Una conversación banal


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 UNA CONVERSACIÓN BANAL

José Manuel Cruz

 

Bruno y Nicolás esperaban en el interior del automóvil. Bruno estaba en el asiento del conductor, sereno y relajado. Recién entrado en la cincuentena, sus veinticinco años de experiencia le habían deparado muchas noches como esa, noches de vigilancia tensa que le habían ayudado a saber cómo controlar sus nervios y disimular sus temores. Callado e hierático, su mirada estaba clavada en el portal del bloque de viviendas por el que iba a salir, de un momento a otro, la persona a la que estaban aguardando. Nicolás no dejaba de agitarse en el asiento del acompañante y de introducir su mano el bolsillo de su chaqueta para acariciar la pistola que allí escondía, quizás para espantar sus miedos, quizás para que el arma le transmitiera una seguridad de la que, en esos momentos, carecía. Sus veintipocos años se reflejaban en el sudor de su frente y en sus continuos movimientos sin sentido que sólo le servían para aplacar temporalmente su convulso estado de ánimo. A Bruno no le gustaban los novatos y empezaba ya a cansarse de que el compañero que le habían asignado no supiera controlar su intranquilidad.

–Para de una vez. No por mucho moverte se va a hacer más corta la espera ni va a ser más agradable el trance…

Nicolás no respondió. Durante unos minutos, se mantuvo quieto con la mirada perdida pero, sin que lo hiciera conscientemente, volvió a la misma agitación inquieta que tanto incomodaba a Bruno. Este llegó a la conclusión de que sólo la conversación iba a permitir que Nicolás se tranquilizara un poco y que él mismo no fuera contagiado del nerviosismo de su inexperto acompañante. Una conversación que fuera meramente rutinaria y sin sustancia, una conversación intrascendente, una conversación banal… No sabía cómo comenzar. Imaginó decir cualquier tontería sobre su marca de coche favorita, sobre el partido de fútbol celebrado esa noche o sobre la película de la cartelera que estaba reventando la taquilla. Nada más empezar a hablar, ya se estaba arrepintiendo de las palabras que estaban brotando de su boca.

–La primera vez siempre es difícil. En realidad, siempre lo es. Esa primera vez supone cortar con toda tu vida anterior… Saber que ya nada será igual. Que has empezado a ir por un camino que desconoces dónde va a ir a parar… Te convences de que cualquier otra senda alternativa ya es imposible…

Nicolás, que había guardado silencio a lo largo de toda la noche, se atrevió a pronunciar sus primeras palabras.

–¿Estabas nervioso en tu primer encargo?

–No.

Nicolás se sorprendió.

–¿No me habías dicho que la primera vez siempre es difícil?

–Sí. ¿Y?

–¿Cómo pudiste estar tranquilo?

Bruno apartó su mirada. Las tornas habían cambiado. El repentino interés de Nicolás por las vivencias de su compañero había disipado su inquietud. Pero quien estaba visiblemente incómodo ahora era Bruno, que parecía arrepentirse de haber iniciado la conversación.

–Hay distintos tipos de dificultades.

Los ojos de Nicolás se volvieron inquisitivos. Pero Bruno parecía abstraído, pensando, quizás, en otra noche similar a esa, en otra noche en la que se rompió definitivamente un porvenir y un destino. Finalmente, sin dejar de vigilar la puerta que debía ser su centro de atención, decidió contar su historia.

