El cenicero
JUANJO BRAULIO| Valencia
Estaba tan fuera de lugar sobre la superficie de cristal al ácido como la pantalla de un navegador vía satélite sobre el salpicadero de un tractor. En todo el edificio ya no había ni un solo rincón donde se tolerara fumar, lo cual convertía a aquel cenicero en un fósil de otra era.
Junto al ordenador portátil y el teléfono, aquel cuenco era el único objeto que Guillermo, el inquilino del lujoso despacho, consentía en su mesa de vidrio y acero. Era evidente que era una obra infantil: un simple cenicero, de tosca factura, hendido con cuatro muescas dispuestas en cruz.
El propietario del recipiente era Guillermo S. Hood (la S era por Sánchez, el apellido de su padre, pero prefería usar el norteamericano de su madre) y no había fumado en su vida. Ni pensaba hacerlo. El director general de Mediterranean Financial Bureau ni siquiera lo usaba para depositar clips de acero o las llaves del coche. Le gustaba así: vacío. Otra manía más, –decía su secretaria con admiración– de su jefe. Bilingüe. Licenciado en Económicas por la Universidad de Valencia y máster en Finanzas por la Columbia de Nueva York. Subcampeón universitario de Tiro con Arco y voluntario de fin de semana como monitor en una asociación de familias con niños con Síndrome de Down. Bajo su responsabilidad, la agencia había crecido en clientes, rentabilidad y eficacia. Y aquello tenía mérito, dado que su antecesor seguía en paradero desconocido después del desfalco y del monumental escándalo.
El fugado se llamaba José Manuel Alcaraz y era un auténtico hijo de puta, pero de familia de hijos de puta de clase bien de toda la vida. Hood creía que la diplomatura en Empresariales se la había comprado su padre del mismo modo que le compró su primer coche. A sus treinta y muchos, Alcaraz era un fanático del kitesurf y, a bordo de su Jeep Jimmy, recorría cada fin de semana toda la costa en busca de viento fuerte para hacer piruetas sobre las olas. Esteban S. Hood supo, desde que puso los pies el primer día en la firma de inversiones de capital público, que mientras Alcaraz siguiera allí, no tendría la más mínima posibilidad. Así es la puta vida: si quieres estar en la élite, de nada sirven tus títulos universitarios, tu preparación, tu talento o tu esfuerzo. Lo que vale es ser hijo, marido, cuñado o amigo de quien debes serlo.
Aquellas navidades volvió a Estados Unidos para su visita familiar de todos los años. En la pequeña ciudad donde vivía su madre, North Plate, Nebraska, ni le pidieron la documentación cuando compró en una armería un arco Mathews DR2 con poleas de 60 libras de potencia, mira telescópica y seis flechas con puntas dentadas Rage de 1’5 pulgadas. Facturado como equipaje, no tenía nada que declarar cuando volvió a casa dos semanas más tarde.
A las ocho de la mañana de aquel sábado, Hood esperaba frente a la casa de su superior, oculto en el interior de su Ford Fiesta. El arco iba montado en el maletero. A las nueve salió el Jeep de Alcaraz. Solo. Se rumoreaba que lo que tenía con su mujer, concejala del Ayuntamiento y una de las dirigentes con más futuro de su partido, era pura conveniencia. Veinte minutos después, Alcaraz dejaba el coche en uno de los aparcamientos de la playa de las afueras. Hood dejó su coche a 500 metros de donde Alcaraz lo había hecho. A principios de febrero, entre las dunas hay tanta gente como en la cara oculta de la luna. Demasiado temprano, incluso, para los chicos que se prostituían entre las cañas y los pinos.
Alcaraz había desplegado la enorme bolsa donde guardaba todo el material. Más de dos metros cuadrados de envoltorio lleno de correas, cremalleras y bolsillos auxiliares para todo tipo de trastos. Montaba el equipo con un ojo puesto en el mar, atento a que el viento cuajara de vellones blancos la superficie azul. Sin un buen vendaval, la cometa no tendría fuerza suficiente para poder dar satisfacción a su deporte favorito. Justo al otro lado, a espaldas de su presa y oculto entre los matorrales, Hood puso una flecha en la cuerda. Un arco DR2 hace que la saeta de carbono atraviese un listín telefónico a 100 metros de distancia. Alcaraz estaba solo a 40. El aire que silbaba entre la maleza no impidió que Alcaraz oyera el tremendo chasquido de las poleas al liberar el proyectil y, por eso, se giró hacia el ruido. La punta de acero entró por la frente con tanta fuerza que la cabeza se movió hacia atrás como si fuera un dispensador de caramelos Pez antes de que su propietario se desplomase. Hood dejó el arco entre los matojos y corrió hacia el cadáver agachado para no sobresalir entre las dunas. Lo primero que hizo fue recoger la cometa, no fuera a salir volando y la tuviera que perseguir por media playa. Después, extrajo la flecha y taponó los dos agujeros del cráneo con algodón, metió la cabeza dentro de una bolsa de basura y la selló con cinta aislante alrededor del cuello. Sobre el suelo, la mancha de sangre no era mayor que un plato de café. Recogió la arena ensangrentada a medio compactar y –con la misma paciencia y meticulosidad con la que apuntaba a la diana en sus días de tirador de competición– se cercioró de que no se dejaba ni un solo grano carmesí. Guardó en el Jeep de Alcaraz la bolsa con la cometa y el resto del material de kitesurf y se metió el cadáver encogido en el maletero de su Ford Fiesta.
