Primera vez – Hughman

Un nuevo caso del policía Hughman

Un nuevo relato negro protagonizado por Hughman de la mano de Juan Pablo Goñi Capurro.

 

Pocos veraneantes paseaban por la costa pese a que ya eran las nueve de la mañana. Mañana ventosa, excusa que no precisaban los alojados en Villa Azul, remolones a la hora de bajar a la arena. Un vistazo le hizo pensar a Hughman que sería otra de las jornadas aburridas de los últimos días.

El inspector bajó las escaleras, Matilde ya estaba hace rato preparando los desayunos. Tres comensales y creciendo. El inglés la observó moverse con precisión entre la vajilla, las hornallas y la heladera. Era la tercera vez que amanecía en su cama; tal como se podía suponer al principio del verano, los dos solitarios habían congeniado.

Poco verano le quedaba a Hughman; en diez días acababa el traslado momentáneo y volvería a Blanca, a una Brigada que no sabía cómo estaría conformada. Ninguna esperanza para esa relación. Matilde tenía su vida ahí, ni siquiera se plantearon una continuidad. Era como si ambos hubieran decidido tomarse unas vacaciones de sus respectivas soledades. Hughman demoraba adrede, no sabía cómo encarar una charla matinal con esa mujer que no sería su mujer, había perdido la práctica tras casi tres años de viudez.

Ailén le pidió permiso, con voz socarrona; la joven moza necesitaba subir a la terraza para limpiar las mesas de quienes preferían desayunar con vista a las olas. Hughman se apartó; por la Costanera vio pasar un móvil con las sirenas encendidas. Agradeció la oportunidad de sacudirse el letargo, saludó y fue por su coche.

Ni siquiera precisó conectar la radio; observó que la patrulla giraba en la calle Gascón, alejándose de la playa. Ya había advertido que era un vehículo de General Güemes, la cabecera del partido. Aceleró, en tanto encendía la frecuencia policial. Persecución, a veces la realidad coincidía con las apariencias. Tomó el radio e informó que acudía como refuerzo.

Gascón estaba casi al final de los balnearios; al doblar, vio de nuevo al vehículo policial, estacionando varias cuadras hacia adentro. En la vereda, una pareja de septuagenarios, con sus reposeras, habían detenido su caminata y volvían sus cabezas hacia la acción. Hughman pasó a su lado, mientras continuaba siguiendo la acción que se daba en las afueras.

Si no se equivocaba, a esa altura de Gascón había una casa abandonada; un edificio en estado ruinoso, afectado por un incendio varios años atrás. Pronto tuvo la oportunidad de ver que estaba en lo cierto; entre casas de mediano porte, alzadas en solares amplios, se destacaba la casona con paredes tiznadas y techo vencido.

El terreno se había convertido en un pastizal, donde cardos y pajas se reunían con zapallos rastreros que vaya a saber de dónde venían. No había cerco y el camino de lajas que conducía a la puerta de la casa apenas se distinguía bajo la vegetación.

Al inicio de ese sendero, estaba de pie una agente joven, pistola en mano. Ella lo reconoció, no hubo necesidad de identificarse.

-Inspector, estamos siguiendo a un fugitivo. Mi compañero entró y yo cubro por si se escapa.

Hughman asintió; caminó, siempre en la vereda, hasta un extremo de la edificación; al fondo, un alto paredón alzado por vecinos interesados en alejar esa vista ruinosa de sus vacaciones.

-Es un hombre joven, lo vimos justo cuando salía por la ventana de una casa, casi contra la ruta.

El inglés regresó al coche, tomó su arma y unas esposas. Regresó junto a la chica.

-¿Está armado?

-Espero que no.

Sincera en su inexperiencia. Era una joven flaca, metro setenta, veintipocos años, pardos ojos pequeños.

Aunque lo avergonzó, Hughman no tuvo más remedio que pedirle el nombre.

-Ángeles. Ángeles Brecca.

-Bien, agente Brecca, comuníquese y pida refuerzos al destacamento. Entre tanto, manténgase en la posición, yo ingresaré como respaldo de…

-Luis. Luis Agrerich.

Luis, Ángeles, ni la terminología correcta les habían enseñado antes de largarlos a la calle.

-Luis es de acá, es decir, de Güemes, por eso entro él.

La joven no precisaba explicarse: debía saberlo, lo que precisaba era que la tranquilizaran.

-Hicieron bien, agente Brecca. Le repito, comuníquese por refuerzos.

La chica asintió y tomó la radio; Hughman la dejó, viéndola  complicarse para manipular la radio sin guardar el arma. El inglés colocó la suya en la cintura, a sus espaldas y se acercó al caserón.