–Nunca he hablado de esto a nadie antes. Hace ya muchos años que sucedió. Se me empiezan a borrar de la memoria los detalles… No me acuerdo en qué fecha ocurrió… Era invierno. Hacía mucho frío, como hoy. Pudo ser diciembre, pudo ser enero, febrero… Realmente, no importa. Da igual. Cuando entramos en aquel bar, su calor era acogedor. Mi compañero tendría unos cincuenta años. Era un veterano con el gesto retorcido y un cinismo punzante que siempre estaba a flor de piel. Éramos, más o menos, como tú y yo ahora. Yo era el joven inexperto. Él, el tipo que daba las órdenes. El lugar donde habíamos entrado era un local donde tocaban jazz. Yo nunca había escuchado antes ese tipo de música. Pero mientras bebíamos, apoyados en la barra, el sonido me hipnotizó. El piano, la trompeta, el saxofón, el bajo, esas voces, crispadas unas veces, suaves y melodiosas otras, entrelazados de un modo que nunca había podido imaginar, me cautivaron mientras bebía mi vaso de ginebra. El ambiente de ese lugar me resultó mágico. La madera lo envolvía todo: el suelo, las paredes, la barra, la tarima desde donde tocaban los músicos… Había fotos en blanco y negro colgadas en la pared, fotos donde se veían escenas de otros tiempos en ese mismo lugar. Cada foto parecía encerrar una historia… Te fijabas un poco en ellas y era fácil empezar a imaginar qué podía haber detrás de cada mirada, detrás de cada gesto, detrás de cada conversación congelada por el fogonazo de una cámara… Luego estaba el humo del tabaco, que creaba una atmósfera que hacía que todo pareciera irreal… Y frágil. Muy frágil. En cualquier momento, podía romperse el hechizo que hacía que ese mundo siguiera girando y moviendo sus resortes…

Yo iba con Gerardo El Gordo, un tipo rudo y mal encarado que podría tener la edad que yo tengo ahora. Hablaba poco. Nadie sabía nada de su pasado. Ello provocaba que muchos en mi barrio hablaran de presuntas andanzas suyas que no se podía afirmar a ciencia cierta si eran verdaderas o no. Todo lo que le rodeaba era una especie de leyenda que era aceptada por todos a pesar de que ciertos relatos parecían inverosímiles. Robos espectaculares en lugares donde las medidas de seguridad eran máximas, asesinatos de mandatarios en países que no podíamos ubicar en los mapas, lucrativos negocios de contrabando en lugares cuyos nombres estaban rodeados de una aureola mítica… ¿Cómo era posible que alguien que tenía que haberse hecho rico con sólo una décima parte de los éxitos que se le atribuían pudiera estar ahora haciendo trabajos de poca monta en un barrio pobre y tuviera más bien el aspecto de un humilde pensionista que de un gánster que se hubiera movido en la órbita de los negocios sucios que más dinero movían en el mundo? En esa época, yo no me hacía ese tipo de preguntas. Sólo quería hallar una salida en un sitio que no tenía salidas de ningún tipo, que no me ofrecía ninguna posibilidad de prosperar… Esa noche, me propuso ir a ese bar. Me dijo que nos iban a ofrecer un trabajo y me preguntó si yo estaba interesado en colaborar con él… Le respondí que sí. Era aceptar en ese momento o no poder ya aceptar nunca más.

Como ya te dije, el lugar me fascinó. Nunca había estado en un local así y todo lo que veía, lo que escuchaba, lo que respiraba me tenía completamente obnubilado. Hubo un momento en que nadie tocaba, que el único sonido que se podía oír era el de las conversaciones de los clientes que estaban sentados en las mesas o en la barra. Sólo al cabo de un rato me di cuenta de que la música había cesado. Mi mente estaba sumergida en la misma aparente niebla que parecía envolver ese bar. Y, de repente, se produjo algo que es lo más cercano a un milagro que he tenido la oportunidad de vivir. Al escenario, fueron llegando cuatro o cinco músicos que, en silencio, fueron colocándose para empezar a tocar sus instrumentos respectivos. El público se calló. Había absoluto silencio en toda la sala. Yo no sabía qué estaba ocurriendo. Sólo lo comprendí cuando apareció la cantante y se situó de pie frente al micrófono. Era la chica más hermosa que había visto en mi vida y que nunca jamás he tenido la oportunidad de conocer. Era curioso pero su pelo era de color negro y, a la vez, tenía unos enormes ojos azules. Llevaba puesto un impresionante vestido color rojo fuego que le dejaba al descubierto los hombros y que le llegaba, más o menos, a la altura de las rodillas. Sus medias blancas hacían resaltar con fuerza unos brillantes zapatos negros de tacón. Un collar de perlas blancas como la nieve le acababa dando a toda la figura un porte de elegancia y distinción. No era muy alta pero su presencia acababa transmitiendo una enorme fuerza, una fuerza a la que te tenías que rendir sin remedio…

