TANIA – por Alejandro E. Cardoso
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TANIA, por Alejandro E. Cardoso
Oscurecía en Langley, Virginia, cuando Tania salió de su trabajo, consumida, tras diez largas horas en una de las oficinas de información de la CIA.
Llegó al aparcamiento del edificio y, como una autómata, abrió su vehículo y condujo hasta la barrera de seguridad, donde uno de los agentes de guardia le abrió, tras comprobar su identidad con el lector de matrículas.
Salió al exterior, y, al conducir, le apeteció de pronto abrir la ventanilla del coche que, veloz como un pájaro en vuelo rasante, devoraba los kilómetros por la autopista en medio de la prematura noche, opacada en su esplendor por la envidiosa luminiscencia de la ciudad.
Se agolparon en su mente demasiados pensamientos que, apretados, luchaban por salir. Para calmarlos decidió poner en el reproductor a la soprano cubana Alina Sánchez, con su sublime «Concierto para una voz», que inundó todo el habitáculo hasta sedar sus enloquecidos recuerdos.
Sabía de sobra que estaba en un momento de bajón y que podría ser muy vulnerable si alguien de la Agencia la veía así. «No se admiten sentimentalismos en el ingrato oficio del espionaje». Bien se lo repitieron centenares de veces sus instructores del G2 en Cuba, al que ingresara ella tras acabar la carrera de Psicología.
¿Por qué decidió convertirse en agente de la seguridad cubana? Sabe bien que siempre fue una romántica defensora de los derechos de los oprimidos; la imagen de la justicia; aquella mujer con una venda en los ojos y una balanza en la mano, que a ella se le antojaba con una clara tendencia a caer siempre en el lado donde el dinero y el poder colocaban los fajos de billetes o el peso de intereses, alejados de conceptos como la imparcialidad, honestidad u objetividad, la convenció sin demasiado esfuerzo.
A medio camino hacia su casa vio, a lo lejos, la noria del parque de atracciones que por esas fechas se instalaba en la ciudad. Recordó a su abuelo, cómo la acompañaba de niña al Parque Lenin, en las afueras de La Habana. Su abuelo, que hablaba con ese acento gallego que aún conservaba y que les hacía gracia a sus amigas por cómo pronunciaba la zeta con tanta fuerza.
No pudo resistirse y se desvió de su trayecto hasta llegar al recinto ferial. Aparcó con facilidad y, tras recorrer con la vista todos los aparatos, se detuvo en la noria, que ahora se mostraba ante ella en toda su magnitud. «Estás vulnerable Tania…y sabes lo peligroso que es para ti si alguien te ve ahora con la guardia baja».
Anduvo hasta colocarse en frente de la gigantesca rueda que con cada vuelta hacía girar también en su cabeza imágenes de su infancia y juventud en la isla.
Compró una entrada y se dispuso a subir. Delante de ella se sentaron en el cesto una pareja muy joven: novios seguramente. Parecían felices y la miraron con curiosidad. Quizá porque ella estaba sola. El chico le recordaba a Carlos, aquel ex novio de la Facultad de Psicología en la Universidad de La Habana. ¿Cuánto hacía que lo había perdido? ¿Tantos años han pasado ya?
Ellos también se subieron muchas veces a una noria parecida, y se abrazaron igual que aquellos jóvenes desconocidos, envueltos en el frágil halo del amor. Más tarde su captación por la seguridad del estado; el reclutamiento militar de Carlos; su prematura muerte en Angola y aquella misión de ella que parecía interminable tras cinco años jugándose la vida y reprimiendo sentimientos.
¿Valdrá para algo tanto esfuerzo? ¿Ha defendido ella los principios de una verdadera revolución? Hoy las flechas envenenadas de las dudas le atravesaban con facilidad la coraza de las convicciones, que cada día se iba viniendo abajo carcomida por un desánimo galopante; por una frustración que crecía desde el corazón al ver que todo podría haber sido en vano, que no hay ni ha habido tal revolución, sino más bien un teatro con un telón a punto de dar el cierre a una mala obra dentro de la que ella era protagonista.
