclamé confundido. Estaba demasiado ensimismado para decir algo más. Cuando oí su voz me di cuenta de que en realidad había permanecido sumido en mi propio monólogo durante casi tres horas, frente a una mujer de la que no sabía ni el nombre, ella tampoco sabía el mío, con razón se enfadó.
Sin decir una palabra más, tomó su bolso color chedrón de doble asa y se alejó.
Sus pasos indudables cruzaron aquella puerta antiquísima, me pareció que la madera amedrentada por la polilla, sintió un ligero estremecimiento por el tap tap de sus tacones.
Hasta entonces no había visto su cabellera ondulada, deslizar su negrura en aquellos hombros color canela. No pude soportar tanta belleza, mis ojos quedaron traspasados por aquel movimiento de fragilidad perversa. En automático, abandoné la mesa de la que no recuerdo ningún detalle.
Salí del lugar como sonámbulo, metido en una atmósfera de delirio, la seguí sin perderla de vista. Caminé tras ella poseído por su imagen, o por lo que yo figuraba de aquel ser que no había conocido realmente, si no hasta el momento que la vi alejarse. Supe que Ella era la transparencia en la que yo deseaba naufragar. Recordé también mi fijación por los peces cautivos.
Contuve la respiración en las mandíbulas y emití un desliz hasta su brazo derecho. Ella volvió hacia mí cuando sintió el tentáculo que la oprimía deliberadamente. Entonces cubrí con mi boca toda reacción que pudiera despertarla, cuando ella quiso rechazarme, ya estaba enredada mi lengua en su garganta.
Es importante señores, que antes de continuar sepan ustedes que poco a poco me fui alejando del punto de referencia, hasta casi perderlo de vista. Pasaba deambulando por las calles mil y una noches, porque los días también eran noches llenas de ausencias ambulantes.
Los perros y yo sobrevivimos juntos, a veces por el olvido del hogar, a veces por la decisión de abandono, hasta que algún despertar coincidencial me recordaba que había que alimentar al pez. Después de quien sabe cuánto tiempo, tenía que resucitarlo. Le llevaba migajas de comida, le hablaba con el lenguaje vulgar de los perros, estaba tan habituado a él, que a veces mis argumentos puedan parecerles inhumanos, a menos de que hayan aprendido a sobrevivir con los perros.
Un día sentí nostalgia y quise regresar al viejo departamento, me vi navegar en un océano limitado de agua sucia, la soledad se arraigaba haciéndome sentir fuera de lugar, fuera del alcance de cualquiera. Caminé sin parar, el trayecto parecía interminable, un agotamiento indisoluble se apoderó de la orientación de tiempo y espacio, no supe si continuar.
Yo estaba allí, en medio del principio, sentado bajo el árbol grande, viendo sin mirar, agobiado por el instinto. No sé cuánto tiempo paso, pero les digo que la vi venir del sur, con minifalda negra. Ahora que lo recuerdo, vestía también una blusa negra, como si estuviera de luto, indudablemente eso explica muchas cosas que pasaron después.
Entonces vinieron a mí las concreciones, empecé a oír un barullo de sucesos pasados, cuando fui despedido del periódico deje la casa de mis padres que habían sido siempre muy amorosos y responsables de mí, su apoyo en la universidad, los cometas de la infancia, los peces muertos de mi primera pecera.
En la universidad siempre fui muy pretencioso, me gustaba merodear por las oficinas de los periódicos menos leídos, ayudaba a corregir algunos detalles de redacción, hacía de todo con tal de seguir en contacto con el medio, pues yo pensaba que algún día tendría mi propio periódico. Ahora reitero que aunque parezca frustración lo de andar a partir de un fracaso, es mil veces preferible el aislamiento que pertenecer al rebaño del amarillismo.
-Le exijo que sea claro y no de tantas vueltas al asunto…al grano con su declaración- dijo el hombre que modera los casos delictivos.
Ustedes disculpen señores, pero no es fácil estar hablando frente a un juzgado, siendo interrogado por un licenciado jefe del ministerio público, y encima, hacer que entiendan todos, esto no le pasa a uno muy a menudo. Pero ya que insisten les diré lo que ocurrió después.
Llevé a la que ustedes dicen es mi víctima, la llevé al árbol grande, no el del parque, otro que hay a orillas de un lote baldío cerca de aquí.
Les aseguro que fui dulce con ella, ¿De qué otra manera no hubiera tenido que amordazarla para mantenerla callada? aunque mis palabras eran vulgares, no señores, a mi no me gusta la violencia, sin embargo, hago alarde de la pasión que le hice sentir acariciando su soledad. Supe que ella también estaba sola cuando vi sus pezones enardecidos que traspasaban la tela negra de su blusa. Entonces, me deje hundir en aquella zona volcánica de cráteres despiertos, había tanta armonía en el crepitar de un cuerpo entregado a su propio fuego, que cuando pude darme cuenta, ya la había despojado de todo lo que pudiera impedirme ser al fin un pez cautivo en su lava seminal.
Dos cuerpos luminosos se movían a intensidad radar, bajo la sombra del gran árbol de misterios nocturnos, bebiendo secreciones de su propia serpiente, dejada al fin salir por en medio del cráter de la eternidad. Yo oía cada milímetro de su aliento, cada gemido suplicante, y contemplaba su hambre anegada en el brillo lánguido de sus ojos verdes, entonces e me aguzo el oído un poco más cuando dijo entre sollozos de placer y contorsiones de humedad: -Enreda tu serpiente en mi cuello, quiero alcanzar al que se fue. Invítame a la muerte.
Sentí salir de mí un espiral quemante que se apoderó de mis manos, tomé el volumen de su cuello y me posesioné de él.
Su cuerpo se aquietaba poco a poco, mientras secretaba un olor a rosa quemada, sus ojos fijos se iban apagando y su respiración se silenció después del último espasmo placentero.
Las luces de las patrullas y su chillido infernal nos rodearon, dejaron ver el contorno de su cuerpo desnudo, y el mío apenas cubierto por restos de lo que fuera una camisa vieja.
Solté el cuerpo inerte, y sonreí como si hubiese podido respirar al fin.
Texto: © Beatriz Osorio Morales, 2018
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