La chica empezó a cantar y fue la sensación más brutal que nunca he tenido. Tenía una voz ‘anegrada’ y rota que te hacía ver más allá de las palabras. Cantaba en inglés pero no importaba. Comprendías el dolor que quería transmitir, la pasión que quería comunicar, el sufrimiento acumulado de años y años que acababa siendo destilado por la potencia y versatilidad de sus cuerdas vocales… Mientras cantaba, la chica se retorcía, agitaba su cuerpo al compás de unos versos que yo comprendía perfectamente aunque no conociera el idioma en que estaban cantados… Nunca pensé que pudiera vivir una experiencia como la de esa noche… Aún hoy, me pregunto si fue real o no, si tan sólo la imaginé con tanta intensidad que mi mente acabó tomándola por auténtica…

Bruno calló. Nicolás observó que un enigmático brillo febril había aparecido en sus ojos. No quiso conminarle a que siguiera contando la historia aunque una aguda curiosidad había empezado a invadirle el ánimo. Bruno sacó un paquete de tabaco del bolsillo de su camisa, cogió un cigarrillo, lo encendió y empezó a fumarlo con parsimonia. Sólo cuando lo terminó, volvió a hablar a Nicolás.

–Abre la guantera.

Nicolás hizo lo que le pidió Bruno. Una vez que abrió el compartimento que estaba justo frente a su asiento, entre numerosos papeles vio que había un compact disc.

–Dámelo – dijo Bruno.

Nicolás se lo dio. Bruno lo colocó en el equipo de música del automóvil y una canción empezó a sonar, triste, fúnebre y quejumbrosa.

–Esta canción se llama Strange Fruit. Fue una de las que cantó la chica. Una canción de perdedores, de derrotados… Compré este disco porque había otras canciones que también cantó esa noche: Stormy Weather, Summertime, Blue Moon… No sé cuántas veces lo habré escuchado: miles, quizá…

–¿Qué pasó con la chica?

Bruno tenía la mirada perdida. Nicolás creyó que no le iba a contar nada más de lo que pasó esa noche. Pero, al cabo de unos segundos de espera, reanudó su relato.

–Tras cantar ocho o nueve canciones, el público estaba entusiasmado. Aplaudía a rabiar. Con cada canción, lo hacía con más fuerza… Yo creía estar en una nube… No sé cuánto tiempo pasó… Tuvo que ser más de una hora… Pero para mí no fueron más de cinco minutos… Toda mi atención estaba concentrada en esa chica… Cuando terminó la actuación, fue como despertar de un sueño agradable que crea un falso instante de efímera felicidad… ¿No te ha pasado muchas veces eso? Estás teniendo un sueño estupendo y, de repente, despiertas… Y lamentas que ese sueño no haya durado para siempre…

La chica bajó del escenario. Y pasó justo por mi lado. Justo, justo por mi lado… Y, durante unos segundos, nuestras miradas se cruzaron. Nos quedamos mirando uno al otro, fijamente, sin pestañear… Yo estaba parado en la barra. Ella ralentizó su marcha. Por un momento, pensé que se iba a quedar parada frente a mí, que íbamos a empezar a hablar, a conocernos, a iniciar una historia que nos iba a hacer felices a los dos… Pero, entonces, El Gordo me dio un tirón de la manga de mi chaqueta y con un leve movimiento de cabeza me indicó que nos teníamos que reunir con el tipo con quien nos habíamos citado esa noche… Fue una historia que no llegó a comenzar pero que siempre me pregunto cómo pudo terminar…

Bruno volvió a interrumpir su narración. El brillo febril de sus ojos se intensificó con una extraña fuerza.

–Gerardo y yo fuimos hasta la parte trasera del bar. Allí, estaba el dueño. Un tal René Dávalos. No te podría decir de dónde era. Tenía un acento inclasificable que podía ser de cualquier lado o de ninguno. Tenía su despacho en un rincón oscuro y estrecho en el que apenas había sitio para una mesa, unas sillas y poco más. Nos sentamos frente a él y esperamos a que él empezara la conversación. El Gordo no dio ninguna señal de impaciencia. Pasaron cinco minutos antes de que René se decidiera a hablarnos.

–¿Me puedo fiar de vosotros? – dijo finalmente.

–Sin dudarlo – dijo Gerardo con seguridad-. Ya sabe usted quien nos recomienda.

–René se quedó pensando durante unos segundos.