La rueda seguía girando y sus recuerdos parecían marearse con el recorrido. Los ojos se le humedecieron y una triste y solitaria lágrima se escapó de sus ojos de esmeralda, dejándose caer, ágilmente, por la mejilla, hasta perderse en la hermosa comisura de su boca. Los chicos la miraron algo sorprendidos. «Es el frío, que siempre me hace llorar un poco», y sonrió, forzando el gesto que dejaba al descubierto una de las más hermosas dentaduras con las que cualquier otra mujer pudiese soñar tener para sí misma.
«Bájate de la noria Tania. Entierra los sentimientos y no los exhumes nunca más. Te pones a ti misma en peligro cuando te dejas dominar por ellos»
Cuando descendió de aquel recorrido circular por el caprichoso laberinto de los recuerdos, le pareció ver entre los curiosos que observaban el giro incesante de la rueda, una cara conocida. El la miraba fijamente con sus ojos oscuros, tanto como su pelo, y aquel rostro de efigie activó en ella el entrenado mecanismo de relacionar cara y nombre. La altura del individuo, su complexión delgada y la quietud de su pose le hacía parecer una estatua en medio del gentío.
La piel se le erizó y el corazón le dijo desde dentro que debía correr. El que observaba era Pedro Duque, uno de los ejecutores de la CIA.
Solo lo había visto en unas fotos que le entregó su contacto de Cuba en un parque alejado del centro. «Cuidado sobre todo con este tipo, es un desertor de las tropas especiales con experiencia en combate y no va a dudar si le dicen que te tiene que hacer desaparecer».
Se acabó el sentimentalismo. Su mano, rápida e inteligente, fue directamente hacia el costado de su pantalón, donde descansaba su pistola HK usp compact con los trece blindados ángeles de la guarda dentro de ella.
Echó a andar mientras creía tenerlo a sus espaldas, siguiéndola. «Me han descubierto, tiene que ser, si no qué otra razón ha de haber para que un tipo frío y calculador como este se halle aquí, precisamente cuando estoy yo».
Se había estudiado la ficha de Pedro Duque y conocía muy bien que aquel cubano no tenía hijos que llevar a los cachivaches, que solo se movía por terrenos concurridos cuando debía seguir a alguien, y supo con certeza que hoy él estaba de cacería y que ella… podría ser la presa. Aquel demonio vestido de traje se camuflaba trabajando en un departamento de archivos, hasta que le encargaban la tarea para la que estaba entrenado.
Notaba en su nuca la mirada penetrante del sicario. El estaría ahora andando entre los puestos y el público como un tigre en medio de la jungla, ajeno a la alegría y los festejos, pensando, calculando sus movimientos. ¿La mataría en medio de aquel caos festivo?
Ya casi llegaba a su coche. Sacó las llaves y se dispuso a abrir la puerta cuando alguien dijo a sus espaldas. ― ¡Camila! Ella permaneció quieta, tan quieta como cuando cae un rayo muy cerca. «No te des la vuelta y respira, Tania, respira». Ella era Tania aunque en Cuba fuese Camila. Nadie podría saber su verdadero nombre. Nadie. ¿Por qué él?
Abrió la puerta y se introdujo en el coche. Metió la llave en el contacto y percibió una mano musculosa tocando el cristal de la ventanilla. Era la de Pedro Duque.
― ¿Camila?
Bajó un poco la ventanilla del auto con una de sus manos descansando con disimulo en el arma. ― ¿Perdón? Creo que se ha equivocado de persona.
Se observaron unos instantes, hasta que les sorprendió la llegada de una patrulla de carretera, que aparcaron pegados al puesto de los perritos calientes.
―Lo siento. Lamento haberle molestado.
El sicario se alejó sin dejar de mirarla mientras ella arrancaba su coche y salía nuevamente hacia la autopista entre un mar de vehículos en movimiento. Su mano, ahora temblorosa, nuevamente acarició la culata de su pistola mientras la voz de Alina Sánchez se movía otra vez, dulcemente, entre las paredes del habitáculo oscuro de su Chevrolet Cruze.
Del Texto © Alejandro E. Cardoso – Todos los derechos reservados
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