Advirtió una bicicleta oscura tirada a dos metros de las paredes, detrás de una alta hilera de cardos en flor. Avanzó hasta la puerta, abierta. Observó los techos, el viento hacía oscilar las chapas que colgaban. Optó por dar un rodeo.

Apartando yuyos se acercó al fondo de la casa; entre la pared de atrás y el solar vecino había diez metros de suciedad y yuyos. La parte posterior de la casa estaba más destruida, aún. Quedaban en pie menos de la mitad de las paredes originales y, del medio hacia atrás, no había techo.

Mejor así, se dijo el inglés. Salvó una hilera de dos ladrillos, con cuidado. A su paso, escombros, chapas retorcidas, restos de muebles quemados. Se acercó a una pared interna, sacó el arma. Lo que oía, eran voces.

-Voy a salir, voy a salir por atrás, saltar el muro del costado y rajarme. Vos, te vas y no me viste.

-No te muevas.

-¿O qué?, ¿me vas a tirar?

-Te digo que no te muevas.

-¿De verdad me vas a tirar, Luisito?

Hughman se apoyó contra la pared. Estimó que se encontraban del otro lado, en una de las pocas estancias que se mantenían más o menos completas. El diálogo era en español, pero a él le sonó en inglés. De pronto desapareció el cielo límpido y el viento, y el inspector se vio llevado más de una década atrás.

Zona de depósitos abandonados, un joven detective de veinticinco años que ni soñaba que acabaría en Argentina, perseguía a un ladrón; su compañero tomó por uno de los callejones, Hughman fue por otro. Una puerta bailoteando le indicó por dónde se había escabullido el prófugo; fue tras él.

En el interior, el techo de chapas amplificaba la sempiterna lluvia londinense; el futuro inspector se movió entre desechos metálicos, guiado por el ruido que hacía el delincuente. Por fin, lo acorraló en un extremo; el joven había quedado enganchado entre los brazos de una máquina extraña.

El joven era Jimmy Coghan, compañero de trapisondas en el barrio, en los años en que habían aprendido a caminar las calles. Al reconocerlo, Jimmy sonrió; Hughman quedó paralizado, la pistola hacia adelante, apuntando a su adolescencia. “Déjame ir”, dijo también aquel merodeador de poca suerte.

Esa mañana, Hughman comprendió el significado de ser policía.

Sacudió su cabeza para quitarse el pasado de encima y retornó al presente, a Villa del Carmen, a la casa a medio derrumbar. Rodeó la pared y apareció por detrás del agente. La situación era tal cual lo imaginara.

Luis Agrerich apuntaba a otro joven veinteañero; el salteador estaba apoyado en la pared, con una mano en el flanco, intentando recuperar el aire. Al policía le caían chorros de sudor desde la frente, paseando por sus mejillas hasta mojar el uniforme; a pesar de sostener el arma con ambas manos, la pistola reglamentaria se movía como si fuera un ventilador. El otro boqueaba.

-Tranquilo, agente Agrerich, yo me hago cargo.

El joven casi disparó al escuchar al inspector. Al girarse y toparse con el rostro del hombre de ojos azules, sus hombros se aliviaron.

-Sos una rata inmunda Luisito, ¡qué manera de fallarme!

Luisito dejó paso al inspector.

-Date vuelta, ponete contra la pared, las manos atrás de la espalda.

El pibe lanzó un escupitajo, Agrerich dio un salto para evitar que callera sobre sus borceguíes negros. Hughman, en menos de un minuto, tuvo al prófugo reducido y esposado. Lo hizo girar para sacarlo de la casa.

-Ya no es necesaria la pistola, agente.

-Tiene miedo el puto.

El inglés dio un empujón al detenido, sacándolo de la habitación. Lo pasaría por fuera de la casa.

Agrerich tardó en comprender que el inspector se refería a la pistola que aún portaba en la mano. La guardó en la cartuchera, luego se apresuró en ir tras los otros.

En la calle, Hughman entregó su detenido a la agente; ella se encargó de subirlo al patrullero. Luisito, de pie, observaba la maniobra, pálido y tembleque.

El inglés le palmeó el hombro.

-Tranquilo, siempre hay una primera vez.

Luego el inspector caminó hacia su auto, miró el cielo y predijo una tarde soleada, aunque ventosa. El patrullero, ya sin la sirena, arrancó mientras el inglés se desperezaba en el asiento de su coche. Recordó que no había desayunado, no tenía más remedio que volver con Matilde.

Había cosas peores.

© Texto: Juan Pablo Goñi Capurro
© Publicación: Solo Novela Negra

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