–Me da igual lo que me digan – dijo finalmente-. Yo sólo confío en lo que veo con mis propios ojos. Y la convicción con la que ha hablado, me ha convencido.

A continuación, nos preguntó qué queríamos tomar. Después de todo lo que ya habíamos bebido, El Gordo todavía fue capaz de pedir otra copa de ginebra. Yo sólo me atreví a pedir una cerveza. Tras servirnos del mueble bar que estaba arrinconado en una esquina del despacho, René Dávalos nos empezó a soltar un innecesario discurso justificativo: Gerardo estaba dispuesto a hacer lo que fuera, sin necesidad de ningún tipo de coartada moral, y yo era un simple discípulo sin capacidad alguna de decidir nada.

–¿Sabéis qué es lo peor que existe en este mundo? La traición. Si no existiera la traición, todos podríamos confiar en los demás. Nadie heriría nuestro orgullo. Nuestro amor propio no sufriría ningún daño. Y no tendríamos que demostrar continuamente a los demás que no estamos dispuestos a ser meros juguetes a su merced. Pero la realidad no es esa. Detrás de cualquiera de nosotros, puede haber un traidor. Y esa es la fuente de todos nuestros males. Es el origen de la frustración, del dolor, de la amargura, de la violencia…

René Dávalos apretaba con crispación el vaso de whisky que tenía en la mano. Pensé que, de un momento a otro, lo iba a romper en un estallido de cristales fríos. Pero siguió su perorata, ante la indiferencia disfrazada de Gerardo y el miedo reprimido que no dejaba de crecer en mi interior.

–Una vez que te han traicionado, no puedes dejar la traición impune. Es dar carta blanca a tus enemigos para que te destrocen. Es dar carta blanca a tus amigos para que se conviertan en tus enemigos. Y es dar carta blanca para que cualquiera se acerque a ti dispuesto a sacar tajada de tu debilidad. Por tanto, ante los traidores, no elegimos la venganza. Simplemente, nos dejamos llevar por ella para expiar la culpa ajena y salvar nuestro honor mancillado.

–¿De qué se trata? – preguntó Gerardo.

–Yo sabía que El Gordo se estaba ya impacientando. No le gustaba demasiado hablar y tanta cháchara le tenía que estar aburriendo.

–Se trata de que una persona está casi tirada en la calle. Que la ayudas, que la llevas a tu casa, que le das un trabajo, que la haces prosperar… Crees que significas algo en su vida y, de repente, descubres que no eres más que una pieza de repuesto en su vida… Piezas de repuesto y corazones rotos: eso es lo que hace que el mundo siga girando…

–Debería saber que la vida es una carrera que no se puede ganar. Antes de decidir si nos contrata o no, téngalo en cuenta.

No esperaba que El Gordo pudiera pronunciar una frase tan filosófica. Tengo que confesar que me sorprendí. Apenas pude disimularlo.

–Ya lo sé. Y lo tengo en cuenta –dijo René Dávalos–. Claro que lo tengo en cuenta. Si ustedes están aquí es porque ya sé que no tengo posibilidad alguna de victoria…

–¿Quién le ha traicionado, señor Dávalos? Necesitaríamos una fotografía…

–No les va a hacer falta. Es la chica que ha acabado de cantar cuando yo les he llamado a mi despacho.

Bruno interrumpió su relato. Nicolás tenía petrificado su gesto, con sus ojos abiertos hasta el límite, implorando un final con la intensidad de su mirada.

–¿Qué pasó con la chica?¿No me dirás que la…?

Bruno realizó un brusco y repentino movimiento con su mano derecha hasta ponerla sobre la rodilla de su joven compañero.

–¡Mira! ¡Se ha encendido la luz!

Efectivamente, el portal que estaban vigilando se había iluminado. Al cabo de pocos segundos, se abrió y salió a la calle el tipo que estaban esperando.

–¡Vamos! – dijo Bruno.

Ambos saltaron del coche y fueron a paso rápido hasta situarse detrás de quien se había convertido en su objetivo. El primero que sacó el arma fue Bruno. Inmediatamente después, hizo lo mismo Nicolás. Apuntan con cuidado al sujeto que camina tranquilo y despreocupado.

© Jose Manuel Cruz Barragán. Todos los derechos reservados.
© De la Publicación. Solo Novela Negra

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