Detectives Isabelinos, por MIGUEL IZU
Pamplona | Miguel Izu
DETECTIVES ISABELINOS
por Miguel Izu
He leído hace poco La cajita de rapé, de Javier Alonso García-Pozuelo, y acabada su lectura pensé en hacer una reseña hasta que comprobé que Antonio Parra ya la había hecho , probablemente mucho mejor que si hubiera sido yo su autor. Así que no haré, en las siguientes líneas, propiamente una reseña, pero expondré algunas de las ideas que esa novela ha hecho que me ronden la cabeza.
Si me llamó la atención La cajita de rapé y me embarqué en su lectura fue porque guardaba notorias semejanzas con la novela que yo mismo he publicado hace unos meses, El crimen del sistema métrico decimal . Ambas novelas han salido de la imprenta prácticamente al mismo tiempo, en el primer trimestre de 2017, y sus autores no nos conocemos personalmente, así que las coincidencias no se deben a ninguna influencia mutua ni mucho menos a intento de imitación o plagio. Algunas de esas coincidencias casuales pueden resultar lógicas dado que la acción de una y otra se sitúa en fechas muy próximas, en ambos casos durante el reinado de Isabel II. El crimen del sistema métrico decimal sucede en 1849, gobernando los moderados de Narváez, La cajita de rapé en 1861, gobernando los unionistas de O’Donnell. Otras coincidencias resultan más curiosas. Los dos protagonistas, Pedro Arróniz y José María Benítez, ocupan un cargo similar, el primero es comisario de Protección y Seguridad Pública del Prado, el segundo inspector de Vigilancia de La Latina. No debe engañar la diferencia de nombre, debida a las continuas reorganizaciones que sufría la Administración policial de la época, en ambos casos se trataba del máximo responsable de uno de los distritos en que se dividía Madrid. Ambos son viudos aunque Arróniz, más joven, se plantea con mayor decisión una posible reincidencia que Benítez, más precavido ante la posibilidad de emprender una nueva relación. Ambos sufren de cierta incomodidad en el cargo por trabajar para un gobierno con el que no se identifican políticamente y tener unos superiores que no confían del todo en ellos. Arróniz trabaja para los moderados pese a ser progresista; Benítez aceptó un cargo con los progresistas que le ha supuesto contar con la suspicacia de los moderados y la necesidad de probar su lealtad a los unionistas; ambos corren el riesgo de pasar a ser cesantes en cualquier momento, en aquella época en que todos los puestos de la Administración se proveían por puro criterio partidista. Los dos arrastran algún pequeño problema de salud y les pesa un pasado con ciertos hechos trágicos que afectaron a su familia. Los dos reciben el encargo de investigar un crimen que les reportará complicaciones inesperadas. Pero, más allá de estas casuales similitudes, hay que aclarar que son historias distintas, con tramas que se resuelven de forma muy diferente y escritas con estilos dispares. En todo caso, creo que a los lectores de El crimen del sistema métrico decimal les puede interesar también La cajita de rapé, y viceversa.
Que yo sepa, hasta ahora no ha habido en España novelas del género policíaco ambientadas en la época isabelina. Una de las características habituales de este género es situar la acción en la misma época en la que se escribe y, en España, con algunos precedentes anteriores (Joaquín Belda, Emilio Carrere, E. C. Delmar, Wenceslao Fernández Flórez, Mario Lacruz, etc.), la novela policíaca o novela negra (a menudo ambas expresiones se utilizan como sinónimo, no es momento de entrar en este polémico tema) no acaba de arrancar hasta el postfranquismo, con García Pavón y Vázquez Montalbán. La mayoría de las historias que podemos leer se desarrollan en los últimos cincuenta años. En las décadas más recientes, sin embargo, ha cobrado auge un subgénero, o género “bastardo”, como lo describe Juan Carlos Galindo, que combina la novela histórica con la novela policiaca. Su prototipo es El nombre de la rosa (1980), de Umberto Eco, aunque Agatha Christie fue una adelantada al ambientar La venganza de Nofret (Death Comes as the End, 1944) en el Egipto de los faraones. La nómina de autores y obras empieza a ser amplísima, al igual que las épocas en que se sitúan las tramas. Hay novelas ubicadas en la Antigüedad (como El asesinato de Pitágoras, de Marcos Chicot, o El sicario de los idus, de Cristina Teruel, por poner solo un par de ejemplos), en la Edad Media (La ciudad, de Luis Zueco, El manuscrito de piedra, de Luis García Jambrina), o en la Edad Moderna (Misterioso asesinato en casa de Cervantes, de Juan Eslava Galán, El abogado de pobres, de Juan Pedro Cosano). También hay novelas históricas/policíacas que se ubican en la Edad Contemporánea, esto es, en los siglos XIX (Aislinn, de Guillermo Galván, La berlina de Prim, de Ian Gibson, o la serie de Víctor Ros, de Jerónimo Tristante) y XX (Galíndez, de Manuel Vázquez Montalbán, Un millón de gotas, de Víctor del Árbol, Falcó, de Arturo Pérez-Reverte). Pero aparte de las mencionadas, no conozco ninguna otra novela que transcurra en el reinado de Isabel II (1833-1868), en esa centuria es más frecuente recurrir a la época de la Guerra de Independencia o de la Restauración.