El orgullo de la Asociación de Familias con Síndrome de Down en la que Guillermo era voluntario era el horno para cerámica que tenían en su sede, una generosa donación de una empresa azulejera. Era un modelo C-600 de gas capaz de alcanzar los 1.320 grados centígrados. Aquel sábado no había nadie en el local por la excursión anual a la nieve a la que había excusado su asistencia a causa de un catarro tan oportuno como inexistente. Hood metió el coche en la planta baja. No se cruzó con nadie. Ya dentro, comprobó que la sangre no se había salido de la bolsa de basura y encajó el cadáver, no sin dificultad, en el interior del horno.
Un cuerpo humano de tamaño medio necesita dos horas de combustión entre 760 y 1.150 grados centígrados para convertirse en un buen montón de ceniza. Hood tuvo el ingenio encendido con Alcaraz en su interior durante siete horas. Aún así, cuando abrió la puerta vio que aún quedaba un trozo de mandíbula y dos piezas redondeadas. Sabía que podía ocurrir algo así; la quijada y las cabezas del fémur son los huesos más densos y, por eso, no terminan de quemarse bien. Le divirtió comprobar que la última muela de Alcaraz era de oro con funda cerámica de la que apenas quedaban algunos jirones pegados al metal brillante. La pieza dorada salió con un tirón de dedos. Metió los fragmentos a medio carbonizar en una bolsa de tela y los pulverizó a martillazos. Dejó a aquel cabrón de casi un metro ochenta de musculitos esculpidos en el gimnasio reducido a dos kilos y medio de polvo gris.
Mezcló un puñado de ceniza con arcilla blanca. El resto acabó entre los rosales del jardín público del otro lado de la calle. Cuando más disfrutaban los niños era usando los tornos eléctricos de alfareros. No era un experto, pero sabía manejarse con aquello. Un recipiente de circunferencia imperfecta tomó forma entre sus manos. Cortó la pieza con un cordel y, en su base, introdujo la muela de oro y reparó la hendidura. Con el horno aún caliente, sólo necesitó media hora para cocer el cenicero. Sin duda, era tosco y hasta chapucero. Pero estuvo un buen rato contemplándolo con admiración hacia sí mismo porque, a fin de cuentas, aquello era más que artesanía: era una obra de arte por su condición de ser única en el mundo. No había otra como ella.
El lunes, Alcaraz no fue a trabajar. Ni el martes. Ni el miércoles. El jueves apareció la Policía y, en esos tres días, Hood realizó una transferencia de veinte millones de euros a una cuenta de Andorra. Alcaraz había hecho, a juicio de la Unidad de Delitos Económicos, una verdadera chapuza a la hora desfalcar a tenor de la cantidad de de pistas que llevaban su nombre como si estuviera escrito con luces de neón. No obstante, en lo de desaparecer lo había hecho muy bien. El escándalo fue mayúsculo. La concejala tuvo que dimitir de su puesto sin entender muy bien qué era lo que pasaba. Ya no pudo ir más al Club Náutico, ni al Club de Tenis, ni a las cenas del Ateneo Mercantil. Y Alcaraz, desaparecido. Algunos decían que había sido visto en Brasil, en una ciudad llamada Fortaleza que era algo así como La Meca de los aficionados al kitesurf. Otros lo ubicaban bajo otro nombre en Isla Graciosa, en las Canarias.
Casi un año después, Hood era el director general. El primer día en su nuevo despacho, Noemí, la secretaria, contempló con ternura y admiración como su joven y brillante jefe, que sin duda se merecía el puesto, colocaba sobre su mesa un burdo cenicero obra de sus chicos, dijo, de la Asociación de Familias con Síndrome de Down.
Son las seis de la mañana. Matilde, la limpiadora, frota con energía un paño empapado en desinfectante sobre la mesa de cristal y acero. Con demasiada energía. Un manotazo envía al suelo un vulgar cenicero que se hace añicos. En uno de ellos se ve un brillo dorado.
Juanjo Braulio (Valencia, 1972) estudió Enseñanzas Artísticas en la Sankt Eskils Skola de Eskilstuna (Suecia) y se licenció en Ciencias de la Información en la Universidad Politécnica de Valencia.
Comenzó su carrera como periodista en la delegación valenciana de Diario 16. Posteriormente fue redactor de distintas secciones del diario Las Provincias, en el que llegó a ser Jefe de Opinión. Después trabajó en RTVV y ha sido colaborador de distintos medios como el Suplemento Semanal XL (Grupo Vocento), la agencia Colpisa y el diario ABC. Debutó en el mundo literario en 2004 con una recopilación de sus columnas de opinión bajo el título La escalera de Jacob. En 2014 publicó un libro de viajes sobre Suecia titulado En Ítaca hace frío. Ya en 2015, después de tantos años contando verdades que parecían mentira, decidió probar suerte en el intento de contar mentiras para decir verdades, y lo hizo con la publicación de El silencio del pantano, su primera novela cuya adaptación al cine ya está en marcha En febrero de 2017 ha aparecido su último libro hasta el momento: Sucios y malvados, también publicado por Ediciones B-Random House Mondadori. Es colaborador habitual de la web literaria Zenda Libros.
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