Esperanza

Un relato negro de Ingrid K. Westermann

Eran exactamente las nueve de la mañana cuando Robert Phillips, sheriff de Paradise Township, Pennsylvania (5698 habitantes) respondió a la llamada. Le gustaba su trabajo, especialmente porque nunca había problemas realmente graves en esta parte del mundo. Después de todo los Amish eran un pueblo pacífico y creyente. Sin embargo, había algunos lugares en las carreteras de acceso y en los sitios más turísticos que atraían algunas almas impías de vez en cuando.

Robert Phillips estaba a punto de desabotonar su camisa, que le quedaba algo apretada, cuando sonó el teléfono. Respondió. Sostuvo el auricular con una mano mientras tomaba notas con la otra. Se había cometido un crimen en el Motel Bluebell en la US Route 222, un motel de carretera barato. Colgó el teléfono, tomó su sombrero y ordenó a Johnny, su nuevo asistente, que preparara la patrulla. Mientras tanto revisó el equipo de investigación de escena del crimen: guantes, tubos de ensayo, bolsas plásticas de distintos tamaños que no habían sido utilizados desde que fueran entregados en la estación de policía tres años antes. Todo guardado en una maleta de mediano tamaño.

Johnny regresó. Bajó la cabeza al entrar para no golpearse con el quicio de la puerta. Tomó la maleta que contenía el equipo, la llevó a la patrulla y la guardo en la parte posterior.

Robert no tenía confianza en las habilidades de su nuevo asistente. Era muy joven, originario de una pequeña comunidad Amish llamada Fertility. Había terminado el bachillerato con las justas. Como no había salido de su comunidad, Johnny nunca había estado en contacto con el lado oscuro que es la esencia del trabajo policial.

Robert en cambio no era Amish, pero había vivido en el condado durante los últimos treinta años. Conocía cada comunidad en cien millas a la redonda como la palma de su mano.

Ya en la patrulla trató de conducir lo más rápido posible mientras esquivaba los carros tirados por caballos, el medio de transporte más lento que pudiera uno imaginar encontrarse en estas circunstancias.

Robert trató de atraer la atención de Johnny por suficiente tiempo para darle algunas instrucciones básicas.

-Cuando lleguemos a la escena del crimen, primero nos pondremos los guantes.

-¡Entendido!

-No permitiremos el acceso a la escena del crimen a nadie.

-¡Entendido!

-Trataremos de no dañar la evidencia.

-¡Entendido!

-No tocaremos nada sin guantes, fotos primero y poner las pruebas en bolsas después…y Johnny…

Robert echó una breve mirada a su asistente.

-Si necesitas vomitar…¡NO lo hagas en la escena del crimen!

-¡Entendido!

Johnny palideció.

-¿Piensas que va a ser tan grave así? -preguntó, tratando, sin mucho éxito, de mantener bajo control su euforia.

-Ya veremos  – respondió el sheriff.

El viaje duró unos cuarenta minutos. Cuando llegaron al vetusto edificio en forma de U de una sola planta, que portaba el cartel con el nombre en el techo, vieron una pequeña multitud reunida delante de la puerta de la habitación donde se había producido el incidente. Robert estacionó la patrulla, salió y se acercó a interrogar a la multitud, mientras Johnny sacaba el equipo.

-¿Quién encontró el cadáver? – el sheriff preguntó en voz alta.

-Oh, pero no hay ningún cadáver -respondió una azorada chica que vestía de uniforme.

– ¿A qué se refiere?

-No hay ningún cadáver ahí adentro -la chica de ojos enormes hizo un gesto rápido hacia la habitación. Solo un montón de sangre.

Robert se quitó el sombrero y se rasco la cabeza. ¡Huh! ¿No hay cuerpo? Esto se presentaba más complicado de lo previsto…sin cadáveres. Despidió a la muchedumbre, tomó el par de guantes plásticos que Johnny le pasó, se los puso, y abrió la puerta de la habitación 27.

-¿Ya te pusiste los guantes, Johnny?

Entró en la habitación, seguido de su asistente. La luz estaba encendida. La cama queen-size estaba totalmente deshecha, una gran mancha de sangre coagulada en el centro, las sábanas arrugadas a un lado.

-Toma una foto de esto.

Johnny hizo lo que se le ordenaba. El flash iluminó la escena.

Robert tomó la sábana y la dobló.

-Pon esto en una bolsa -ordenó.

Un par de esposas cayeron al suelo. El sheriff las recogió con un lápiz que se sacó del bolsillo de la camisa, las alzó y las estudió. Pudo ver a Johnny mirándolas con interés.

-¡Tienen plumas rosadas!-exclamó Johnny, sorprendido.

-Sí  -respondió Robert.

-Son graciosas – Johnny sonreía con ingenua malicia. ¿Qué tipo de policía utilizaría algo así?

Robert suspiró. Este chico es un caso perdido, pensó.

Pidió una bolsa plástica, en la cual introdujo las esposas. Una pluma cayó en la moqueta marrón sucio. Robert se agachó como mejor pudo, recuperó la pluma y la puso en la bolsa con las esposas.

Se dirigió a la mesa de noche donde encontró un consolador extra largo. Robert lo estudió serio durante un rato. Las letras fluorescentes en el paquete decían: Satisfacción garantizada. Lo puso en una bolsa. Vio la mirada de curiosidad de Johnny, pero no reaccionó.

El sheriff vió un maletín medio escondido en un rincón, en el piso. Lo abrió con cuidado y encontró una boa de plumas violeta y un par de zapatos de tacón con lentejuelas azules, talla 43. Volvió a cerrar el maletín.

Fue al baño. De repente oyó un ruido y un graznido. Giró, la mano en la pistola. Johnny había encontrado una revista que había abierto y miraba con ojos hipnotizados, las manos temblorosas.

-¿Qué hay, Johnny? -preguntó Robert mientras se acercaba. Cuando llegó al lado de su asistente se dió cuenta. Johnny había encontrado una de esas revistas para hombres y la tenía abierta en la página central, que mostraba a una chica totalmente desnuda con las piernas abiertas.

Johnny tragó y alzó la vista hacia Robert. Su confusión lentamente dio paso a una mirada de profunda comprensión. Y por primera vez Robert, con un cierto alivio, sintió esperanza: quizás Johnny nunca sería un buen policía pero, probablemente, al menos sería un esposo diligente.

 

Texto © Ingrid K. Westermann- Todos los derechos reservados

Publicación © Solo Novela Negra- Todos los derechos reservados

 

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