Annette- Relato de Eugenia Kléber
Dentro de la categoría de Relatos esenciales, presentamos ‘Annette’, rubricado por nuestra colaboradora Eugenia Kléber
Annette
Al noveno día de su desaparición se recibió una llamada telefónica a las 09.50 en el domicilio de los Steven, informando de que Madeleine había sido trasladada al Iver´s Hospital. Fue la propia Annette quien atendió, Paul fabricaba una cometa en el jardín. Annette llevaba más de un minuto observándole a través de la ventana cuando él la descubrió. Ocultó rápidamente la tela amarilla dentro de un cubo de plástico y se alisó el pantalón.
—Han encontrado a mi madre —dijo ella desde la escalera.
Paul dijo que sería mejor tomar un taxi pero Annette no le escuchó, bajaba los escalones como si acabara de decidir que irían a nadar al lago o a saltar vallas.
Madeleine ocupaba una pequeña habitación en la planta baja. Sentado junto a la puerta en una sillita plegable había un joven policía con aspecto aburrido. Les hizo algunas preguntas sin incorporarse y enseguida les dejó pasar. Una enfermera les dirigió una desvaída sonrisa.
—Está adormilada, le hemos inyectado sedantes —dijo acercándose a la cama. Annette y Paul se quedaron rezagados—. Madeleine, han venido a verte.
—A ver si puedes hacer hablar a tu madre, necesitamos saber dónde ha estado y si la han retenido contra su voluntad —dijo el policía cuando salieron.
A las 19.30 le dieron el alta aconsejándole descanso y tomar líquidos cada dos o tres horas. Al no haber familiares adultos que pudieran hacerse cargo, un médico la visitaría al día siguiente en su casa. Nada más llegar, Madeleine se dejó caer en el sofá. Tenía el pelo reseco y amarillento como si hubiera estado expuesto al sol, las uñas mordidas hasta la raíz. La cabeza pendía lacia sobre su pecho.
—Te traeré café—dijo Annette—. ¿Estás cómoda ahí, no preferirías tumbarte en la cama?
—Estoy bien, cariño, me quedaré a esperarte —dijo Madeleine sin levantar la cabeza.
Estuvieron mirando un fragmento de West Side Story en televisión. Annette no podía quitar los ojos del brazo apergaminado de su madre, inmóvil entre ambas en el sofá. Vio que le temblaba la mano al llevarse la taza a los labios.
—¿Me contarás dónde has estado? No soy la policía, me gustaría saberlo a mí, no diré nada si no quieres. Han sido cinco días, mamá, pensaba que estabas muerta —dijo Annette.
—¡Reina, no estoy muerta! Qué cosas dices… Estamos juntas ahora.
—¿Y qué quieres que pensara? No has telefoneado, no me dijiste adónde ibas, no dejaste ninguna nota.
—No he ido a ninguna parte, he estado aquí pero tú no me has visto.
—No se lo contaré a nadie si eso te preocupa, de veras que no diré nada.
—Me gustaría ducharme, ¿te quedarías conmigo en el baño?… Estoy mareada y no queremos un accidente, ¿verdad? Oh, no, no más accidentes.
Annette se sentó en un taburete junto a la mampara de la ducha. Cuando ella se duchaba la dejaba abierta porque el contacto del plástico en su piel le repugnaba. Observó la silueta encorvada de su madre intentando no resbalar. En esos días de ausencia el tiempo había discurrido de otra manera, le parecía una eternidad desde su vuelta de Toulouse y el consejo de Madeleine acerca de los peligros de la calle y las intenciones ocultas de los desconocidos. Aunque había sido a ella a quien le había sucedido algo terrible que la había transformado. Vio posarse en la alfombra el titubeante pie mojado de su madre, la huesuda pantorrilla con moratones de una fea tonalidad tricolor.
—Nena, ¿me acercas la toalla, por favor?
Se dijo que su madre no iba a hablar porque había permanecido secuestrada en manos de un sádico que la había amenazado con matarla y matar a su hija. Por eso callaba, para protegerse y protegerla. Se prometió no hacerle más preguntas.
Annette soñó que estaba en un camerino de teatro e intentaba dificultosamente leer una hoja de papel. En un rincón había una caja de cartón con ropas y pelucas. Despertó de madrugada y se dirigió al dormitorio de su madre, que encontró vacío. Salió a buscarla en camiseta de pijama, calcetines y pantalones cortos. La camiseta blanca destacaba en la sombra anaranjada, un espantapájaros en mitad de la noche. Su madre estaba en el jardín de atrás de una casa de paredes cegadas por la hiedra. Ese tipo de jardines que atemoriza si no vas acompañado o andas tras las voces de los muertos cuyos espíritus continúan atrapados sin descanso.
Le dio la impresión de que su madre llevaba el pelo más largo que horas antes cuando se acostaran, más lacio y oscuro también. Sintió un escalofrío ante la idea de que no fuera ella, de encontrarse a esas horas en un callejón de casas vacías con una desconocida escuálida como las brujas de los cuentos.
—Cariño, esto está lleno de caracoles y te juro que no lo sabía, no los hubiera pisado de ser así. Una verdadera invasión de caracoles.
Era la voz de Madeleine. Sin volverse sabía que ella estaba allí, pensó la chica.
—Vámonos, hace frío —dijo sin moverse.
Madeleine se adentraba despacio en el jardín, sus piernas hundiéndose a cada paso en la gelatina negra. Annette quiso llamarla pero la voz no salió. Entonces oyó el timbre de una bicicleta y se dijo que también eso estaría en su cabeza, como los estribillos sin sentido de las insulsas canciones de Navidad. No tenía recuerdos agradables de ninguna Navidad. Su madre estaba enamorada del padre y él odiaba las fiestas, así que no había figuritas ni árboles ni regalos. Él repetía que al menos habría una familia inteligente en el barrio, y cuando decía eso Madeleine se reía pensando que la amaría siempre. Pero hacía mucho que las había dejado atrás a las dos.
Annette dio unos pasos por el jardín sin perder de vista la melena iluminada de su madre. Porque irradiaba luz, como el quinqué azul que su padre trajera un día y que le gustaba dejar encendido en el patio las noches de verano sobre una mesa de camping. El mismo patio que su madre la obligaba a cruzar, casi siempre descalza, aterida de frío al haber sido sacada de la cama súbitamente, despertada como si la casa ardiera y urgiera ponerse a salvo. La arrastraba del brazo a través del pasillo a oscuras, del comedor y la cocina desde la que se accedía al exterior. Solo la luz del viejo quinqué parpadeaba sola en la mesita verde. Annette tropezaba y se hería la planta de los pies con las piedras del jardín, fragmentos de macetas y ramas secas. Llegaban a la puerta del trastero, que la madre abría para encerrarse allí con ella, los ojos encendidos, el pelo apestando a colonia barata y a tabaco. El frío y el moho del cobertizo, el soliloquio enloquecido de la madre, el temor a que pudiera sucederle algo terrible y no pudiera ayudarla; el sueño, el dolor de las heridas que tardaban varios días en cicatrizar, todo acudió ahora mientras admiraba la centelleante cabellera que iba alejándose en la noche y que dejaba ir, insensible, como si viera hundirse desde la orilla un barco de papel en un estanque.
Texto: © Eugenia Kléber, 2018.
Imagen: © Thomas de Marsay (detalle de un cuadro), 2018.
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