Una cita de muerte
TXUSMI SÁEZ| Vitoria
Adriana se acercó a la marquesina del autobús de la línea treinta y seis. Eran las doce y cuarto de la noche y no tenía la menor intención de irse andando a su casa. La noche se palpaba fresca y húmeda y una leve niebla fantasmagórica que surgía con alevosía desde los canales próximos, comenzaba a invadir toda la urbe de una manera casi obscena. Sacó del bolso un cigarrillo prendiéndolo con lentitud mientras ponía la vista en una farola que tintineaba al otro extremo de la calle. Había sido una cena de mierda. Nunca le gustaron aquellas citas a ciegas, donde una amiga te presenta a alguien con el que cree que intimarás a los diez minutos, y normalmente acaban de manera nefasta ante un idiota del tres al cuarto que lo más parecido que tiene contigo es su necesidad de ir al baño a mear cuando bebe cerveza. Y esta no fue una excepción: Gonzalo se presentó en el bar con una flor en la solapa «empezamos mal» —pensó al verlo—.
Comenzaron a hablar de cosas intrascendentes antes de ir al restaurante indio. Bebieron un par de cañas y Adriana sintió que el aburrimiento iba a ser el tercer comensal durante aquella velada. Pero fue aún peor. Dentro del restaurante, su nuevo compañero demostró que la horterada y el esnobismo pueden estar perfectamente asociados al mal gusto y a la pésima educación. Faltó al respeto en dos ocasiones al camarero con alusiones racistas; bebió sin ningún decoro un vaso tras otro de vino rosado mientras no dejaba de hablar sobre su estupendo trabajo en Carrefour y estropeó el delicioso arroz Basmati con pollo al estilo Mandala, volcando el frasco de curry extrapicante sobre la bandeja. Al llegar a los postres no pudo más. Esperando los cafés, Adriana se excusó para ir al lavabo y desapareció por la puerta trasera del restaurante. Incluso llegó a notar una cierta cara de complicidad con el jefe de mesas que le abrió la puerta al salir.
Ahora estaba allí recostada en la parada, fumando y maldiciéndose por aceptar citas imprevisibles. El autobús nocturno de color azul giró desde la calle perpendicular con manifiesta tranquilidad. Desde luego no parecía traer ninguna prisa pese a que llevaba un importante retraso acumulado según los horarios establecidos por la compañía. Apuró un par de caladas profundas de su pitillo antes de arrojarlo al suelo y pisarlo con sus botines de ante marrón. Llevaba una minifalda negra de vuelo con unas medias claras, y una blusa de punto fino con trasparencias colocadas estratégicamente para no dejar ver más de lo necesario. Se puso la chaqueta torera por encima de los hombros al sentir un escalofrío e hizo un gesto al bus que se aproximaba para que se detuviera. Ascendió ágil y saludó al conductor con la misma desgana con la que este le devolvió el cumplido. Pasó la tarjeta por la máquina validadora ante la atenta mirada del vigilante de seguridad que supervisaba el recorrido tras los últimos robos de recaudación acontecidos en los meses pasados, y se sentó en la zona central. Apenas media docena de pasajeros ocupaban las butacas. El chofer cerró e inició la marcha cuando una mano golpeó repetidamente en la puerta con firmeza. Un frenazo sacudió al pasaje. El vigilante se alteró. Dudando si abrir o no, finalmente el conductor permitió subir a bordo al hombre que había llegado tarde a la carrera.
Al verlo ascender y dar las gracias al empleado, Adriana quiso morirse: se trataba de Gonzalo, el mismo tipo al que había dejado tirado en el restaurante y con la factura pendiente de abonar. Intentó recogerse en el asiento y mirar por la ventana tapándose la cara con una mano para disimular, pero el hombre la había reconocido perfectamente.
—Buenas noches Adriana —dijo sentándose a su lado.
—Hola —respondió de manera seca la chica, cerrando los ojos en plan “tierra trágame”.
—La verdad es que has tenido una salida bastante airosa antes. Pensaba que te había pasado algo en el baño por lo que tardabas. Fui a buscarte y todo, hasta que un camarero me dijo que te habías ido…
—Lo siento, Gonzalo. De veras que lo siento, pero no podía seguir allí. El mundo se me hacía pequeño en aquel local como para compartirlo contigo. Sé que hice mal, pero fue un instinto. Me agobié muchísimo. Dime cuánto te debo por mi comida y en paz.
—La comida es lo de menos —el hombre miró hacia atrás como recontando a los viajeros
— Lo peor ha sido la humillación que he sentido.
—Perdóname —se disculpó nuevamente, esta vez con sinceridad, mirando a su acompañante a la cara. Pero algo raro notó en su mirada. Los ojos marrones de Gonzalo Andrade ocultaban algo turbio. Ella lo percibía.
Gonzalo, entonces, se levantó decidido y comenzó a caminar hacia la parte delantera, donde el chofer y el vigilante de seguridad hablaban desenfadadamente y despotricaban por el bajo sueldo que cobraban y las horas de trabajo que hacían a la semana. Al verlo llegar donde ellos, el vigilante se le encaró:
—¿Dónde va amigo? —le espetó girando hacia él.
Apenas terminó la frase, una detonación seca e intensa retumbó en el ambiente. El vigilante se agarró el estómago con ambas manos mientras la sangre le manaba sin control por entre sus dedos, cayendo al suelo herido de muerte. El conductor detuvo el autocar en el acto. Gonzalo, que esgrimía amenazador un revolver de pequeño calibre, acercó el cañón a la cabeza del chofer y le indicó que siguiera hacia el parque de la Alacena, un sitio cercano, tranquilo y posiblemente vacío a esas horas de la noche. Los viajeros entraron en pánico y fue necesario un nuevo disparo al techo para controlarlos. Al llegar a la zona de esparcimiento, Gonzalo obligó al empleado municipal a detener el urbano y pasarse a la parte de atrás con el resto del pasaje. En todo el camino no había apartado sus ojos oscuros del rostro de Adriana. Ella lo observaba sin pestañear, manteniéndole la mirada. El hombre armado se apoyó en el salpicadero y desde allí esgrimiendo el arma y moviéndola de un lado a otro, narró a los asustados pasajeros la historia que había vivido en el restaurante indio. Les pidió opinión, como si estuviese en una especie de club de amigos, siempre escrutando los ojos verdes de Adriana. Cuando preguntó al chico de la cuarta fila sobre como habría actuado él, si una zorra le hubiese dejado tirado en un comedor en plena cena, otro estruendo sordo rasgó el aire. La cabeza de Gonzalo se estremeció y todo su cuerpo se catapultó contra el cristal, mientras una lluvia de sangre y líquido cerebral salpicaban la luna del autobús, que finalmente se astilló y despedazó en miles de cristales diminutos, haciendo caer al hombre abatido de espaldas al asfalto.
Adriana aún sujetaba con firmeza entre sus manos la pistola automática Heckler & Koch de 9 mm. reglamentaria, que desprendía un leve humillo del cañón. Se levantó y tranquilizó en la medida de lo posible a los viajeros mostrando su identificación de Policía Nacional. Cogió el móvil para llamar a sus compañeros mientras examinaba los cadáveres.
—Soy la inspectora Serra, número de placa 12744 y llevo una noche muy mala…
Texto © Txusmi Sáez- Todos los derechos reservados
Publicación © Solo Novela Negra- Todos los derechos reservados
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