Odio
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JESUS ZAPLANA |
“Te odio, Santi”. Una frase simple, escrita con típex en el listón de un banco de la Plaza de Olavide. A escasos metros, un ceniciento centroeuropeo atropellaba notas con su acordeón frente al Maracaná. En el bar, cuatro parroquianos se mofaban descaradamente del infeliz. No nevaba en Madrid, y casi era peor: el frío se colaba como una comadreja por esquinas y rendijas.
Odio. Aimar algo sabía de eso. La palabra podía leerse apenas, con letras pequeñas y atortujadas, sobre un tachón en el que, era de suponer, figuró en su día otro verbo, ese que miraba al odio desde la orilla opuesta. Todavía quedaba lejos el remanso de paz que otorga la indiferencia; como un animal herido, la amante despechada de Santi regresó a ese lugar que debió de ser testigo mudo de algunos quilates de amor, para reducir a afiladas astillas el amargo poso de aquellos recuerdos.
El dinero lo es todo. Eso era lo único que Aimar había conseguido sacar en claro de su mísera existencia. Primero fue el divorcio, las camas compartidas por horas con subsaharianos, en antros sin ventanas que apestaban a mala estrella. Todo para tratar de estirar su nómina, para poder pagar la manutención requerida para sus hijos. Fue un sacrificio baldío, porque su ex se acabó fugando con los niños: emigró a una aldea gallega perdida entre brumas. La puntilla la puso el despido de Aimar. Un despido que no venía solo, sino en pack indivisible: primero la cola del paro, luego la pírrica pensión compensatoria; en el último escalón, la nada. Durante un tiempo, Aimar hizo de malvivir un arte, hasta que también la parte noble de ese verbo logró escapar. Se le escapó vivir y se quedó mal. Y de ese mal ya no se sale.
Cuando has perdido tanto que no te queda nada por perder, el odio es tan buen motor como otro para continuar.
Era Nochebuena en Madrid, y Aimar se aprestaba a cumplir con su particular tradición. Acumulaba diez años anclado en esa frase de la plaza de Olavide. «Te odio, Santi»; el banco esquinado en un pasillo frente al anacrónico rótulo del Maracaná. Sonaban villancicos en un balcón y Papá Noel se había metamorfoseado en alpinista, coronando la barandilla preñada de luces.
El dinero lo es todo. Por eso Aimar, como cada Nochebuena en la última década, robaba un suntuoso abrigo en cualquier centro comercial. Se embadurnaba el cabello con gomina y lustraba sus mocasines hasta dejarlos relucientes. Ataviado de esa guisa se mimetizaba con el rebaño y descendía al andén del metro. Ninguna Nochebuena repetía estación.
El tercer año, en Argüelles, casi dan con él: escapó por los pelos. El primero fue extraño; en el último evidenció una técnica depurada y elegante. Esta vez decidió operar en Bilbao. La estación, antigua y laberíntica, facilitaría la huida.
Hora punta. Se situó en el andén, luciendo su aire de respetabilidad. Eligió a un hombre alto, peinado a cepillo, traje impecable, zapatos italianos. Rictus de desprecio. Un arrogante cabrón emborrachado en su éxito, enfermo de narcisismo. Cuando las puertas del metro se abrieron, Aimar extrajo de su abrigo la navaja de tipo mariposa y se la clavó por detrás, a la altura de los riñones, retorciéndola como una serpiente en su interior. El tipo se giró; pálido el rostro, incrédulo. Esto no me puede estar pasando.
Mientras Aimar devoraba escalones para alcanzar la superficie en Trafalgar, valorando qué contenedor sería el idóneo para deshacerse del abrigo recién robado, en el andén alguien gritó un nombre con desesperación. Un nombre que le arrancó la más sarcástica de las carcajadas. El maldito humor negro de la providencia.
Cuando has perdido tanto que no te queda nada por perder, el odio es tan buen motor como otro para continuar.
Aunque este manara de orígenes muy distintos a los que movieron a una amante despechada a plasmar una frase en un banco. Aimar murmuró:
—Yo también te odio, Santi.
Sois escoria. Todos.
Feliz Navidad, hijos de puta.
Texto © Jesús Zaplana García- Todos los derechos reservados
Publicación © Solo Novela Negra – Todos los derechos reservados[
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