Contrasta la ausencia de historias policíacas durante la época isabelina (suele señalarse a veces El clavo, 1853, de Pedro Antonio de Alarcón, pero me parece que la trama amorosa de este relato romántico eclipsa la leve trama criminal que contiene) con lo que sucede con la literatura en otras lenguas. Por supuesto, nos encontramos con los creadores de un género que surge, precisamente, en ese tiempo que coincide con la primera mitad de la época victoriana (recomiendo, para conocerlo mejor, la lectura de la recopilación Cuentos de detectives victorianos, de Alba Editorial). Ahí se debe mencionar, además de autores que no escriben propiamente novela policíaca pero que prefiguran algunos de sus temas y técnicas (Dickens, Dumas, Balzac), a Edgar Allan Poe (el precursor, con Los asesinatos de la calle Morgue, 1841), William Wilkie Collins, Émile Gaboriau, Catherine Crowe, William Russell, Mary Fortune, James McLevy, Ellen Wood, etc. Pero no son pocos los autores posteriores que también situarán sus historias en las décadas centrales del siglo XIX. Por poner algunos ejemplos, Michael Crichton con El gran robo del tren, Melville Davisson Post con The Sleuth of St. James’s Square o sus relatos del detective Uncle Abner, Anne Perry y su serie del detective William Monk, Jason Goodwin con El árbol de los jenízaros, Nicolas Remin y su serie del comisario veneciano Alvise Tron, François Hoff y Les mystères de Strasbourg, etc.
Que el género policial nazca en los años centrales del siglo XIX no es casualidad. Con anterioridad hay novelas de misterio, de intriga, incluso algunas que narran la investigación de algún crimen. Pero género policial en sentido estricto implica la intervención de la policía o, más precisamente, de un detective, aunque sea privado o aficionado. Implica que haya nacido la policía como institución y la policía, hija de las ideas de la Revolución Francesa y de la separación de poderes, no se consolida hasta la primera mitad del siglo XIX, a partir de la creación del United States Marshals Service (1789), la Gendarmería Nacional (1791), los ministerios de Policía francés (1796) y prusiano (1808), la Gendarmería Real de Prusia (1812), Scotland Yard (1829), etc. En todos los países se van configurando uno o varios organismos separados de la justicia y del ejército que, progresivamente, se van especializando, entre otras cosas, en la investigación criminal, y que irán aplicando las técnicas criminalísticas al ritmo que la ciencia las vaya desarrollando. La necesidad de la institución policial va pareja a otros fenómenos que se producen en el siglo XIX: la Revolución Industrial que multiplica la población de las ciudades (la policía es una institución predominantemente urbana) y genera la acumulación de riqueza en manos de la burguesía urbana, lo que exige la transformación del sistema de justicia penal para proteger la propiedad y para controlar a las clases desfavorecidas, demasiado proclives a las revueltas políticas y sociales. Se crea un aparato de vigilancia continua del territorio profesionalizado y más especializado que los anteriores órganos dedicados a mantener el orden en una sociedad predominantemente rural, menos compleja y mucho más estable. La sociedad decimonónica tiene mayor preocupación porque los culpables sean castigados y por evitar que sean condenados los inocentes; ya no admite la confesión obtenida bajo tormento como prueba (no quiere decir que la tortura desaparezca, pero no es legal) y exige otros instrumentos de convicción para condenar; tiene más escrúpulos sobre los procedimientos judiciales. El detective, el investigador, ocupa un lugar destacado tanto en la realidad como en la ficción literaria.
En España, como en tantas otras cosas, estos cambios se produjeron algo más tarde que en otros países europeos. Aunque nacida en el reinado de Fernando VII, la policía de la época isabelina se encuentra en un estado de organización muy germinal. Como se refleja tanto en El crimen del sistema métrico decimal como en La cajita de rapé, los policías no son profesionales sino que son nombrados y cesados libremente con criterios políticos, como los demás empleados públicos. Adquieren su formación a través de la propia experiencia en el desempeño de sus funciones y disponen de medios muy limitados. La Guardia Civil, creada en 1844, dedicó sus primeros años principalmente a sus labores militares, a combatir partidas carlistas o republicanas, a perseguir a los bandoleros en los caminos o a reprimir las revueltas sociales. Será más bien hacia el cambio de siglo cuando las fuerzas policiales se vayan profesionalizando y especializando en técnicas de investigación criminal. Estas circunstancias quizás contribuyan a explicar porqué en el siglo XIX no surja en España una narrativa policiaca como la de otros países europeos. Suele indicarse como una de las primeras obras del género La gota de sangre (1911), de Emilia Pardo Bazán, que nos presenta a un detective aficionado, Ignacio Selva, lector de novelas policíacas inglesas.
Sin embargo, la época isabelina resulta apasionante, tanto para el lector (eso espero) como para el escritor, ya que se trata de un tiempo de cambios acelerados aunque también contradictorios. El Antiguo Régimen no acababa de irse, el nuevo régimen liberal y capitalista encontraba obstáculos para desarrollarse. Resulta de total aplicación el famoso dicho lampedusiano: para que todo siga como está, es preciso que todo cambie (recordemos que la acción de Il Gattopardo arranca en 1860). Conviven el ferrocarril y el telégrafo con el analfabetismo y con instituciones de origen medieval, la devoción por la ciencia y la perseverancia de las supersticiones, el racionalismo y el romanticismo, ideas universales y nacionalismo. Es un tiempo convulso, violento, a la vez que muy agradecido para el historiador y el novelista porque abunda una documentación fácilmente accesible. Había entonces multitud de periódicos, muchos de ellos hoy digitalizados en bibliotecas y archivos y disponibles por internet, que nos hablan de la vida cotidiana y de los sucesos que alarmaban a los lectores de entonces. Había ya guías turísticas, directorios de instituciones oficiales, diarios de sesiones del parlamento, boletines oficiales, horarios de ferrocarriles, novelas por entregas de consumo popular, enciclopedias. Un tiempo tan poco conocido como atrayente, en el que supongo que se ubicarán muchas más historias criminales que todavía están por escribir.
Del texto © Miguel Izu . Todos los derechos reservados.
De la publicación © Solo Novela Negra. Todos los derechos reservados.
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