‘El último invierno en Nebraska’ (Parte II)- Víctor Mirete

Llegamos hoy al desenlace de ‘El último invierno en Nebraska’ (relato cuya primera parte publicamos ayer sábado en SNN), por Víctor Mirete

(…)

‘Último invierno en Nebraska’, PARTE 2

Algún día de diciembre de 1861.

—Ahora que ya estamos en igualdad de condiciones podremos hablar con más tranquilidad.

—Hable, ya decidiré yo cuándo me quedo tranquilo —aquel tipo rio cínico ante mi comentario.

—Bien muchacho, bien, eres igualito que él…

—¿Quién es él?

—Hace más años de los que tenéis tú y tu revólver juntos conocí a un hombre,  cuando me dedicaba a la caza de pieles de animales. Era un hombre serio, de abolengo y de buen vivir. Uno de esos hombres bien trajeados, que caminan con la cabeza alta y saludan con cortesía a todo el que pasa a su lado. Nada parecido a mí, como ves. Pues bien. Ese hombre jamás iba armado. Ni un solo cuchillo en sus botas. Iba de un sitio a otro del país en su diligencia privada, sin armas. Ni él, ni su gente. Precisamente porque su influencia y su capacidad para generar dinero era tal, que todo el mundo prefería rendirle respeto a retarlo en duelo. Para él era como una sensación de supremacía. Estaba por encima del bien y del mal. Soberbia o seguridad, llámalo como quieras. La cuestión, Reed, es que un hombre puede ser muy odioso, o rendir respeto a otro hombre según con que actitud creas que puedes sacar más de esa persona ¿Verdad? —Godfrey tomó dos platos y dos cucharas de madera de la alacena y las colocó en una pequeña mesita que había junto a la chimenea. Sirvió dos raciones de estofado, apagó las brasas del puro en la punta de su gastada bota marrón y lo dejó al borde de la mesa donde había dejado la comida.

—Bien, como explicaba, un día, ese hombre vino a comprar unas pieles a la ciudad de Harrisburg, en Pensilvania. El viejo Patterson regentaba allí una tienda de textiles, abrigos de piel de oso y otros animales, junto a sus dos hijas. Las hermosas Lucy y Belma. Sus abrigos son muy conocidos, seguro que has oído hablar de ellos —explicó, divagando mientras tomaba la primera cuchara de estofado, dejando derramar el caldo por su andrajosa barba—. El caso es que este hombre llegó al pueblo sin saber que una banda de forajidos de Carolina del Norte llevaban mucho tiempo detrás de él. Lo esperaron dentro de la tienda del viejo Patterson, se apostaron en todas las casas y edificios del pueblo para evitar que saliese con vida de allí, y lo asesinaron.

—¿Esa banda es la de “Los Mcalyster”? —pregunté con cierta intriga.

La banda de los Mcalyster se convirtió durante la década de 1840 en la más temida de toda la costa este. Unos tipos implacables, sin escrúpulos, sin piedad y sin nada que perder. Renegados que mataban por el mero hecho de matar, que violaban por el mero hecho de ver jadear y sufrir a una hembra en sus brazos y que robaban bancos por el mero hecho de destrozarlos y quemarlos al salir. No tenían amo, ni pretensiones económicas, y esa era la peor y más eficaz de sus armas. Nunca sabías cuando iban a aparecer, ni por qué, ni dónde, ni cómo.

Supuse que en frente tenía a uno de los Mcalyster. De pronto, mi cuerpo tembló por dentro y mi respiración se volvió más angustiada, pero Godfrey seguía dispuesto a contarme algo que yo debía escuchar. Godfrey saboreaba cucharada a cucharada del estofado con ímpetu, sin dejar de hablar ni de retarme con la mirada. Era abusivamente soez y grosero en sus actos, pero hablaba con una propiedad inusual para la gente de su calaña.

—Exacto, esos son los Mcalyster. Pero a donde quiero ir a parar es a… ¿Por qué lo esperaron para matarlo precisamente ellos? ¿Por qué unos criminales sin moral ni principios planificaron la búsqueda y asesinato de ese pobre hombre? La respuesta es muy sencilla y muy compleja a la vez: porque cuando juegas mucho tiempo con dinero, este acaba jugando contigo. No importa la cantidad de papel que tengas, ni la cantidad de influencias de las que dispongas. Siempre hay alguien a quien le estorbas, alguien a quien no le importa perder su vida a costa de que tú pierdas la tuya. Y claro, a veces con según que favores hagas a según quién, también se puede gozar de cierta impunidad. Y esos alguien eran los Mcalyster.

—¿Dónde nos lleva toda esta historia? No le veo relación con nada que me interese saber sobre la muerte de mi padre —dije, frunciendo el ceño y dejando mi plato de estofado en el suelo en señal de impaciencia.

—Paciencia, amigo. Las historias hay que degustarlas con esmero, al igual que un estofado como ese que no has tocado todavía. Al principio abrasa la lengua, pero cuando te lo has terminado quieres otro plato más —el bailoteo de su comida dentro de su boca era casi tan irritante como su altivez y fanfarronería—. Ahora bien, si comes demasiado rápido puedes atragantarte, a no ser que tengas un estómago de acero… Y ese estómago de acero, para los Mcalyster, era la impunidad para cometer cualquier delito. De la noche a la mañana, el tipo que les contrató para liquidasen al tipo que entró en la tienda del Viejo Patterson, les había ofrecido antes eliminar sus nombres, su rastro y su culpabilidad de todos los delitos que habían cometido; siempre y cuando estuviesen operativos sólo para él. Y eso es como un caramelo en la boca de un niño. Yo, por aquel entonces, también era un niño al que le gustaba jugar a ser impune ¿Comprendes?

—Habla claro ya, o se te enfriará el estofado —dije arrogante. Pero la verdad es que me roía la curiosidad—. Perteneces a esa banda de asesinos, ¿no es así?

No quise parecer brusco en la sentencia, para no exasperarlo antes de conocer su propósito, y entoné una voz pausada al hacerle la pregunta.

 —Caballero, no solo eso, yo maté a ese hombre tan influyente como para cometer la torpeza de ir desarmado por la vida. Te preguntarás por qué. Y si no, no pasa nada, te lo contaré igualmente. Lo maté porque me ofreció menos dinero para matar al otro tipo, que el otro tipo para matarlo a él.

—¿Quién era el tipo que les contrató para matarlo?

—Alguien que ya está muerto. Alguien que fue mi jefe durante un tiempo, y a quien mi jefe de ahora me pagó mejor para que lo matase. Alguien que vivió contigo en esta casa. ¿Ves la ya relación ya con tu padre?

Enarqué el gesto. En ese momento empecé a entender todo. Me quedé observándole unos segundos, sin decir nada, atando cabos e intentando mantener la frialdad necesaria como para actuar o no si la ocasión lo requería. Mi padre no fue tan diferente a aquel hombre que tenía frente a mi. Toda una vida intentado alejarse de una sombra que no te pertenece, pero la muerte y la maldad tienen una sombra demasiado alargada.

—¿Quién es tu jefe ahora?

—Si te lo dijese, tendrías que pagarme mejor de lo que él lo hace para poder seguir vivo. Pero… ¿Quieres saber qué fue lo que ese hombre al que maté en la tienda del viejo Patterson me dijo antes de morir? —preguntó con la boca llena. Se tragó la comida que masticaba y se dio un severo golpe en el pecho antes de limpiarse los labios con un trapo que llevaba en el bolsillo de su chaqueta. Luego me miró concienzudamente y prosiguió—. Ese hombre me dijo sus últimas palabras al oído, como si fuese mi padre o el tuyo. Me dijo: “Muchacho, una bala puede cambiar la vida de un solo hombre, pero un dólar puede cambiar la vida de muchas personas. Yo os he cambiado la vida a todos”.

Godfrey se volvió a reclinar hacia atrás en el sillón, después de devorar el estofado, haciendo chirriar los muelles como si una puerta vieja acabara de cerrarse. Encendió de nuevo el puro que había reservado y aspiró profundo. Yo no había comido nada aún, e intuía que aquella velada iba a durar poco tiempo así de tranquila.

—Curioso ¿verdad? —profirió con sorna, mirando hacia la ventana, donde aún golpeaba con intensidad la fuerte nevada que estaba cayendo aquel día de invierno en Hay Springs.

—Sigo sin ver claro qué quieres de mí —reconoció mi estado de confusión, cruzó las piernas y apoyó la cabeza en el sillón, posando su mirada en el techo de la casa.

—Te lo diré, claro que te lo diré. Esa frase, Reed, me hizo pensar durante mucho tiempo. A la larga he llegado a comprender qué quería decirme con ello. Entendí a qué se refería ese hombre del que nadie volvió a preguntar jamás. ¡Un dólar! —dijo con tono reflexivo, perfilándose el frondoso y puntiagudo bigote con los dos dedos de su mano mutilada—. ¿Te imaginas las vueltas que puede llegar a dar un dólar por todo el país en toda su vida? ¿Te imaginas cuánta gente moriría por sostener ese dólar o por no haberlo sostenido? ¿Te imaginas cuántas manos pueden tocar ese dólar, cuántas balas puede comprar ese dólar y cuántas noches con mujeres puede pagar o cuántos vasos de whisky puede llenar? Un solo dólar tiene el poder de cambiar el instante de muchas personas, pero una bala muere en el primer uso, y mata a un solo hombre. Porque lo importante en este país en el que vivimos tan dichosos no son las balas, ni las armas que las portan. Lo realmente importante es el poder. Y el poder lo da el dinero. ¡El jodido y sucio dinero! —profirió exaltado, volviendo a posar su capciosa mirada en mí—. Eso es lo realmente importante, muchacho. Un hombre con dinero puede pagar por su vida, pero un hombre con balas tan solo puede rezar para ser el primero en disparar.

—Una historia muy bonita, pero lamentablemente no nos lleva a ningún sitio concreto, aún, y disculpe, pero empiezo a impacientarme.

Godfrey respiró profundo. Con una amenazante cadencia macabra comenzó a chocar repetidamente los dos dedos de la mano mutilada sobre la madera del reposabrazos del sillón. Parecía un aviso, una advertencia, o tal vez un gesto característico propio de alguien chulesco y soberbio como él. Los paró en seco y habló con rotundidad y con la claridad suficiente como para romper mi silencio en pedazos.

—Sólo nos puede llevar a un sitio. A que mi bala sea más lenta que tu dinero o a que aceptes el trato que voy a proponerte. A tu padre le faltó un dólar. Y yo, por un dólar, mato; pero puedes cambiar tu vida y la de tu familia hoy mismo.

—¿Cómo?

—La guerra es algo que no podemos evitar, está por encima de bandas de asesinos como nosotros, pero toda guerra genera negocio, y para ciertos negocios, lo mejor es contar con gente que no pueda traicionarte, como tú, que a día de hoy no estás en posición de traicionarnos. Toda esta vida acomodada que tienes costó dólares que quitaron al vida de gente que mató tu padre. Ahora te toca pagar la comisión.

Aquel día debí quitarme la vida allí mismo. Jamás debí aceptar aquel trato, jamás debí ir a la guerra con él y sus hombres, jamás debí escapar. Cuando matas para alguien, al final sus balas te acaban persiguiendo a ti. 

Algún día de febrero de 1865

Casi no podía articular las rodillas para caminar, pero lo hice. Anduve hasta la casa, inclinándome hacia adelante para amortiguar el soplo incesante del vendaval. Apenas veinte metros del soportal principal, vi como las contraventanas interiores tenían las hojas arrancadas. El viento y la nieve entraban con violencia a través del hueco que dejaban las ventanas rotas. Las cortinas estaban resquebrajadas. Tan sólo quedaban algunos jirones atorados en los salientes de los maderos. Una sensación de invasión asolaba la casa. Me agarré a la barandilla de la escalera para subir al soportal y caí abatido por el cansancio al borde de la puerta. Cuando pude tomar un nuevo brote de aliento, me puse de rodillas y fui levantándome despacio. La golpeé repetidas veces con el hombro hasta que por fin abrió lo suficiente como para poder pasar al interior de la casa.

El alarido del viento resonaba por toda ella. Un apabullante silbido parecía llorar dentro como si la propia vivienda implorase ayuda por una tragedia ocurrida en su interior. Todo estaba destrozado, la nieve se amontonaba en todos los rincones y en todos los muebles. Batí con la mirada todo el espacio hasta que vi lo que no debí haber visto jamás. Al fondo de la estancia principal, apoyados contra una de las paredes, estaban Beth y mis tres hijos —Adam, Rusty y Percival— atados de pies y manos cada uno en una silla. Yacían desnudos y congelados.

Dejé el rifle en el suelo y me aproximé a ellos. Percibí un agudo olor a putrefacción y sangre a medida que me acercaba más a sus cuerpos. Avancé hasta quedarme a centímetros de sus pies, sin hacer ningún gesto de aflicción y sin desviar el paso más de lo que el viento cruzado que entraba por las ventanas me obligaba a hacer. Sus caras miraban al cielo, reposadas y abatidas sobre el respaldo de las sillas. Tenían los dedos mutilados, los ojos y la boca abierta, y un aura de sufrimiento recorriendo todo su cuerpo ensangrentado. Aquella imagen, por dura y diabólica que pareciese, apenas me sobrecogió, y mucho menos me extrañó. Tal vez fuese el precio a pagar por haber tomado las decisiones erróneas durante toda mi vida, o por haber estado en el lugar inadecuado en el momento más inoportuno. O tal vez por decidir haberlo estado.

Beth y los chicos casi parecían no estar allí, eran como un espejismo en mi debilitada mente. Aún así, les pasé la mano por la cara a los cuatro y les tapé los párpados. Después de varios segundos mirándoles me senté en el suelo, en una esquina de la pared, junto a ellos. Saqué el revólver que portaba bajo el poncho e introduje el cañón en mi boca, apuntando hacia el cerebro. Dicen, que esa es la única forma eficaz de suicidarse con un disparo sólo. Es imposible que en esa posición, la bala no atraviese el cerebro y te mate al instante. Y yo no quería ya otra cosa que no fuese aquel suicidio rápido y certero. Reunirme con Beth y con mis hijos. La última vez que los había visto fue el día que vino Godfrey “dos dedos” al rancho. Cuatro años buscando un fin a todos los deplorables actos que estaba cometiendo, pero la sombra del mal es demasiado larga.

Cerré los ojos, amartillé mi C.Mason Army del 60, relajé la respiración pensando en el último invierno que pasé con ellos en Nebraska, y…

“A veces, las decisiones más importantes de nuestra vida no las tomamos nosotros, sino nuestro revólver, y este siempre llega cuando ya es tarde”.

Texto: © Víctor Mirete, 2018.

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